Lo es (40 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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Gruñen cuando aparezco en ese día.

—Ay, mierda, hombre, perdone la manera de hablar, ¿qué clase de irlandés es usted? Oiga, profesor, ¿es posible que salga esta noche con todos los irlandeses y que no venga mañana?

—Estaré aquí mañana.

Me regalan cosas verdes, una patata pintada con espray, una rosquilla verde, una botella de Heineken, porque es verde, un repollo con agujeros que representan los ojos, la nariz, la boca, y que lleva una gorrilla verde de duende irlandés que han preparado en el taller de arte. El repollo se llama Kevin y tiene una novia, una berenjena que se llama Maureen. Hay una tarjeta de felicitación que mide sesenta por sesenta centímetros en la que me desean Feliz Día de San Paddy, con un collage de cosas verdes de papel, tréboles,
shillelaghs
, botellas de whiskey, un dibujo de un
corned beef
verde, San Patricio que lleva un vaso de cerveza verde en vez de su báculo y que dice: «A fe mía, voto a Dios, hoy es un gran día para los irlandeses», un dibujo que me representa a mí diciendo: «Besadme, soy irlandés.» La tarjeta está firmada por docenas de estudiantes de mis cinco clases y está decorada con caras alegres con forma de trébol.

Las clases están bulliciosas.

—Oiga, señor McCourt, ¿por qué no va de verde?

—Porque no le hace falta, estúpido, es irlandés.

—Señor McCourt, ¿por qué no va usted al desfile?

—Porque acaba de empezar en este trabajo. Jesús, sólo lleva aquí una semana.

El señor Sorola abre la puerta.

—¿Todo bien, señor McCourt?

—Ah, sí.

Se acerca a mi escritorio, mira la tarjeta, sonríe.

—Deben de apreciarle, ¿eh? ¿Y cuánto tiempo lleva aquí? ¿Una semana?

—Casi.

—Bueno, esto es muy bonito, pero procure que vuelvan al trabajo.

Se dirige a la puerta y lo despiden con un «Feliz día de Paddy, señor Sorola», pero él se marcha sin volverse. Cuando alguien del fondo del aula dice: «El señor Sorola es un
guinea
miserable», hay una riña que sólo termina cuando les amenazo con hacerles un examen sobre
Tu mundo y tú
. Entonces alguien dice:

—Sorola no es italiano. Es finlandés.

—¿Finlandés? ¿Qué es finlandés?

—De Finlandia, estúpido, donde están siempre a oscuras.

—No tiene aspecto de finlandés.

—¿Y qué aspecto tienen los finlandeses, so caramierda?

—No lo sé, pero él no tiene aspecto. Podría ser siciliano.

—No es siciliano. Es finlandés, y me juego un dólar. ¿Alguien quiere apostar?

Nadie quiere aceptar la apuesta, y yo les digo:

—Muy bien, abrid los cuadernos.

Se indignan.

—¿Que abramos los cuadernos? Es el día de Paddy y nos dice que abramos los cuadernos, después de que le hemos dado la tarjeta y todo lo demás.

—Ya lo sé. Gracias por la tarjeta, pero éste es un día lectivo normal, va a haber exámenes y tenemos que cubrir
Tu mundo y tú
.

Un suspiro recorre el aula y el día ha perdido su color verde.

—Ay, señor McCourt, si usted supiera cuánto odiamos ese libro.

—Ay, señor McCourt, ¿no nos puede hablar de Irlanda o algo así?

—Señor McCourt, háblenos de su novia. Debe de tener una novia guapa. Usted es la mar de cuco. Mi madre está divorciada. Le gustaría conocerle.

—Señor McCourt, yo tengo una hermana de su edad. Tiene un trabajo importante en un banco. Le gusta toda esa música antigua, Bing Crosby y tal.

—Señor McCourt, he visto en la televisión esa película irlandesa,
El hombre tranquilo
, y John Wayne pegaba a su mujer, cómo se llamaba, y ¿es eso lo que hacen en Irlanda, pegar a sus mujeres?

Son capaces de cualquier cosa con tal de librarse de
Tu mundo y tú
.

—Señor McCourt, ¿criaban cerdos en la cocina?

—No teníamos cocina.

—Ya, pero, si no tenían cocina, ¿como cocinaban?

—Teníamos una lumbre donde hervíamos el agua para el té, y comíamos pan.

No se creían que no tuviésemos electricidad, y me preguntaron cómo refrigerábamos la comida. El que me preguntó lo de los cerdos en la cocina dijo que todo el mundo tiene nevera, hasta que otro chico le dijo que se equivocaba, que su madre se había criado en Sicilia y que no tenía nevera, y que si el chico de los cerdos en la cocina no le creía se verían después de clase en un callejón oscuro y sólo saldría uno de los dos. Algunas chicas de la clase les dijeron que se tranquilizaran, y una dijo que le daba tanta pena que yo me hubiera criado así que si ella pudiera volver atrás en el tiempo me llevaría a su casa y me dejaría darme un buen baño todo el tiempo que quisiera, y después me dejaría comerme todo lo que hubiera en la nevera, todo. Las chicas asintieron con la cabeza y los chicos guardaron silencio, y yo me alegré de que sonara el timbre para poder huir al servicio de profesores con mis extrañas emociones.

Estoy aprendiendo el arte de la táctica dilatoria de los estudiantes de instituto, cómo aprovechan cualquier ocasión para evitar el trabajo del día. Adulan y engatusan y se llevan las manos al corazón afirmando que se mueren de ganas de que les cuente todo lo de Irlanda y de los irlandeses, que me lo habrían pedido hace varios días pero que lo habían dejado para el día de San Patricio, sabiendo que yo querría celebrar mi patrimonio cultural y mi religión y todo lo demás, y que si quería hablarles de la música irlandesa, y que si es verdad que Irlanda está siempre verde y que las chicas tienen esas naricitas respingonas tan cucas y que los hombres beben beben beben, ¿es verdad, señor McCourt?

Se oyen amenazas y promesas a media voz por el aula.

—Hoy no me quedo en el instituto. Me voy al desfile en la ciudad. Todas las escuelas
cátlicas
tienen hoy el día libre. Yo soy
cátlico.
¿Por qué no voy a tener yo el día libre? Que se joda esto. Después de esta hora vais a verme el culo en el transbordador. ¿Te vienes, Joey?

—No. Mi madre me mataría. Yo no soy irlandés.

—¿Y qué? Yo tampoco no soy irlandés.

—Los irlandeses sólo quieren irlandeses en ese desfile.

—Gilipolleces. Tienen negros en el desfile, y si tienen negros, ¿por qué me voy a quedar yo aquí, si soy cátlico italiano?

—No les gustará.

—No me importa. Los irlandeses ni siquiera estarían aquí si no fuera porque Colón descubrió este país, y era italiano.

—Mi tío dice que era judío.

—Ay, bésame el culo, Joey.

Hay un murmullo de emoción en el aula y algunos piden: «Una pelea, una pelea, dale, Joey, dale», porque una pelea es otra manera de pasar el tiempo y de impedir que el profesor imparta la lección.

Ha llegado el momento de que intervenga el profesor.

—Muy bien, muy bien, abrid los cuadernos.

Y se oyen exclamaciones de dolor:

—Los cuadernos, los cuadernos, señor McCourt, ¿por qué nos hace esto? No queremos el
Tu mundo y tú
el día de Paddy. La madre de mi madre era irlandesa, y deberíamos tener respeto. ¿Por qué no nos habla de la escuela en Irlanda? ¿Por qué no?

—Está bien.

Soy un profesor nuevo y he perdido mi primera batalla y todo es por culpa de San Patricio. Hablo a esta clase, y a todas mis clases durante el resto del día, de la escuela en Irlanda, de los maestros con sus varas, sus correas, sus palmetas, de cómo teníamos que aprenderlo todo de memoria y recitarlo, de que los maestros nos habrían matado si hubiésemos intentado alguna vez pelearnos en sus aulas, de que no se nos permitía hacer preguntas ni tener debates, de que salíamos de la escuela a los catorce años y nos hacíamos recaderos o parados.

Les hablo de Irlanda porque no me queda otra posibilidad. Mis alumnos han tomado el mando ese día y yo no puedo hacer nada al respecto. Podría amenazarles con
Tu mundo y tú
y con
Silas Marner
y convencerme a mí mismo de que yo tenía el control, de que estaba enseñando, pero sé que habría una tromba de solicitudes de pases para ir al servicio, a la enfermera, al asesor de orientación, y «¿Me puede dar el pase para llamar a mí tía, que se está muriendo de cáncer en Manhattan?» Si hoy me empeñara en ceñirme al plan de estudios, me encontraría hablando solo, y mi instinto me dice que un grupo de estudiantes con experiencia en un aula americana son capaces de imponerse a un profesor sin experiencia.

—¿Y el instituto de secundaria, señor McCourt?

—No asistí.

—Sí, se nota —dice Sebastian. Y yo me prometo a mí mismo: «Ya te pillaré más tarde, pequeño desgraciado.»

—Cállate, Sebastian —le dicen.

—Señor McCourt, ¿no había institutos de secundaria en Irlanda?

—Había institutos a docenas, pero a los chicos de mi escuela no nos animaban a asistir a ellos.

—Vaya, me encantaría vivir en un país donde no hubiera que ir al instituto.

En la cafetería de profesores existen dos corrientes de pensamiento. Los veteranos me dicen:

—Eres joven, eres nuevo, pero no consientas que esos malditos chicos se te desmanden. Que se enteren de quién manda en el aula y, recuerda, el que manda eres tú. Lo que importa en la enseñanza es el control. Sin control no puedes enseñar. Tú tienes el poder de aprobar y de suspender, y ellos saben perfectamente que si suspenden no hay sitio para ellos en esta sociedad. Se encontrarán barriendo las calles y fregando los platos, y será culpa suya, los pequeños desgraciados. No aguantes mierda, eso es todo. Tú eres el jefe, el hombre del rotulador rojo.

La mayoría de los veteranos superaron la Segunda Guerra Mundial. No quieren hablar de ella, si no es para aludir de pasada a los malos momentos en Montecassino, en la batalla de las Ardenas, en los campos japoneses para prisioneros de guerra, en cuando entraron sobre un tanque en un pueblo alemán y se pusieron a buscar a la familia de su madre. Ves todo esto y no estás dispuesto a aguantar mierda de esos chicos. Has combatido para que ellos pudieran sentar el culo en la escuela todos los días y para que les dieran la comida escolar de la que tanto se quejan constantemente, y eso es más de lo que tuvieron nunca tu padre y tu madre.

Los profesores más jóvenes no están tan seguros. Han estudiado las asignaturas de Psicología Pedagógica y de Filosofía de la Educación, han leído a John Dewey, y me dicen que esos niños son seres humanos y que tenemos que cubrir sus necesidades sentidas.

Yo no sé qué es una necesidad sentida y no lo pregunto por miedo a desvelar mi ignorancia. Los profesores más jóvenes sacuden la cabeza al oír a los más viejos. Me dicen que la guerra ha terminado, que esos niños no son el enemigo. Son nuestros hijos, por Dios.

Un profesor más viejo dice:

—Necesidades sentidas, y una leche. Salta de un avión sobre un campo lleno de boches y entonces sabrás lo que es una necesidad sentida. Y John Dewey también puede besarme el culo. Como todos los demás catedráticos condenados que cuentan gilipolleces de lo que es enseñar en los institutos de secundaria, pero que no reconocerían a un chico de instituto aunque se les pusiera delante y les mease en la pierna.

—Eso es —dice Stanley Garber—. Todos los días nos ponemos la armadura y entramos en combate.

Todos se ríen porque Stanley tiene el trabajo más fácil de todo el instituto, es profesor de logopedia, sin papeleos, sin libros, y ¿qué demonios sabrá él lo que es entrar en combate? Él se sienta detrás de su escritorio y pregunta a los alumnos de sus clases poco numerosas de qué les gustaría hablar ese día, y lo único que tiene que hacer es corregir su pronunciación. Me dice que cuando llegan al instituto en realidad es demasiado tarde para hacer algo por ellos. Esto no es
My Fair Lady
y él no es el profesor Henry Higgins. Los días que no está de humor o que ellos no quieren hablar los manda a la porra y se viene a la cafetería a discutir la situación terrible de la educación en América.

El señor Sorola dirige una sonrisa a Stanley a través del humo de su cigarrillo.

—Así pues, señor Garber, ¿qué se siente al estar jubilado? —le dice.

—Usted lo sabrá, señor Sorola —dice Stanley, devolviéndole la sonrisa—. Usted lleva jubilado varios años.

A todos nos gustaría reírnos, pero con los directores nunca se sabe.

Cuando digo a mis alumnos que traigan a clase sus libros, ellos aseguran:

—La señorita Mudd no nos dio nunca libros.

Los de las clases de Ciudadanía Económica dicen:

—No sabemos nada de
Tu mundo y tú
.

Y los de las clases de Lengua Inglesa dicen que no han visto nunca
Gigantes en la tierra
ni
Silas Marner
. El jefe de estudios dice:

—Claro que se les dieron los libros, y cuando se les dieron ellos tuvieron que firmar recibos de libros. Mire en el escritorio de la señorita Mudd, perdón, en el escritorio de usted, y los encontrará.

En el escritorio no hay ningún recibo de libros. Hay folletos de viajes, libros de crucigramas, un surtido de impresos, directrices, cartas que escribió la señorita Mudd y no envió, algunas cartas que le escribieron antiguos alumnos suyos, una biografía de Bach en alemán, una biografía de Balzac en francés, y cuando yo pregunto: «¿No entregó libros la señorita Mudd, y no firmasteis vosotros recibos de libros?», el aula se llena de caras de inocencia. Se miran los unos a los otros y sacuden las cabezas. «¿Te dieron a ti un libro?» «Yo no recuerdo que me dieran un libro.» «La señorita Mudd no hacía nunca nada.»

Sé que están mintiendo, porque en cada clase hay dos o tres que tienen libros y sé que recibieron los libros de la manera normal. El profesor los reparte. El profesor recoge los recibos de libros. Yo no quiero poner en un apuro a los alumnos que tienen los libros preguntándoles cómo los consiguieron. No puedo hacer que dejen por mentirosos a sus compañeros.

El jefe de estudios me detiene en el pasillo.

—Bueno, ¿qué pasa con esos libros? —me pregunta, y cuando le digo que no puedo poner en un apuro a los alumnos que tienen los libros, él me dice «Gilipolleces», e irrumpe en mi clase en la hora siguiente.

—Muy bien, que levanten la mano los que tengan libros.

Hay una mano levantada.

—Muy bien, ¿de dónde has sacado ese libro?

—Esto, me lo dio, esto, la señorita Mudd.

—¿Y firmaste un recibo?

—Esto, sí.

—¿Cómo te llamas?

—Julio.

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