Sé lo que ha hecho ese Bradford, ha desenchufado a un hombre que está en una bañera caliente en un apartamento de agua fría. Sé que yo jamás le habría hecho eso a él ni a nadie. Podría hacérselo a alguien que tuviera calefacción central, pero jamás a un inquilino de un piso de agua fría como yo, jamás.
Me asomé sobre el borde de la bañera y di golpes en el suelo, con la esperanza de que hubiera cometido un error, de que tendría la consideración de volver a enchufarme, pero no, ningún sonido de su parte, y sin radio, sin luz. El agua seguía caliente, de manera que pude quedarme allí echado un rato pensando en la vileza de la raza humana, en cómo un hombre que tenía un título universitario de Yale podía ser capaz de coger deliberadamente un cable eléctrico y arrancarlo del enchufe dejándome que me muriera de frío en el piso de arriba. Un acto de traición como éste es suficiente para hacerte perder la esperanza y pensar en la venganza.
No, yo no quería venganza. Quería electricidad, y tendría que pensar otro modo de hacer que Bradford entrase en razón. Había una cuchara y había un cordel largo, y si ataba la cuchara al cordel podía abrir la ventana y dejar colgar la cuchara para que diera golpecitos contra la ventana de Bradford, y él podría entender que yo estaba allí arriba, al otro extremo del cordel, dando golpecitos, golpecitos, pidiendo el don de la electricidad. Puede que se sintiera molesto y que no hiciera caso de mi cuchara, pero yo recordaba que me había dicho una vez que un grifo que goteara era suficiente para tenerlo despierto toda la noche, y si hacía falta yo daría golpecitos en su ventana con mi cuchara hasta que él no lo soportase más. Él podría haber subido las escaleras, haber aporreado mi puerta y haberme dicho que lo dejara, pero yo sabía que él jamás podría ser tan directo y sabía que lo tenía acorralado. Me daba lástima él y el modo en que su madre se había pasado seis meses dando alaridos con el cáncer de huesos, e intentaría compensarle algún día por todo, pero aquello era una crisis y yo necesitaba mi radio, mi luz, mi manta eléctrica, o tendría que llamar a Alberta para que me acogiera una noche, y si ella me preguntaba por qué yo jamás podría decirle que Bradford me había tenido enchufado durante tantas semanas. Adoptaría una actitud de justa indignación, a la manera de Nueva Inglaterra, y me diría que debía pagar mis facturas en vez de dar golpecitos en las ventanas de la gente con cucharas las noches heladas, y mucho menos en las ventanas de la gente cuyas madres habían muerto de cáncer de huesos dando alaridos. Entonces yo le diría que mi cuchara no tenía nada que ver con la madre muerta de Bradford, y aquello nos llevaría a mayores desavenencias y a una riña y yo tendría que largarme violentamente y volver a mi apartamento, frío y a oscuras.
Era viernes por la noche, la noche que él tenía libre en el banco, y yo sabía que no podía huir marchándose a trabajar. Me lo imaginaba en el piso de abajo, con el cable en la mano, intentando decidir qué hacer con la cuchara que tenía en la ventana. Podía salir, pero ¿dónde iría? ¿Quién iba a querer tomarse una cerveza con él en un bar y oírle contar cómo murió su madre dando alaridos? Encima de eso, seguramente contaría a todo el mundo que en el piso de arriba había una persona que lo estaba atormentando con una cuchara, y cualquier persona que estuviera en un bar con una cerveza se apartaría de él.
Di golpecitos de cuando en cuando durante varias horas, y de pronto hubo luz y música en la radio. La Sinfonía fantástica había acabado hacía mucho tiempo y aquello me irritó, pero subí el selector de temperatura de la manta eléctrica, me puse la gorra y los guantes y volví a meterme en la cama con
Anna Karenina
, que no era capaz de leer a causa de la oscuridad que tenía en la cabeza por Bradford y por su pobre madre de Colorado. Si mi madre se estuviera muriendo de cáncer de huesos en Limerick y alguien del piso de arriba me estuviera atormentando con una cuchara en la ventana, yo subiría y lo mataría. Ahora me sentía tan culpable que pensé en llamar a la puerta de Bradford y decirle: «Siento lo de la cuchara y lo de tu pobre madre y puedes desenchufar el cable», pero estaba tan caliente y tan a gusto en la cama que me quedé dormido.
A la semana siguiente me lo encontré cargando sus cosas en una furgoneta. Me ofrecí a ayudarle, pero lo único que me dijo fue «capullo». Se marchó, pero me dejó enchufado y yo tuve electricidad durante varias semanas hasta que fundí el cable con una estufa eléctrica y tuve que ir a pedir un crédito en la Compañía Financiera Benéfica para pagar las facturas de la electricidad y no morirme de frío.
En la cafetería de profesores, los veteranos dicen que el aula es un campo de batalla, que los profesores son unos guerreros que llevan la luz a esos condenados chicos que no quieren aprender, que lo único que quieren hacer es estar sentados gastando el culo y hablar de películas, y de coches, y de sexo, y de lo que van a hacer el sábado por la noche. Así son las cosas en este país. Tenemos enseñanza gratuita y nadie la quiere. No es como en Europa, donde se respeta a los profesores. A los padres de los chicos de este instituto no les importa porque ellos tampoco fueron al instituto. Estaban demasiado ocupados debatiéndose con la depresión y luchando en las guerras, en la Segunda Guerra Mundial y en la de Corea. Después están todos esos burócratas a los que nunca les gustó la enseñanza de entrada, todos esos malditos directores y directores adjuntos y jefes de estudios que huyeron del aula a todo el correr de sus piernecillas y ahora se pasan la vida hostigando al profesor que ejerce en el aula.
Bob Bogard está junto al reloj de fichar.
—Ah, señor McCourt, ¿le apetecería ir a tomar algo de sopa?
—¿Sopa?
Tiene una sonrisita y comprendo que quiere decir otra cosa.
—Sí, señor McCourt. Sopa.
Bajamos por la calle y entramos en el bar Meurot.
—Sopa, señor McCourt. ¿Le apetece una cerveza?
Nos instalamos en nuestros taburetes de bar y tomamos cerveza tras cerveza. Es viernes, y van apareciendo otros profesores y se habla de los chicos, los chicos, los chicos y la escuela, y yo descubro que en toda escuela hay dos mundos, el mundo del profesor que ejerce en el aula y el mundo del administrador y el supervisor, que esos dos mundos se llevan siempre a matar, que cuando algo marcha mal el profesor hace de chivo expiatorio.
Bob Bogard me dice que no me preocupe por
Tu mundo y tú
ni por el examen de mitad de curso. Que cubra el expediente. Que reparta el examen, que vea a los chicos garrapatear lo que no saben, que recoja los exámenes, que dé aprobados a los chicos, no es culpa suya que la señorita Mudd los descuidara, los padres quedarán satisfechos y me quitaré de encima al jefe de estudios y al director.
Debería marcharme del Meurot y coger el transbordador a Manhattan, donde voy a cenar con Alberta, pero siguen viniendo las cervezas y es difícil rechazar tal generosidad, y cuando me bajo de mi taburete de bar para llamar a Alberta ella me chilla que soy un vulgar borracho irlandés y que es la última vez que me va a esperar porque ha terminado conmigo para siempre y hay muchos hombres a los que les gustaría salir con ella, adiós.
Toda la cerveza del mundo no bastaría para aliviar mi tristeza. Lucho con cinco clases cada día, vivo en un apartamento que Alberta llama tugurio, y ahora corro el peligro de perderla por las horas que he pasado en el Meurot. Digo a Bob que tengo que marcharme, es casi medianoche, hemos pasado nueve horas en los taburetes del bar y yo tengo nubes oscuras que se agitan en mi cabeza.
—La última, y después vamos a comer —dice—. No puedes ir en ese transbordador sin comer.
Dice que es importante comer las cosas que impiden que tengas sensaciones desagradables por la mañana, y lo que pide en la casa de comidas Saint George es pescado con huevos fritos, patatas rehogadas, tostadas y café. Dice que la combinación del pescado con los huevos después de un día y una noche de cerveza es milagrosa.
Estoy otra vez en el transbordador, donde el viejo limpiabotas italiano que busca clientes me dice que mis zapatos tienen peor aspecto que nunca, y es inútil decirle que no me puedo permitir su oferta de una limpieza de zapatos a mitad de precio si compro unos zapatos a su hermano, el de la calle Delancey.
No, no tengo dinero para zapatos. No tengo dinero para limpiarme los zapatos.
—Ah, professore, professore, yo le limpio gratis. Le hará sentirse bien limpiárselos. Vaya a ver a mi hermano para los zapatos.
Se sienta en su caja, se lleva mi pie a su regazo y levanta la vista para mirarme.
—Huelo cerveza, professore. El profesor vuelve a casa tarde, ¿eh? Zapatos terribles, zapatos terribles, pero yo limpio.
Aplica el betún, pasa el cepillo por el zapato, sacude el paño de sacar brillo sobre la punta, me da un golpecito en la rodilla para indicar que ha terminado, vuelve a guardar sus cosas en la caja y se pone de pie. Espera la pregunta y yo no se la hago porque él la sabe: «¿Y el otro zapato?» Se encoge de hombros.
—Usted vaya a ver a mi hermano y yo le limpio el otro zapato.
—Si compro zapatos nuevos a su hermano no necesitaré que me limpie éste.
Vuelve a encogerse de hombros.
—Usted es el professore. ¿Usted listo, eh, con cerebro? Usted enseñe y piense en el zapato limpio y en el zapato no limpio.
Y se aleja contoneándose, tarareando y diciendo «limpia, limpia» a los pasajeros dormidos.
Yo soy un profesor licenciado universitario y este viejo italiano, que habla poco inglés, juega conmigo y me hace desembarcar con un zapato limpio y el otro manchado con rastros de lluvia, de nieve, de barro. Si le agarro y le exijo que me limpie el zapato sucio puede gritar y pedir auxilio a los miembros de la tripulación, y ¿cómo voy a explicar yo su oferta de limpiarme los zapatos gratis, que me limpió un solo zapato y la jugarreta que me hizo después? Ya estoy lo bastante sobrio para darme cuenta de que no puedes obligar a un italiano viejo a que te limpie el zapato sucio, que ya fue una tontería por mi parte dejar que me tocase el pie. Si protestara a los miembros de la tripulación él podría decirles que olía a cerveza y ellos se reirían y se marcharían.
Va contoneándose, subiendo y bajando por los pasillos entre los asientos. Sigue diciendo «limpia» a los demás viajeros, y yo siento un fuerte impulso de cogerlo a él y a su caja y tirarlo por la borda. En vez de ello, cuando desembarco del transbordador le digo:
—Nunca compraré zapatos a su hermano en la calle Delancey.
Él se encoge de hombros.
—No tengo hermano ninguno en Delancey. Limpia, limpia.
Cuando dije al limpiabotas que no tenía dinero, no mentía. No tengo quince centavos para el billete de metro. Todo lo que tenía me lo gasté en cerveza, y cuando fuimos a la casa de comidas Saint George pedí a Bob Bogard que me pagara el pescado y los huevos y le dije que yo le pagaría lo suyo la semana siguiente, y no me hará ningún daño ir andando a casa, subiendo por Broadway, pasando por delante de la iglesia de la Trinidad y de la iglesia de San Pablo, donde está enterrado Thomas, el hermano de Robert Emmet, pasando por delante del ayuntamiento, hasta la calle Houston y hasta mi apartamento de agua fría en la calle Downing.
Son las dos de la madrugada, hay poca gente, algún coche de vez en cuando. La calle Broad, donde yo trabajaba en el Manufacturer's Trust Company, queda a mi derecha, y yo me pregunto qué habrá sido de Andy Peters y de Brigid, antes Bridey. Camino y vuelvo la vista atrás sobre los ocho años y medio que han pasado desde que llegué a Nueva York, los tiempos del hotel Biltmore, del ejército, de la Universidad de Nueva York, los trabajos en los almacenes, en el puerto, en los bancos. Pienso en Emer y en Tom Clifford y me pregunto qué habrá sido de Rappaport y de los hombres que conocí en el ejército. Yo nunca soñé que sería capaz de conseguir un título universitario y de llegar a ser profesor, y ahora me estoy preguntando si soy capaz de sobrevivir a un instituto de formación profesional. Los edificios de oficinas que dejo atrás están a oscuras, pero yo sé que de día hay personas que se sientan en los escritorios, estudian la Bolsa y ganan millones. Visten traje y corbata, llevan maletines, van a comer y hablan de dinero dinero dinero. Viven en Connecticut con sus esposas episcopalianas de largas piernas, quienes probablemente se arrellanaban en el salón del hotel Biltmore cuando yo limpiaba lo que ellas manchaban, y beben martinis antes de cenar. Juegan al golf en el club de campo y tienen aventuras amorosas y a nadie le importa.
Yo podría hacer eso. Podría pasar tiempo con Stanley Garber para librarme de mi acento, aunque él ya me dijo que sería un zopenco si lo perdiera. Me dijo que el acento irlandés es encantador, que te abre puertas, que recuerda a la gente a Barry Fitzgerald. Yo le dije que no quería recordar a la gente a Barry Fitzgerald.
—¿Preferirías tener acento judío y recordar a la gente a Molly Goldberg? —me dijo él. Yo le pregunté quién era Molly Goldberg, y me dijo que si no sabía quién era Molly Goldberg era inútil hablar conmigo.
¿Por qué no puedo tener una vida luminosa y libre de problemas como mis hermanos Malachy y Michael, que están en el bar de la parte alta sirviendo bebidas a mujeres hermosas y bromeando con licenciados de las universidades de la
Ivy League
? Ganaría más dinero que estos cuatro mil quinientos dólares al año que ganan los profesores sustitutos regulares. Recibiría grandes propinas, toda la comida que quisiera y pasaría noches en las camas de las herederas episcopalianas, retozando y deslumbrándolas con fragmentos de poesías y con destellos de ingenio. Me levantaría tarde, almorzaría en un restaurante romántico, pasearía por las calles de Manhattan, no tendría que rellenar impresos, no tendría que corregir ejercicios, sólo leería libros por placer y jamás tendría que preocuparme de los adolescentes hoscos del instituto.
Y ¿qué diría si volviera a encontrarme con Horace? ¿Sería capaz de decirle que fui a la universidad y que fui profesor durante unas semanas y que era tan duro que me hice camarero para poder conocer a una clase de gente mejor en el Upper East Side? Sé que él sacudiría la cabeza y que probablemente daría gracias a Dios de que yo no fuera su hijo.
Pienso en el estibador del café, que había trabajado muchos años para que su hijo pudiera ir a la Universidad Saint John para ser maestro. ¿Qué le diría yo a él?