Un ordenanza alemán me dice que se llama Hans y me lleva a una sala de seis camas donde me entregan un pijama de hospital y dos frías bolsas repletas de hielo. Cuando me dice «Esto es parra tu cuello y esto es parra tus huevoss», cuatro de los hombres que están en las camas entonan «Esto es parra tu cuello y esto es parra tus huevoss». Él sonríe y me pone una bolsa de hielo en el cuello y la otra en la ingle. Los hombres le arrojan bolsas de hielo para que las rellene y le dicen:
—Hans, con lo bien que se te da coger cosas en el aire podrías jugar al béisbol.
Un hombre que está en una cama del rincón lloriquea y no tira su bolsa de hielo. Hans se acerca a su cama.
—¿Quierres hielo, Dimino?
—No, no quiero hielo. ¿De qué serviría?
—Ay, Dimino
—Ay, Dimino, una leche. Malditos boches. Mira lo que me habéis hecho. Me habéis pegado las malditas paperas. Ya no tendré hijos.
—Ay, tendrrás hijos, Dimino.
—¿Qué sabrás tú? Mi mujer se pensará que soy un marica.
—Ay, Dimino, tú no eres un marica —dice Hans, y dirigiéndose a los demás hombres les pregunta—: ¿Es Dimino un marica?
—Sí, sí, es un marica, eres un marica, Dimino.
Y éste se vuelve hacia la pared sollozando.
—No lo dicen de verdad, Dimino —dice Hans tocándole en el hombro.
Y los hombres entonan:
—Lo decimos de verdad, lo decimos de verdad. Eres un marica, Dimino. Nosotros tenemos los huevos hinchados y tú tienes los huevos hinchados, pero tú eres un marica llorica.
Y siguen entonando hasta que Hans vuelve a dar palmaditas en el hombro de Dimino, le entrega bolsas de hielo y le dice:
—Toma, Dimino, ten frríos los huevoss y tendrrás muchos hijos.
—¿Los tendré, Hans? ¿Los tendré?
—Ay, los tendrás, Dimino.
—Gracias, Hans. Eres un buen boche.
—Gracias, Dimino.
—Hans, ¿eres marica?
—Sí, Dimino.
—¿Por eso te gusta ponernos bolsas de hielo en los huevos?
—No, Dimino. Es mi trrabajo.
—No me importa que seas marica, Hans.
—Gracias, Dimino.
—De nada, Hans.
Otro ordenanza entra en la sala con un carrito de libros y yo me doy un banquete de lectura. Ahora puedo terminar el libro que empecé a leer en el barco, viniendo de Irlanda,
Crimen y castigo,
de Dostoievski. Preferiría leer a Scott Fitzgerald o a Wodehouse, pero Dostoievski se cierne sobre mí con su relato sobre Raskolnikov y la vieja. Me hace sentirme culpable de nuevo por el modo en que robé dinero a la señora Finucane en Limerick cuando ella se quedó muerta en el sillón, y yo me pregunto si debería pedir que viniera un capellán castrense y confesarle mi crimen terrible.
No. Podría ser capaz de confesarlo en la oscuridad de un confesonario corriente de iglesia, pero jamás podría hacerlo aquí a la luz del día, hinchado de paperas, con un biombo alrededor de la cama y con el cura mirándome. Jamás podría contarle que la señora Finucane pensaba dejar su dinero a los curas para que dijeran misas por su alma y que yo le robé parte de ese dinero. Jamás podría contarle los pecados que cometí con la muchacha del campamento de refugiados. Cuando pienso en ella todavía me excito tanto que tengo que tocarme bajo las sábanas y me encuentro con un pecado encima de otro. Si ahora me confesase con un cura me excomulgaría directamente, de modo que mi única esperanza es que me atropelle un camión o que me caiga algo encima desde gran altura, con lo cual me quedaría un instante para rezar un acto de contrición perfecto antes de morirme y no hará falta ningún cura.
A veces pienso que yo sería el mejor católico del mundo con sólo que suprimieran a los curas y me dejaran hablar con Dios allí, en la cama.
Cuando salgo del hospital me pasan dos cosas buenas. Me ascienden a cabo gracias a mi mecanografía poderosa cuando presento partes de suministros, y la recompensa es un permiso de dos semanas en Irlanda si lo quiero. Mi madre me había escrito varias semanas antes contándome la suerte que había tenido de recibir una de las casas municipales nuevas allí arriba, en Janesboro, y lo maravilloso que es contar con algunas libras para los muebles nuevos. Tendrá baño con bañera, lavabo, retrete y agua corriente fría y caliente. Tendrá cocina con gas y pila y un cuarto de estar con chimenea donde podrá sentarse y calentarse las espinillas y leer el periódico o una buena novela de amor. Tendrá jardín en la parte delantera para cultivar florecillas y plantas y huerto en la parte trasera para cultivar verduras de todas clases, y entre tanto lujo no se va a reconocer a sí misma.
Durante todo el viaje en tren a Frankfurt sueño con la casa nueva y con la comodidad que dará a mi madre y a mis hermanos Michael y Alphie. Cabría pensar que después de haber pasado tanto tiempo de miseria en Limerick no me quedarían ganas de volver nunca a Irlanda, pero cuando el avión se acerca a la costa y las sombras de las nubes se desplazan por los campos y todo está verde y misterioso no puedo evitar llorar. La gente me mira y me alegro de que no me pregunten por qué lloro. No sería capaz de decírselo. No sería capaz de describirles la sensación que me vino al corazón por Irlanda, porque no hay palabras para describirla y porque yo no me había figurado nunca que me sentiría así. Se me hace raro pensar que no hay palabras para describir lo que siento, a no ser que estén en Shakespeare o en Samuel Johnson o en Dostoievski y que yo no me haya fijado en ellas.
Mi madre me está esperando en la estación de ferrocarril, sonriendo con su dentadura blanca nueva, ataviada con un vestido nuevo y alegre y con zapatos negros y relucientes. Mi hermano Alphie está con ella. Está para cumplir los doce años y lleva puesto un traje gris que debió de ser su traje de confirmación el año pasado. Se nota que está orgulloso de mí, sobre todo de mis galones de cabo, tan orgulloso que quiere llevar mi petate. Lo intenta, pero pesa demasiado y yo no puedo permitirle que lo arrastre por el suelo, a causa del reloj de cuco y de la porcelana de Dresden que he traído para mi madre.
Yo mismo me siento orgulloso al saber que la gente me mira con mi uniforme del ejército americano. No se ve todos los días apearse del tren en la estación de Limerick a un cabo americano, y yo no veo la hora de pasearme por las calles sabiendo que las chicas susurrarán: «¿Quién es ése? ¿Verdad que es guapísimo?» Seguramente creerán que he luchado cuerpo a cuerpo con los chinos en Corea, que he vuelto para reponerme de una grave herida que no enseño porque soy muy valiente.
Cuando salimos de la estación y andamos por la calle me doy cuenta de que no vamos por el buen camino. Deberíamos ir hacia Janesboro, camino de la casa nueva, en vez de lo cual estamos caminando a lo largo del Parque del Pueblo, como cuando llegamos de América por primera vez, y yo pregunto por qué vamos a la casa de la abuela en la calle Little Barrington. Mi madre dice que, bueno, todavía no han dado de alta la electricidad y el gas en la casa nueva.
—¿Por qué no?
—Bueno, no me he molestado.
—¿Por qué no te has molestado?
— Wisha,
no lo sé.
Esto me llena de rabia. Cabría imaginarse que se alegraría de salir de aquel tugurio de la calle Little Barrington y de estar allí arriba en su casa nueva, plantando flores y preparando té en su cocina nueva que da al jardín. Cabría imaginarse que anhelaría disfrutar de las camas nuevas con sábanas limpias, sin pulgas y con cuarto de baño. Pero no. Tiene que aferrarse al tugurio y yo no sé por qué. Dice que es duro mudarse y dejar a su hermano, a mi tío Pat, que no está bien de la cabeza y que apenas puede andar. Sigue vendiendo periódicos por todo Limerick pero, bendito de Dios, está algo desvalido y ¿acaso no nos dejó vivir en aquella casa cuando estábamos apurados? Yo le digo que no me importa, que no voy a volver a aquella casa del callejón. Me quedaré aquí, en el Hotel National, hasta que ella dé de alta la electricidad y el agua en Janesboro. Me echo el petate al hombro y cuando me marcho, ella me llama lloriqueando.
—Ay, Frank, Frank, una noche, una última noche en casa de mi madre, seguro que no te vas a morir por eso, por una noche.
Me detengo, me vuelvo y le digo con voz cortante:
—No quiero pasar ni una noche en casa de tu madre. ¿Para qué demonios te envío la asignación si quieres vivir como los cerdos?
Ella llora y me tiende los brazos y Alphie tiene los ojos muy abiertos, pero a mí no me importa. Tomo una habitación en el hotel National y tiro mi petate sobre la cama y me pregunto qué clase de madre estúpida es la mía, capaz de quedarse en un tugurio un minuto más de lo indispensable. Me quedo sentado en la cama con mi uniforme del ejército americano y mis nuevos galones de cabo y me pregunto si debería quedarme allí, rabioso, o pasearme por las calles para que me admire todo el mundo. Miro por la ventana el reloj de Tait, la iglesia de los dominicos, el cine Lyric más allá, ante el cual hay niños pequeños que esperan entrar al gallinero, donde iba yo por dos peniques. Los niños van andrajosos y son pendencieros, y si me paso el tiempo suficiente en esta ventana puedo imaginarme que contemplo mis propios tiempos de Limerick. Sólo hace diez años que yo tenía doce y me enamoraba de Hedy Lamarr, que salía en la pantalla con Charles Boyer, los dos en Argel y Charles cantando
Ven conmigo a la Casba.
Yo me pasé varias semanas repitiendo aquello hasta que mi madre me suplicó que lo dejara. A ella le gustaba Charles Boyer y prefería oírselo a él. También le gustaba James Mason. A todas las mujeres del callejón les gustaba James Mason, con lo atractivo y lo arriesgado que era. Todas estaban de acuerdo en que lo que les gustaba era lo arriesgado que era. No cabía duda de que un hombre que no es arriesgado no es hombre ni es nada. Melda Lyons decía a todas las mujeres que estaban en la tienda de Kathleen O'Connell que estaba loca por James Mason, y todas se reían cuando decía:
—Jesús, si me lo encontrara lo dejaría desnudo como un huevo en un momento.
Eso hacía reír a mi madre más fuerte que a ninguna de las demás mujeres de la tienda de Kathleen O'Connell, y yo me pregunto si está allí ahora mismo contando a Melda y a las mujeres que su hijo Frank ha llegado en tren y no ha querido venir a casa a dormir una sola noche, y me pregunto si las mujeres irán a sus casas y contarán que Frankie McCourt ha vuelto con su uniforme americano y que ahora es demasiado engreído y altanero para su pobre madre que está allí abajo en el callejón, aunque debimos suponerlo porque siempre tuvo un aire raro, como su padre.
No me voy a morir por ir a casa de mi abuela por última vez. Estoy seguro de que mis hermanos, Michael y Alphie, están presumiendo ante todo el mundo de que vuelvo a casa, y se pondrán tristes si no me doy un paseo por el callejón con mis galones de cabo.
En cuanto bajo los escalones del hotel National, los niños que están ante el cine Lyric me llaman desde el otro lado de la plaza Pery:
—Eh, soldado yanqui, yu ju, ¿tienes chicle? ¿Llevas un chelín de sobra en el bolsillo, o un dulce en el bolsillo?
Llaman al caramelo
dulce,
como los americanos, y eso los hace reírse con tantas ganas que se dan los unos con los otros y con la pared.
Hay a un lado un niño que está de pie con las manos en los bolsillos y veo que tiene ojos rojos y con costras, en una cara llena de granos y con el pelo cortado al cero. A mí me resulta difícil reconocer que yo tenía ese aspecto hace diez años, y cuando me grita desde el otro lado de la plaza «Eh, soldado yanqui, date la vuelta para que te veamos el culo gordo» me dan ganas de darle un buen puntapié en su culo esmirriado. Cabría esperar que tuviera respeto al uniforme que salvó al mundo, aunque yo no sea más que un escribiente de suministros que sueña con recuperar a su perro. Cabría esperar que Ojos con Costras se fijase en mis galones de cabo y tuviese un poco de respeto, pero no, así son las cosas cuando te crías en un callejón. Tienes que fingir que las cosas no te importan un pedo de violinista, aunque sí te importen.
Con todo, me gustaría cruzar la plaza hasta donde está Ojos con Costras, darle un meneo y decirle que es el vivo retrato de mí mismo cuando yo tenía su edad, pero que yo no me quedaba ante el cine Lyric fastidiando a los yanquis por sus culos gordos. Intento convencerme a mí mismo de que yo era así, hasta que otra parte de mí mismo me dice que yo no me diferenciaba en nada de Ojos con Costras, que estaba tan dispuesto como él a fastidiar a los yanquis o a los ingleses o a cualquiera que llevase traje o pluma estilográfica en el bolsillo superior mientras se paseaba en una bicicleta nueva, que estaba tan dispuesto como él a tirar una piedra por la ventana de una casa respetable y echar a correr, pasando de la risa a la furia en un instante.
Lo único que puedo hacer es marcharme con el cuerpo vuelto hacia la pared para que Ojos con Costras y los chicos no me vean el culo y no tengan argumentos.
Tengo la cabeza confusa y llena de nubes oscuras hasta que se me ocurre otra idea. Vuelve con los niños, como hacen los militares de las películas, y dales la calderilla que llevas en el bolsillo. No te vas a morir por eso.
Me ven venir y tienen cara de estar a punto de echar a correr, aunque ninguno quiere quedar por cobarde siendo el primero en huir. Cuando les reparto la calderilla sólo son capaces de decir «Oh, Dios», y el modo diferente en que me miran me hace feliz. Ojos con Costras recoge su parte y no dice nada hasta que me marcho; entonces me dice:
—Oiga, señor, desde luego que no tiene nada de culo, nada, nada.
Y eso me hace más feliz que cualquier otra cosa.
En cuanto dejo la calle Barrington y bajo por la cuesta hacia el callejón oigo que la gente dice:
—Ay, Dios, aquí está Frankie McCourt con su uniforme americano.
Kathleen O'Connell está a la puerta de su tienda, se ríe y me ofrece una pastilla de
toffee
Cleeve.
—Vaya, ¿verdad que a ti siempre te gustó, Frankie, aunque destrozaba los dientes de todo Limerick?
También está allí su sobrina, la que perdió un ojo cuando se le escapó el cuchillo con el que estaba abriendo un saco de patatas y se lo clavó en la cara. También ella se ríe por lo del
toffee
Cleeve, y yo me pregunto cómo se puede seguir riendo uno habiendo perdido un ojo.
Kathleen llama a voces a una mujercilla gorda que está en la esquina del callejón:
—Aquí está, señora Patterson, está hecho todo un galán de cine.