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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Llévame a casa

BOOK: Llévame a casa
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El azar es quien rige la vida de las protagonistas de
Llévame a casa
, obra finalista del V Premio Odisea de Literatura. Esta es la historia de cuatro mujeres que se enfrentan a sus vidas con valentía y atrevimiento, superando los imprevistos que les guarda el destino. Silvia y Ángela son dos chicas que se enamoran y confían haber encontrado, al fín, el verdadero amor. Paloma tiene que fingir ante su familia estar enamorada de su marido, aunque en realidad anhela recuperar el amor juvenil de su primera novia. Y Jose, cuyo mundo se derrumba, cuando conoce a Luis, un chico desinhibido y dulce, y se enamora de él. Personajes que se debaten en un mundo cuyas reglas no controlan, en una ciudad que juega con ellos a su capricho.
Llévame a casa
es una emocionante crónica de los amores que duran y que cambian, de la tragedia que se esconde detrás de la soledad, y de las imposturas que la vida obliga a adoptar.
Llévame a casa
, finalista del V Premio Odisea de Literatura, supuso el descubrimiento de una de las autoras más controvertidas de la literatura contemporánea.

Libertad Morán

Llévame a casa

ePUB v1.1

Polifemo7
10.04.12

LLÉVAME A CASA

Finalista del V Premio ODISEA

Libertad Morán

Fotografia portada: © Group of Women Friends sitting on Sledge on a Wall / Getty Images.

Primera edición, Noviembre 2003

Segunda edición, Enero 2010

© Libertad Morán, 2003

© de esta edición: Odisea Editorial, S.L., 2010

Palma, 13 28004 Madrid

Tel.: 91 523 21 54 Fax: 91 594 45 35 www.odiseaeditorial.com

e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-92609-31-4

A Sandra,

porque a pesar de todo sigue estando cerca.

Y a Luis,

porque dio forma a lo que aún no la tenía.

ORACIÓN

«Líbranos, Señor,

De encontrarnos, años después,

Con nuestros grandes amores.»

Cristina Peri Rossi

«Nos conocimos en enero

Y me olvidaste en febrero

Y ahora que es quince de abril

Dices que me echas de menos.»

Amaral -
Toda la noche en la calle

I
A vueltas
SILVIA

Se levantó a media mañana. Por una vez había conseguido no vegetar en la cama hasta la hora de comer. Entonces decidió no hacer caso al estado depresivo que llevaba varios días dominándola. Se dio una ducha y cambió las sábanas de la cama. Recogió un poco la casa y preparó café. Encendió el ordenador mientras se servía una taza. Su perro le imploraba con la mirada para que le bajase a la calle. Hizo caso omiso a sus ojos suplicantes y abrió su correo electrónico. Ningún mensaje. Sintió una punzada de vacío en el estómago. Últimamente todo el mundo parecía haberse olvidado de ella. Luego comprobó el estado de su cuenta corriente sin saber muy bien por qué, aún faltaba mucho para que le ingresasen el dinero del subsidio del paro. Su estómago se inundaba de decepción al ver cómo la cantidad que había ahorrado iba menguando día tras día. A pesar de sus esfuerzos por animarse, las circunstancias no se lo ponían nada fácil. Apagó el ordenador y buscó la correa del perro.

Ya en la calle, sintió deseos de fumarse un cigarrillo. Sabía que era inútil. Había decidido dejar de fumar para recortar gastos. Y aunque en alguna ocasión había comprado cigarrillos sueltos, en esencia, superando con mucho esfuerzo la ansiedad creada por la falta de nicotina, se podría decir que lo estaba consiguiendo. Para alguien que llegaba a fumarse casi dos paquetes diarios era todo un logro.

Sí, su vida había dado un giro radical en los últimos dos años. Primero fue la ruptura con su novia lo que le sumió en un continuo estado de dolor del que llegó a creer que no saldría jamás. Luego fue lo que ella veía como el distanciamiento de algunos de sus amigos, siempre inmersos en sus trabajos, en sus fantásticas parejas y en innumerables quehaceres que no solían incluirla a ella. Y, para acabar de rematar la faena, se había quedado sin trabajo. Finalización de contrato sin posibilidad de renovación y un exiguo paro que apenas si le llegaba para cubrir gastos. ¿Quién no se hundiría ante una situación así? Le hacía gracia que algunos de los amigos que había logrado conservar le restaran importancia a lo que le estaba ocurriendo. Daría su brazo derecho por verles a ellos en su situación. Debía de resultar fácil, desde un pedestal construido sobre un buen trabajo, pareja estable y bonanza económica, decir lo que marchaba mal en una vida que sólo veían desde fuera. Ella nunca había disfrutado de esa situación tan cercana a la felicidad que parecía regir la existencia de sus amigos. Siempre había fallado algo. Y ahora se le acababa el dinero, se le acababan las ilusiones, se le acababan las fuerzas. ¿Que tenía que salir de todo aquello? Ya lo sabía, no hacía falta que se lo recordaran a cada momento. Pero tampoco necesitaba que le dijeran que su pesar no tenía razón de ser.

Tiró de la correa para que el perro dejase de husmear en los arbustos del parque y ambos iniciaron el camino de regreso a casa. Al subir al piso le rellenó el comedero con pienso y agua fresca. Miró su reloj de pulsera. Era demasiado tarde para ir al gimnasio, mejor lo dejaba para última hora. Comenzó a preparar la comida.

Comió sin ganas, más que nada por obligarse a meter algo en el estómago. Recogió los platos, fregó toda la loza acumulada en el fregadero y se sentó frente al televisor. Aún no eran las cuatro y sentía que ya había agotado el día. ¿Qué hacer hasta que llegase la noche, hasta que llegase el momento de acostarse, de dar por finalizado un día más, otro día desperdiciado y tirado por el desagüe de su vida? Había decidido ir al gimnasio a última hora para cansarse lo suficiente como para llegar a casa, ducharse, comer algo rápido y meterse en la cama antes de que el insomnio volviese a hacer acto de presencia. A ver si así mañana podía levantarse más temprano. Pero, más temprano, ¿para qué?

En televisión no había nada interesante y tampoco le apetecía poner alguna película que, seguramente, ya se sabría de memoria. El ordenador quedaba descartado porque navegar por la red durante horas para llenarse la cabeza de información inútil le resultaba una actividad alienante en ese momento. Tampoco tenía la suficiente calma como para leer un libro. En verdad no tenía ganas de nada. Se sentía como un animal enjaulado, un ave a la que le han cortado las alas y sólo puede dar pequeños saltos en busca de una salida.

Le hubiera gustado no estar tan pendiente de los gastos e irse al cine o a cenar algo más apetitoso que la repetitiva pasta que tomaba últimamente para llenar el estómago. O correrse una buena juerga y quizá acabar en la cama con alguna chica. Sin embargo sabía que nada de eso era posible. Sin dinero no hay placeres.

Pero tenía que salir de aquellas cuatro paredes como fuera. Necesitaba estar acompañada. Y su compañero de piso no llegaría hasta bien entrada la noche. Pensó en tirar de agenda y llamar a alguien. Un rápido vistazo le disuadió de hacerlo. No le apetecía ver a nadie de los que se encontraban en ella. Aparte de que ponía en duda que alguno de ellos tuviera tiempo para verla.

En un arrebato repentino, se puso una chaqueta, cogió las llaves y se lanzó a la calle.

Fue en metro hasta el centro y se bajó en Callao. Bien, ya estaba en la calle, ahora ¿qué hacía? Comenzó a andar lentamente, con un aire dubitativo que contrastaba enormemente con los andares nerviosos y acelerados de los transeúntes que llenaban aquella tarde la Plaza del Callao. Caminó distraídamente calle del Carmen abajo, mirando escaparates, hasta llegar a la Puerta del Sol. Ya allí, se quedó un momento apoyada en la estatua del Oso y el Madroño fingiendo que esperaba a alguien. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y miró con indiferencia hacia el reloj recordando la cantidad de veces que había venido a este lugar a tomar las uvas en Nochevieja. Durante diez minutos mantuvo su posición, observando a la gente que iba y venía. Una vez transcurrido ese tiempo, dio media vuelta y comenzó a desandar el camino que había recorrido un rato antes. Esta vez sus pasos la condujeron al interior de la Fnac. Sabía por experiencia que era decepcionante entrar en un sitio como aquel en un momento en que su cuenta corriente estaba sometida a la restricción de las vacas flacas, pero estaba tan aburrida que pensó que nada tenía que perder por entrar.

Hizo la primera parada en la planta de discos. Puesto que en esta ocasión no tenía intención de comprar nada, se dijo a sí misma que era una buena oportunidad para mirar discos con calma. Escuchó varios de ellos, tomando nota mentalmente de los que luego podría intentar bajarse de Internet. Pasó un largo rato mirando los cofres y las ediciones especiales y sus exorbitantes precios. Tras media hora allí, decidió que era el momento de cambiar de planta y se dirigió a la de libros.

Estaba a punto de empezar a subir por las escaleras mecánicas cuando una chica que venía por detrás chocó con ella y, a causa del tropiezo, estuvo a punto de caérsele una bolsa de la Casa del Libro que llevaba en la mano.

—Perdona —dijo ella con voz neutra y apenas audible, como en todas las ocasiones que le ocurría algo parecido. Mascullaba alguna fórmula de cortesía y procuraba desviar la mirada hacia otra parte rápidamente.

—No, perdóname tú a mí —dijo la chica de manera desenvuelta—. Siempre voy sin mirar.

Entonces Silvia volvió a posar la vista en la desconocida. No pudo por menos que mirarla con admiración. Era muy guapa. Llevaba el pelo rubio cortado a medio camino entre el estilo
garçon y
el look que Meg Ryan impuso hacía tres o cuatro temporadas. Pero el parecido con la actriz terminaba ahí. Sus ojos eran redondos y castaños, enmarcados en un rostro anguloso que imprimía dureza y decisión a una expresión inicialmente dulce.

Llegaron a la tercera planta y al ver que, en lugar de echar a andar y perderse entre los estantes, la mujer giraba, igual que ella, a la derecha para seguir ascendiendo, descubrió, no sin cierta alegría, que —era obvio— iban al mismo sitio. El último tramo de escaleras se le hizo incómodo. Le lanzó una tímida sonrisa de circunstancias y cuando las escaleras llegaron al nivel de la cuarta planta, casi suspiró aliviada.

Se detuvo ante el mostrador de novedades observando cómo la desconocida se dirigía con paso decidido hacia el fondo. Manoseó algunos libros sin mirarlos realmente al tiempo que lanzaba furtivas miradas en la dirección por la que se había encaminado la mujer. Pronto la perdió de vista. La buscó con disimulo hasta volver a avistarla mientras iba deteniéndose en cada nuevo mostrador que se cruzaba en su camino. Cogía un libro, le daba la vuelta, leía por encima la contraportada y lo volvía a dejar en su sitio. Así una y otra vez. Notó que miraba a la desconocida con demasiado ahínco y trató de disimularlo. Siguió avanzando hasta encontrarse en la sección de los libros de bolsillo, a pocos metros de donde se encontraba el objeto de sus miradas. Bien, al menos no parecía haberse percatado de su interés. Le dio intencionadamente la espalda y cogió un libro al azar. Cuando posó la vista en él sintió una punzada en el estómago. Era un libro de Patricia Highsmith titulado
Carol.
Carol. El nombre de su ex novia. Aunque por alguna de sus innumerables manías nunca permitía que nadie la llamase así. Ni siquiera ella. Carol, no. Carolina, como la canción. Al darle la vuelta y leer la contraportada comprobó, no sin cierto estupor, que el argumento de la novela giraba en torno a la historia de amor que surgía entre dos mujeres. Increíble. ¿Cómo es que nunca había oído hablar de él?

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