—Vale —dice—, vale. Maldita sea, me emociono siempre que las veo. Mira lo que he perdido, chico. Podrían estarme esperando en una casita cerca de Fort Dix. Yo podría estar ahora en casa mientras Mónica me preparaba la cena, y yo echándome una siesta con los pies en alto, con mi uniforme de sargento primera. Bueno, chico, vámonos. Vámonos de aquí, a ver si puedo arreglar mis asuntos e irme a Indiana.
A la mitad del camino de vuelta a los barracones cambia de opinión y vuelve a beber más cerveza, y eso me hace entender que jamás llegará a Indiana. Es como mi padre, y cuando estoy en mi litera me pregunto si mi padre recordaría el veintiún cumpleaños de su hijo mayor, si alzó un vaso en recuerdo mío en una taberna de Coventry.
Lo dudo. Mi padre es como Dunphy, que jamás verá Indiana.
El domingo por la mañana me llevo una sorpresa cuando Di Angelo me pregunta si me gustaría ir a misa con él, me llevo una sorpresa porque uno se piensa que la gente que canta las alabanzas de los comunistas chinos no entraría nunca en una iglesia, capilla o sinagoga. Camino de la capilla de la base me explica sus opiniones, que la Iglesia le pertenece a él, en vez de pertenecer él a la Iglesia, y que no está de acuerdo con el modo de comportarse de la Iglesia, como una gran empresa que se declara propietaria de Dios y que tiene el derecho a distribuirlo a trocitos con tal de que la gente haga lo que Roma les dice. Él peca todas las semanas comulgando sin confesarse antes con un sacerdote. Dice que sus pecados no interesan a nadie más que a él y a Dios, y que se los confiesa a Él todos los sábados por la noche antes de dormirse.
Habla de Dios como si Dios estuviera en el cuarto de al lado tomándose una pinta y fumándose un cigarrillo. Sé que si yo volviera a Limerick y hablara así me darían un golpe en la cabeza y me meterían en el primer tren para Dublin.
Puede que estemos en una base militar, rodeados de barracones, pero dentro de la capilla está la América pura. Hay oficiales con sus esposas e hijos y tienen el aspecto limpio y lavado que se consigue con la ducha y el champú y un estado constante de gracia de Dios. Tienen el aspecto de la gente de Maine o de California, poblaciones pequeñas, a la iglesia los domingos, pierna de cordero después, guisantes, puré de patatas, tarta de manzana, té helado, papá duerme dejando caer al suelo el gran periódico dominical, los chicos leen tebeos, mamá lava los platos en la cocina y tararea
Ay, qué hermosa mañana.
Tienen el aspecto de la gente que se cepilla los dientes después de todas las comidas y que iza la bandera el cuatro de julio. Serán católicos, pero yo no creo que se sintiesen cómodos en las iglesias irlandesas o italianas, donde podría haber viejos y viejas que murmuran y respiran ruidosamente, un olorcillo a whiskey o a vino en el aire, una vaharada de cuerpos que no han tocado el jabón ni el agua durante varias semanas.
Me gustaría formar parte de una familia americana, acercarme furtivamente a la hija adolescente de un oficial, rubia y de ojos azules, y susurrarle que no soy lo que parezco. Puede que tenga espinillas y los dientes en mal estado y los ojos como alarmas de incendios, pero, por debajo, soy igual que ellos, un alma bien lavada que sueña con una casa en las afueras con un césped bien cuidado donde nuestro hijo, el pequeño Frank, empuja su triciclo y lo único que quiero hacer yo es leerme el periódico dominical como un verdadero papá americano, y quizás lave y limpie nuestro flamante Buick veloz antes de que vayamos en él a visitar al abuelo y a la abuela de mamá y a mecernos en su porche con vasos de té helado.
El cura murmura en el altar y cuando yo susurro las respuestas en latín Di Angelo me da un codazo y me pregunta si estoy bien, si tengo resaca después de mi noche de cervezas con Dunphy. Me gustaría poder ser como Di Angelo, teniendo mis propias opiniones acerca de todo, sin que nada me importe un pedo de violinista como a mi tío Pa Keating de Limerick. Sé que Di Angelo se reiría si yo le dijese que estoy tan hundido en el pecado que no me atrevo a confesarme por miedo a que me digan que estoy tan perdido que sólo podría darme la absolución un obispo o un cardenal. Se reiría si le dijera que algunas noches me da miedo quedarme dormido por si me muero y me voy al infierno. ¿Cómo podría haber inventado el infierno un Dios que está en el cuarto de al lado con una cerveza y un cigarrillo?
Es entonces cuando las nubes oscuras aletean como murciélagos en mi cabeza y a mí me gustaría poder abrir una ventana para dejarlas salir.
Ahora el cura pide voluntarios que recojan los cestillos del fondo de la capilla y hagan la colecta. Di Angelo me da un empujoncito y salimos al pasillo haciendo genuflexiones y pasando los cestillos por los bancos. Los oficiales y los suboficiales que tienen familia entregan siempre sus aportaciones a sus hijos pequeños para que éstos las echen en los cestillos, y eso hace sonreír a todos, lo orgulloso que está el pequeño y lo orgullosos que están del pequeño los padres. Las esposas de los oficiales y las esposas de los suboficiales se sonríen las unas a las otras como diciéndose «Estamos todos bajo el techo de la Iglesia Católica», aunque sabes que cuando salen ya saben que son diferentes.
El cestillo pasa de banco a banco hasta que lo recoge un sargento que contará el dinero y se lo entregará al capellán. Di Angelo me dice en voz baja que conoce a ese sargento y que cuando cuenta el dinero es dos para ti y uno para mí.
Digo a Di Angelo que ya no voy a volver a misa. ¿De qué sirve, en el estado de pecado en que estoy, de impureza y de todo lo demás? No puedo estar en la capilla con todas esas familias americanas limpias y su estado de gracia de Dios. Esperaré a tener el valor de ir a confesarme y a comulgar, y si sigo cometiendo pecados mortales no yendo a misa no importará, en vista de que ya estoy condenado. Con un pecado mortal vas al infierno igual que con diez pecados mortales.
Di Angelo me dice que todo eso son gilipolleces. Dice que debo ir a misa si quiero ir, que los curas no son los dueños de la Iglesia.
Yo no soy capaz de pensar como Di Angelo, todavía no. Tengo miedo a los curas y a las monjas y a los obispos y a los cardenales y al Papa. Tengo miedo a Dios.
El lunes por la mañana me dicen que me presente ante el sargento mayor Tole en su habitación, en la compañía B. Está sentado en un sillón y suda tanto que se le oscurece el uniforme caqui. Me dan ganas de preguntarle por el libro que está en la mesa a su lado,
Apuntes del subsuelo,
de Dostoievski, y me gustaría hablarle de Raskolnikov, pero hay que tener cuidado con lo que se dice a los sargentos mayores y al ejército en general. Si dices lo que no debes te encuentras otra vez con los cacharros.
Me dice que descanse y me pregunta por qué desobedecí una orden directa y quién demonios me he creído que soy para enfrentarme a un suboficial superior, aunque sea cuadro de instrucción, ¿eh?
Yo no sé qué decir porque lo sabe todo y temo que si abro la boca me manden a Corea mañana mismo. Dice que el cabo Sneed o como diablos sea su apellido polaco tenía todo el derecho a disciplinarme, pero que se propasó, sobre todo tratándose de un pase de tres días para el ordenanza del coronel. Tengo derecho a ese pase y si todavía lo quiero se ocupará de que me lo den para el fin de semana siguiente.
—Gracias, mi sargento.
—De nada. Retírate.
—Mi sargento...
—¿Qué?
—He leído
Crimen y castigo.
—¿Ah, sí? Bueno, debí suponer que no eras tan tonto como parecías. Retírate.
En nuestra decimocuarta semana de instrucción básica corren rumores de que nos van a enviar a Europa. En la semana decimoquinta los rumores dicen que vamos a Corea. En la semana decimosexta nos dicen que vamos definitivamente a Europa.
Nos envían por barco a Hamburgo y de ahí a Sonthofen, un depósito de intendencia de Baviera. Mi grupo de Fort Dix se disgrega y se reparte por todo el Mando Europeo. Yo tengo la esperanza de que me envíen a Inglaterra para poder viajar fácilmente a Irlanda. En vez de ello me envían a un cuartel en Lenggries, un pueblecito bávaro, donde me destinan al adiestramiento de perros, el cuerpo canino. Yo digo al capitán que no me gustan los perros, que me hacían trizas los tobillos a mordiscos cuando yo repartía telegramas en Limerick, pero el capitán me dice:
—¿Quién te ha preguntado nada a ti?
Me pone en manos de un cabo que está cortando grandes trozos de carne roja y sanguinolenta y que me dice:
—Deja de lloriquear, llena de carne ese maldito plato de hojalata, entra en esa jaula y da de comer a tu animal. Deja el plato en el suelo y retira la mano por si tu animal la toma por su cena.
Tengo que quedarme en la jaula y ver comer a mi perro. El cabo lo llama «familiarización».
—Este animal será tu mujer mientras estés en esta base —dice—, bueno, no exactamente tu mujer porque no es perra, ya me entiendes. Tu fusil M1 y tu animal serán la única familia que tengas.
Mi perro es un pastor alemán negro y a mí no me gusta. Se llama Iván y no es como los demás perros, los pastores alemanes y los dóberman, que aúllan a todo lo que se mueve. Cuando ha terminado de comer me mira, se relame las fauces y se aparta enseñando los dientes. El cabo está fuera de la jaula diciéndome que tengo un perro estupendo de verdad, que no aúlla ni hace un montón de ruido de mierda, es un perro de los que se quieren tener en el combate cuando basta un solo ladrido para que te maten. Me dice que me agache despacio, que recoja el plato, que diga a mi perro que es un buen perro, buen Iván, majo Iván, nos veremos mañana, cariño, apártate despacio y tranquilo, cierra la puerta, echa el pestillo, aparta la mano. Me dice que lo he hecho bien. Se da cuenta de que Iván y yo ya estamos a partir un piñón.
Todas las mañanas, a las ocho, salgo con un pelotón de adiestradores de perros de toda Europa. Desfilamos en círculo mientras el cabo grita desde el centro un dos un dos al pie, y cuando damos un tirón a las correas de los perros nos alegramos de que estén gruñendo con los bozales puestos.
Pasamos seis semanas desfilando y corriendo con los perros. Escalamos las montañas que están detrás de Lenggries y corremos por las orillas de los ríos. Les damos de comer y los cepillamos hasta que estamos preparados para quitarles los bozales. Nos dicen que ése es el gran día, como el de la graduación o la boda.
Y entonces me llama el oficial al mando de la compañía. El escribiente de la compañía, el cabo George Shemanski, se va de permiso a los Estados Unidos dentro de tres meses y a mí me van a mandar seis semanas a la escuela de escribientes de compañía para que pueda sustituirle. Retírate.
Yo no quiero ir a la escuela de escribientes de compañía. Quiero quedarme con Iván. Después de seis semanas juntos somos amigos. Sé que cuando me gruñe no hace más que decirme que me quiere, aunque sigue teniendo la boca llena de dientes por si le molesto. Yo quiero a Iván y estoy preparado para quitarle el bozal. Nadie más que yo puede quitarle el bozal sin perder una mano. Quiero llevarlo de maniobras a Stuttgart con el Séptimo Ejército, donde haré un agujero en la nieve para que estemos cómodos y calientes. Quiero ver cómo sería soltárselo a un soldado que finge ser ruso y ver cómo Iván le destroza la ropa protectora hasta que yo le mando «al pie». O quiero verlo tirarse a la ingle y no al cuello cuando le agito delante un muñeco que representa a un ruso. No pueden mandarme seis semanas a la escuela de escribientes de compañía y hacer que otro se encargue de Iván. Todo el mundo sabe que cada perro tiene su hombre y que hacen falta meses enteros para que se acostumbre a otro adiestrador.
No sé por qué tienen que elegirme a mí para que vaya a la escuela de escribientes de compañía cuando ni siquiera estudié el bachillerato y la base está llena de bachilleres. Me hace preguntarme si la escuela de escribientes de compañía es un castigo por no haber estudiado el bachillerato.
Tengo la cabeza llena de nubes oscuras y me dan ganas de darme de cabezadas con la pared. La única palabra que tengo en la cabeza es «joder», y es una palabra que odio porque significa odio. Quiero matar al oficial al mando de la compañía, y ahora hay un alférez que me está voceando porque me he cruzado con él sin saludarle.
—Soldado, ven aquí. ¿Qué tienes que hacer cuando ves a un oficial?
—Saludarle, mi alférez.
—¿Y bien?
—Lo siento, mi alférez. No le había visto.
—¿Que no me habías visto? ¿Que no me habías visto? Si te mandan a Corea, ¿dirías que no has visto venir a los
guks
por encima de la colina? ¿Eh, soldado?
No sé qué decir a este alférez que es de mi edad y que está intentando dejarse un bigote mustio y pelirrojo. Quiero explicarle que me van a mandar a la escuela de escribientes de compañía, y ¿no es castigo suficiente por no saludar a mil alféreces? Quiero contarle las seis semanas que he pasado con Iván y lo mal que lo pasé en Fort Dix cuando tuve que enterrar mi pase, pero hay nubes oscuras y sé que debo quedarme callado, no les digas más que tu nombre, tu graduación, tu número de serie. Sé que debo quedarme callado, pero me gustaría decir a este alférez jódete, bésame el culo con tu bigote pelirrojo miserable.
Me dice que me presente a él con ropa de faena a las veintiuna horas en punto y me hace arrancar hierbajos del campo de instrucción mientras pasan por ahí cerca otros adiestradores de perros que van a Lenggries a tomarse una cerveza.
Cuando termino voy a la jaula de Iván y le quito el bozal. Me siento en el suelo y le hablo, y si me despedaza a mordiscos no tendré que ir a la escuela de escribientes de compañía. Pero gruñe un poco y me lame la cara y me alegro de que no haya nadie delante que vea cómo me siento.
La escuela de escribientes de compañía está en el cuartel de Lenggries. Nos sentamos en pupitres y los instructores van y vienen. Nos dicen que el escribiente de la compañía es el soldado más importante de la unidad. A los oficiales los matan o los trasladan, a los suboficiales también, pero una unidad sin escribiente está perdida. El escribiente de la compañía es el que sabe en combate cuándo está la unidad baja de efectivos, quién está muerto, quién está herido, quién está desaparecido, es el que se hace cargo cuando al escribiente de suministros le arrancan la jodida cabeza de un tiro. El escribiente de la compañía, soldados, es el que te entrega el correo cuando al escribiente de correo le meten una bala por el culo, es el que te mantiene en contacto con la familia que está en casa.