Cuando terminan las clases, ella vuelve a Rhode Island para que su dentista le examine el flemón que le provocó el puño de su padre. Yo sigo cursos de verano en la Universidad de Nueva York, leo, estudio, preparo trabajos de curso. Trabajo en el banco, en el turno de medianoche a ocho, y manejo la carretilla elevadora en el Almacén Baker y Williams dos días por semana, soñando con Mike Small, que estará cómoda y a gusto con su abuela en Rhode Island.
Me llama para decirme que su abuela ya no está tan enfadada conmigo por lo que le dije de lo bien que vivía. Dice que la abuela hasta le ha dicho una cosa agradable de mí.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que tienes un bonito pelo negro rizado, y que siente tanto lo que ha pasado con mi padre que a ella no le importa que vengas a pasar aquí un día o dos.
Después de lo que me pasó en el banco puedo irme a pasar una semana entera en Rhode Island. Un hombre se sentó a mi lado en un café de la calle Broad, cerca de donde yo trabajaba, me dijo que me había oído hablar la noche anterior y que se imaginaba que yo era irlandés, ¿verdad?
—Lo soy.
—Sí, bueno, yo también soy irlandés, tan irlandés como el cerdo de Paddy, padre de Carlow, madre de Sligo. Espero que no le importe, pero alguien me dio su nombre y he descubierto que está afiliado a los Teamsters y a la ILA.
—-Mi carnet de la ILA ha caducado.
—No importa. Yo soy organizador, y estamos intentando abrirnos paso en los jodidos bancos, y perdone la manera de hablar. ¿Está dispuesto a colaborar en eso?
—Ah, claro.
—Lo que quiero decir es que usted es el único que hemos encontrado en su turno que tuviera los más mínimos antecedentes sindicales, y lo que nos gustaría que hiciera no es más que dejar caer algunas alusioncitas. Usted sabe, y ellos saben, que los bancos pagan unos sueldos de mierda. Así pues, una alusioncita por aquí y otra por allá, no demasiadas ni demasiado pronto, y ya lo veré dentro de unas semanas. Espere, yo pagaré la cuenta.
La noche siguiente es la noche del jueves, noche de cobro, y cuando nos dan los talones el supervisor dice:
—Tiene libre el resto de la noche, McCourt.
Se asegura de que le estén escuchando todos los que trabajan en el turno.
—Tiene libre esta noche, McCourt, y todas las demás noches, y puede decírselo a sus amigos los sindicalistas. Esto es un banco y no nos hace falta ningún maldito sindicato.
Las mecanógrafas, los empleados, no dicen nada. Asienten con la cabeza. Andy Peters habría dicho algo, pero él sigue en el turno de cuatro a doce.
Recojo mi talón y, mientras espero el ascensor, sale de su oficina un ejecutivo.
—McCourt, ¿verdad?
Yo asiento con la cabeza.
—De modo que está terminando la carrera, ¿verdad?
—Así es.
—¿Se le ha ocurrido trabajar con nosotros? Podría subir a bordo, y al cabo de tres años ya le daríamos un buen sueldo, de más de diez mil dólares al año. Lo que quiero decir es que es uno de los nuestros, ¿verdad? ¿Irlandés?
—Lo soy.
—Yo también. Padre de Wicklow, madre de Dublin, y cuando uno trabaja en un banco como éste se le abren las puertas, ya sabe, la Antigua Orden de los Hibernianos, los Caballeros de Colón, todas esas cosas. Nos ocupamos de nuestra gente. Si no nos ocupamos nosotros, ¿quién se va a ocupar?
—Acaban de despedirme.
—¿De despedirle? ¿De qué demonios me habla? ¿Por qué lo han despedido?
—Por dejar que un organizador sindical me hablase en un café.
—¿Hizo eso? ¿Dejó que un organizador sindical le hablase?
—Lo hice.
—Eso fue una maldita estupidez. Mire, amiguito, ya hemos salido de las minas de carbón, ya hemos salido de las cocinas y de las zanjas. No nos hacen falta los sindicatos. ¿Es que los irlandeses no van a tener nunca sentido común? Le estoy haciendo una pregunta. Le estoy hablando.
Yo no digo nada, ni allí ni mientras bajo en el ascensor. No digo nada porque me han despedido de ese banco y, en todo caso, no hay nada que decir. No quiero hablar de si los irlandeses vamos a tener sentido común, y yo no sé por qué todo el mundo que me conoce tiene que decirme de qué parte de Irlanda eran su padre y su madre.
El hombre quiere discutir conmigo pero yo no quiero darle ese gusto. Es mejor que me marche y lo deje hasta donde ha crecido, como decía mi madre. Cuando me alejo me grita que soy un gilipollas, que acabaré cavando zanjas, repartiendo barriles de cerveza, sirviendo whiskey a los
micks
borrachines en un bar de la cadena Piedra de Blarney.
—Jesús, ¿es que tiene algo de malo cuidar de la gente de uno? —dice, y lo raro es que tiene en la voz un tono de tristeza, como si yo fuera un hijo suyo que lo hubiera desilusionado.
Mike Small me está esperando en la estación de ferrocarril de Providence, en Rhode Island, y me acompaña a Tiverton en autobús. Por el camino nos pasamos por una bodega a comprar una botella de ron Pilgrim, el favorito de la abuelita. Zoe, la abuela, dice: «Hola», pero no me ofrece ni la mano ni la mejilla. Es hora de cenar y hay
corned beef
y repollo y patatas hervidas, porque eso es lo que nos gusta comer a los irlandeses, según Zoe. Dice que debo de estar cansado del viaje y que seguramente me apetecerá beber algo. Mike me echa una mirada y me sonríe y los dos sabemos que es Zoe la que quiere beber algo, ron con Coca Cola.
—¿Y tú, abuelita? ¿Quieres beber algo?
—Bueno, no sé, pero... está bien. ¿Vas a preparar tú las bebidas, Alberta?
—Sí.
—Bueno, pues no te pases con la Coca Cola. Me destroza el estómago.
Nos sentamos en un cuarto de estar que está oscurecido con capas sucesivas de persianas, visillos, cortinas. No hay libros, revistas, periódicos, y los únicos cuadros son fotos del capitán con su uniforme de teniente del ejército y una de Mike, un angelito rubio de niña.
Vamos sorbiendo nuestras bebidas y se produce un silencio porque Mike ha recibido una llamada telefónica y está en el pasillo, y Zoe y yo no tenemos nada que decirnos. Me gustaría poder decir: «Qué casa tan bonita», pero no puedo, porque no me gusta la oscuridad que hay en esta habitación cuando afuera brilla el sol. Por fin, Zoe dice en voz alta:
—Alberta, ¿te vas a pasar toda la noche hablando por el maldito teléfono? Tienes un invitado. Está hablando con Charlie Moran —me dice a mí—. Fueron grandes amigos en la escuela, pero hay que ver cómo le gusta hablar, maldita sea.
Conque Charlie Moran, ¿eh? Mike me deja solo con la abuelita en esta habitación tenebrosa mientras ella se dedica a charlar con su antiguo novio. Lo ha estado pasando en grande con Charlie todas estas semanas en Rhode Island mientras yo me mataba a trabajar en los bancos y en los almacenes.
—Prepárate otra copa, Frank —dice Zoe. Eso quiere decir que a ella le apetece otra también, y cuando me dice que no me pase con la Coca Cola, que le destroza el estómago, le doblo la dosis de ron con la esperanza de que la deje sin sentido para podérmelo hacer a gusto con su nieta.
Pero no, la bebida la anima más, y después de dar unos tragos dice:
—Vamos a comer, maldita sea. A los irlandeses os gusta comer.
Y mientras comemos, dice:
—¿Te gusta esto, Frank?
—Me gusta.
—Pues entonces, cómetelo. Ya sabes lo que digo siempre. Una comida no es una comida si no hay una patata, y eso que ni siquiera soy irlandesa. No, maldita sea, ni gota de irlandesa, aunque tengo algo de escocesa. Mi madre se llamaba MacDonald de apellido. Es escocés, ¿verdad?
—Lo es.
—¿No es irlandés?
—No.
Después de cenar vemos la televisión y ella se queda dormida en su sillón, después de decirme que ese Louis Armstrong, que sale en la pantalla, es más feo que un pecado y lo que canta no vale un pito. Mike la sacude y le dice que se vaya a la cama.
—Tú no me mandas a la cama, maldita sea. Tú serás universitaria, pero yo sigo siendo tu abuela, ¿verdad, Bob?
—Yo no soy Bob.
—¿No? ¿Quién eres, entonces?
—Soy Frank.
—Ah, el irlandés. Bueno, pues Bob es un buen chico. Va a ser oficial. ¿Qué vas a ser tú?
—Profesor.
—¿Profesor? Ah, bueno, tú no irás en Cadillac —dice, y sube trabajosamente las escaleras para irse a acostar.
Sin duda, ahora que Zoe está roncando en su cuarto, Mike vendrá a visitarme a mi cama, pero no, está demasiado nerviosa. ¿Y si Zoe se despierta de pronto y nos descubre? Yo acabaría en la carretera, haciendo señas al autobús de Providence. Es un suplicio cuando Mike viene a darme un beso de buenas noches y yo me doy cuenta, aun a oscuras, de que lleva puesto su pijama rosado de muñequita. No se quiere quedar, ay, no, podría oírnos la abuelita, y yo le digo que por mí como si Dios mismo estuviera en el cuarto de al lado. No, no, dice, y se marcha, y yo me pregunto qué mundo es éste en que la gente desprecia la oportunidad de darse un revolcón loco en la cama.
Cuando amanece, Zoe pasa la aspiradora por el piso de arriba y por el de abajo y se queja:
—Esta maldita casa parece el callejón de Hogan.
La casa está impoluta, porque ella no tiene nada que hacer más que limpiarla, y si suelta eso del callejón de Hogan es para ponerme en mi lugar, porque sabe que yo sé que era un barrio bajo irlandés peligroso de Nueva York. Se queja de que la aspiradora no aspira como antes, aunque se ve claramente que no tiene nada que aspirar. Se queja de que Alberta se quede tan tarde en la cama, y se pregunta si es que tiene que hacer tres desayunos separados, el suyo, el mío, el de Alberta.
Pasa a hacerle una visita su vecina, Abbie, y las dos toman café y se quejan de los jóvenes, de la suciedad, de la televisión, de ese maldito feo de Louis Armstrong que no sabe cantar, de lo cara que está la comida y la ropa, de los jóvenes, de los malditos portugueses que se están apoderando de todo en Fall River y en los pueblos de los alrededores, ya era bastante malo cuando los irlandeses lo controlaban todo, al menos éstos sabían hablar el inglés cuando estaban serenos. Se quejan de las peluqueras que cobran un dineral y que no distinguen un peinado decente del culo de un burro.
—Ay, Zoe, qué manera de hablar —dice Abbie.
—Bueno, pues lo digo en serio, maldita sea.
Si mi madre estuviera delante se quedaría desconcertada. Se preguntaría de qué se quejaban aquellas mujeres. «Dios del cielo» diría, «lo tienen todo». Están al calor, limpias y bien alimentadas, y se quejan de todo. Mi madre, y las madres de los barrios pobres de Limerick, no tenían nada y rara vez se quejaban. Decían que era voluntad de Dios.
Zoe lo tiene todo, pero se queja con la música de la aspiradora, y puede que ésa sea su manera de rezar, maldita sea.
En Tiverton, Mike se llama Alberta. Zoe se queja de que no sabe por qué quiere una muchacha usar un nombre maldito como el de Mike cuando tiene su propio nombre, Agnes Alberta.
Nos paseamos por Tiverton y yo vuelvo a imaginarme lo que sería ser profesor allí, casado con Alberta. Tendríamos una cocina reluciente donde yo me tomaría mi café y un huevo y leería el
Providence Journal
todas las mañanas. Tendríamos un baño grande con mucha agua caliente y toallas gruesas, y yo podría repantigarme en la bañera y contemplar el río Narragansett a través de los visillos que se agitarían suavemente al sol de la mañana. Tendríamos coche para hacer excursiones a la playa de Horseneck y a la isla de Block, y visitaríamos a los parientes de la madre de Alberta que viven en Nantucket. Con el paso de los años yo iría perdiendo pelo y ganando barriga. Los viernes por la noche iríamos a los partidos de baloncesto del instituto local y conoceríamos a alguien que podría recomendarme para que ingresase en el club de campo. Si me admitían, tendría que practicar el golf, y sin duda ese sería mi fin, el primer paso hacia la tumba.
Una visita a Tiverton es suficiente para animarme a volver a Nueva York.
En el verano de 1957 termino las asignaturas de la licenciatura en la Universidad de Nueva York, y en el otoño apruebo los exámenes de la Junta de Educación para poder impartir clases de Lengua Inglesa en enseñanza secundaria.
Un periódico de la tarde, el
World-Telegram and Sun
, publica una Página Escolar donde aparecen ofertas de empleo para profesores. La mayoría de las ofertas son para institutos de formación profesional, y mis amigos ya me lo han advertido: No te acerques a los institutos de formación profesional. Los chicos son unos asesinos. Te masticarán y escupirán tus restos. Mira esa película,
Semilla de maldad
, en la que un profesor dice que las escuelas de formación profesional son los cubos de la basura del sistema educativo, y que los profesores están allí para sentarse encima de las tapas. Cuando veas esa película echarás a correr en sentido contrario.
Hay un puesto de profesor de Lengua Inglesa en el Instituto de Formación Profesional Samuel Gompers, en el Bronx, pero el jefe de estudios me dice que parezco demasiado joven y que los chicos me las harían pasar mal. Me dice que su padre era de Donegal, su madre de Kilkenny, y que le gustaría ayudarme. Dice que debemos cuidar de nuestra gente pero que él tiene las manos atadas, y el modo en que se encoge de hombros y extiende las manos abiertas se contradice por completo con lo que acaba de decir. No obstante, se levanta trabajosamente de su sillón y me acompaña hasta la puerta principal pasándome el brazo por el hombro, me dice que debería probar de nuevo en el Samuel Gompers, que quizás dentro de un año o dos haya ganado peso y haya perdido esa pinta de inocente, y que él se acordaría de mí, pero que no me molestase en volver si me dejaba barba. No soporta las barbas y no quiere malditos
beatniks
en su departamento. Mientras tanto —dice—, puedo probar en los institutos católicos, donde no pagaban tanto pero estaría con mi gente, y un buen chico irlandés debe tratarse con su gente.
El jefe de estudios del Instituto de Formación Profesional Grady, en Brooklyn, dice que sí, que le gustaría ayudarme, pero, sabe usted, con ese deje irlandés tendría problemas con los chicos, podrían creerse que habla raro y enseñar ya es bastante difícil cuando se habla como es debido, cuanto más con un deje irlandés. Me pregunta cómo aprobé la parte de habla de los exámenes para la licencia de profesor, y cuando le digo que me dieron una licencia provisional sujeta a la condición de que asistiera a clases de logopedia él me dice: