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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (9 page)

BOOK: Lo es
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Yo quiero pasarme toda la noche sentado en la casa de comidas escuchando a Jerry hablarme de las chicas irlandesas en los Catskill, pero el hombre dice que es Nochebuena y que va a cerrar por respeto a sus clientes cristianos, aunque él es griego y en realidad no es su Navidad. Jerry le pregunta cómo es posible que no sea su Navidad, dado que basta con mirar por la ventana para comprobarlo, pero el griego dice:

—Nosotros somos diferentes.

Eso es suficiente para Jerry, que no discute estas cosas y es lo que me gusta de él, el modo en que va por la vida tomándose otra cerveza y soñando con pasarlo en grande en los Catskill y sin discutir con los griegos por la Navidad. Me gustaría ser como él, pero yo tengo siempre alguna nube oscura al fondo de la cabeza, las mujeres suecas que me esperan con el glug, o una carta de mi madre que me da las gracias por los pocos dólares, Michael y Alphie tendrán zapatos y nos comeremos un buen ganso para Navidad con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre. Nunca dice que necesite zapatos para ella, y cuando lo pienso sé que tendré otra nube oscura al fondo de la cabeza. Me gustaría que hubiera una trampilla que pudiera abrir para dejar salir las nubes, pero no la hay, y tendré que encontrar otro medio o dejar de recoger nubes oscuras.

—Buenas noches, caballeros —dice el griego, y nos pregunta si nos gustaría llevarnos unas rosquillas del día anterior.

—Llévenselas o las tiro —dice.

Jerry dice que se llevará una para aguantar hasta que llegue al Los Treinta y Dos de Irlanda, donde cenará
corned beef
con repollo y patatas blancas y harinosas. El griego llena una bolsa de rosquillas y pasteles y me dice que tengo cara de que una buena comida no me sentaría mal, que me lleve la bolsa.

Jerry me da las buenas noches en la calle Sesenta y Ocho y a mí me gustaría irme con él. Aquel día me ha mareado, y todavía no ha terminado, me esperan las suecas que estarán dando vueltas al glug, cortando el pescado crudo. Sólo de pensarlo vuelvo a vomitar en la calle, y la gente que pasa, frenética por la Navidad, hace ruidos de asco y se aparta de mí diciendo a sus hijos:

—No miréis a ese hombre repugnante. Está borracho.

Yo quiero pedirles por favor que no pongan a los niños pequeños en mi contra. Quiero decirles que esto no lo tengo por costumbre. Tengo nubes en el fondo de la cabeza, mi madre tiene un ganso, por lo menos, pero necesita zapatos.

Pero es inútil intentar hablar con la gente que lleva paquetes y niños de la mano y en cuya cabeza resuenan los villancicos porque vuelven a su casa, a apartamentos luminosos, y saben que Dios está en Su cielo y todo va bien en el mundo, como dijo el poeta.

La señora Austin abre la puerta.

—Ay, mira, Hannah, el señor McCourt nos ha traído una bolsa entera de rosquillas y de pasteles.

Hannah saluda moviendo levemente la mano desde el sofá y dice:

—Qué agradable, nunca se sabe cuándo puede hacer falta una bolsa de rosquillas. Siempre creí que los irlandeses traían una botella, pero tú eres diferente. Sirve al chico una copa, Stephanie.

Hannah está bebiendo vino tinto, pero la señora Austin se acerca a una ponchera que hay en la mesa y vierte en un vaso con un cazo el líquido negro, el glug. Se me revuelve el estómago otra vez y tengo que controlarme.

—Siéntate —dice Hannah—. Voy a decirte una cosa, chico irlandés. Tu gente me importa una mierda. Puede que tú seas agradable, mi hermana dice que eres agradable, traes ricas rosquillas, pero por debajo de la piel no eres más que mierda.

—Hannah, por favor —dice la señora Austin.

—Hannah, por favor, y una leche. ¿Qué ha hecho tu gente por el mundo, aparte de beber? Stephanie, dale algo de pescado, de buena comida sueca.
Mick
con cara de luna. Me das asquito,
mick
pequeñito. Ah, ja, ¿has oído cómo rima?

Celebra su rima con una risa burlona y yo no sé qué hacer con el glug en una mano y con la señora Austin que me obliga a coger pescado con la otra. La señora Austin también está bebiendo el glug, y se tambalea desde mi lado hasta la ponchera y de ahí hasta el sofá donde Hannah le presenta el vaso pidiéndole más vino. Ésta se pimpla el vino y me mira fijamente.

—Yo era una niña cuando me casé con aquel
mick
—me dice—. Tenía diecinueve años. ¿Cuántos años hace? Jesús, veintiuno. ¿Qué edad tienes tú, Stephanie? ¿Cuarenta y tantos? He derrochado mi vida con ese
mick.
Y tú ¿qué haces aquí? ¿Quién te ha enviado?

—La señora Austin.

—La señora Austin. La señora Austin. Habla fuerte, pequeño cagapatatas. Bébete el glug y habla fuerte.

La señora Austin se tambalea delante de mí con su vaso de glug.

—Vamos, Eugene, vamos a la cama.

—Oh, no soy Eugene, señora Austin.

—Ah.

Se da la vuelta y entra vacilante en otra habitación y Hannah vuelve a soltar una risa burlona.

—Mírala. Todavía no se ha enterado de que es viuda. Ojalá fuera viuda yo, maldita sea.

El glug que he bebido me revuelve el estómago e intento salir corriendo a la calle, pero la puerta tiene tres cerrojos y antes de tener tiempo de salir estoy vomitando en el vestíbulo del sótano. Hannah se levanta del sofá trastabillando y me dice que pase a la cocina, coja una bayeta y jabón y limpie esa maldita porquería.

—¿No sabes que es Nochebuena? En nombre de Dios, ¿es así como tratas a tu amable anfitriona?

Voy de la cocina a la puerta con la bayeta que gotea, restregando, retorciéndola, aclarándola en la pila de la cocina y volviendo otra vez. Hannah me da palmaditas en el hombro y me besa la oreja y me dice que no soy un
mick
tan malo después de todo, que deben de haberme educado bien, en vista de cómo limpio lo que he ensuciado. Me dice que tome lo que quiera, glug, pescado, hasta una de mis propias rosquillas, pero yo dejo la bayeta donde la encontré y paso por delante de Hannah, con la idea en la cabeza de que después de haber limpiado ya no tengo que escucharla más, a ella ni a nadie como ella.

—¿Dónde vas? —me dice—. ¿Dónde demonios crees que vas?

Pero yo subo las escaleras hasta mi cuarto, mi cama, para poder acostarme allí escuchando los villancicos en la radio mientras el mundo da vueltas a mi alrededor y con una gran duda en la cabeza sobre el resto de mi vida en América. Si escribiese a alguien de Limerick y le contase mi Nochebuena en Nueva York me dirían que me lo estaba inventando. Me dirían que Nueva York debía de ser un manicomio.

Por la mañana llaman a mi puerta y es la señora Austin con gafas oscuras. Hannah está en las escaleras, más abajo, y también ella lleva gafas oscuras. La señora Austin me dice que se ha enterado que tuve un accidente en su apartamento, pero que nadie puede culparla a ella ni a su hermana, porque habían estado dispuestas a ofrecerme la mejor hospitalidad sueca, y si yo había optado por presentarme en su fiestecilla en cierto estado no se les podía echar la culpa a ellas, y qué pena, porque no querían haber pasado más que una Nochebuena verdaderamente cristiana.

—Y lo único que quería decirle, señor McCourt, era que no nos ha agradado su conducta en lo más mínimo, ¿verdad, Hannah?

Hannah suelta un graznido mientras tose y se fuma un pitillo.

Vuelven a bajar las escaleras y yo estoy tentado de llamar a la señora Austin para ver si sería posible que me diera una rosquilla de la bolsa del griego, pues estoy muy vacío con tanto vomitar anoche, pero han salido por la puerta y desde mi ventana las veo cargar paquetes de Navidad en un coche y marcharse.

Puedo quedarme todo el día en la ventana mirando a la gente feliz que lleva niños de la mano y que van a la iglesia, como dicen en América, o puedo quedarme sentado en la cama con
Crimen y castigo
y ver a qué se dedica Raskolnikov, pero eso me despertaría sentimientos de culpabilidad de todas clases y yo no tengo fuerzas para ello, y en todo caso no es lectura adecuada para el día de Navidad. Me gustaría ir a comulgar a la iglesia de San Vicente Ferrer, en la misma calle, pero hace años que no me confieso y tengo el alma tan negra como el glug de la señora Austin. Los católicos contentos que llevan niños de la mano van sin duda a la iglesia de San Vicente, y si les sigo lo más seguro es que me llene del sentimiento de la Navidad.

Es precioso entrar en una iglesia como la de San Vicente, donde sabes que la misa será igual que la misa en Limerick o en cualquier parte del mundo. Puedes ir a Samoa o a Kabul y allí habría la misma misa, y aunque no me dejaron ser monaguillo en Limerick todavía me sé el latín que me enseñó mi padre, y vaya donde vaya puedo responder al cura. Nadie puede sacarme de la cabeza lo que lleva dentro, todos los días de las fiestas de los santos que me sé de memoria, la misa en latín, las poblaciones principales y los productos más importantes de los treinta y dos condados de Irlanda, canciones en cantidad sobre los sufrimientos de Irlanda y el precioso poema de Oliver Goldsmith,
El pueblo desierto.
Podrán meterme en la cárcel y tirar la llave, pero jamás podrán impedirme vagar soñando por Limerick y por las orillas del Shannon, ni pensar en Raskolnikov y en sus problemas.

La gente que va a la iglesia de San Vicente es como la que va al cine de la calle Sesenta y Ocho para ver Hamlet, y se saben las respuestas en latín como se saben la obra de teatro. Comparten los misales y cantan juntos los himnos y se sonríen los unos a los otros porque saben que Brigid, la criada, está vigilando el pavo en la cocina de la casa de Park Avenue. Sus hijos y sus hijas tienen aspecto de haber vuelto del instituto y de la universidad a pasar las fiestas en casa y sonríen a otras personas que están en los bancos y que también han venido del instituto y de la universidad a pasar las fiestas en casa. Se pueden permitir el lujo de sonreír porque todos tienen unos dientes tan deslumbrantes que si se les cayeran entre la nieve los perderían para siempre.

La iglesia está tan abarrotada, que hay gente de pie al fondo, pero yo estoy tan debilitado por el hambre y por la larga Nochebuena de whiskey, glug y vómitos que quiero encontrar un asiento. Hay un sitio vacío al extremo de un banco, subiendo por el pasillo central, pero en cuanto me deslizo en él llega corriendo hasta mí un hombre. Va muy bien vestido, con pantalones de rayas y una chaqueta con faldones; con el ceño fruncido, me dice en voz baja:

—Debe levantarse de este banco en seguida. Es para abonados, vamos, vamos.

Siento que se me pone roja la cara y eso significa que tengo peor los ojos, y mientras bajo por el pasillo sé que todo el mundo me mira, al que se coló en el banco de una familia feliz con hijos que han venido del instituto y de la universidad a pasar las fiestas.

Ni siquiera sirve de nada que me quede de pie al fondo de la iglesia. Todos se han enterado y me echarán miradas, de modo que bien puedo marcharme y añadir un pecado más a los centenares que ya llevo en el alma, el pecado mortal de no haber ido a misa el día de Navidad. Al menos, Dios sabrá que lo intenté y que no es culpa mía haberme metido por casualidad en el banco de una familia feliz de Park Avenue.

Ahora estoy tan vacío y tan hambriento, que quiero enfadarme conmigo mismo y darme un banquete en el Horn & Hardart, pero no quiero que me vean en ese lugar por miedo a que la gente se piense que soy como los que se quedan allí sentados la mitad del día con una taza de café, un periódico viejo y sin tener a dónde ir. Hay un Chock Full o'Nuts a pocas manzanas, y es allí donde me tomo un tazón de sopa de guisantes, queso con nueces con pan de pasas, una taza de café, una rosquilla con azúcar blanco y un
Journal-American
que alguien se dejó y que yo me leo.

Sólo son las dos de la tarde y no sé qué hacer cuando están cerradas todas las bibliotecas. La gente que pasa con niños de la mano podría pensarse que no tengo a dónde ir, de modo que mantengo la cabeza erguida y subo por una calle y bajo por otra como si me apresurase camino de una cena con pavo. Me gustaría poder abrir una puerta en alguna parte y que la gente me dijera «Ah, hola, Frank, llegas justo a tiempo». La gente que va por aquí y por allá por las calles de Nueva York lo da todo por supuesto. Llevan regalos y reciben regalos y hacen sus grandes comidas de Navidad y nunca saben que hay gente que sube y baja por las calles en el día más sagrado del año. Me gustaría ser un neoyorquino corriente, atiborrado después de mi comida, hablando con mi familia mientras suenan villancicos en la radio como música de fondo. O no me importaría estar de vuelta en Limerick con mi madre y mis hermanos y el rico ganso, pero estoy aquí, en el sitio con el que siempre soñé, Nueva York, y estoy cansado de todas estas calles donde no se ve siquiera un pájaro.

No hay nada que hacer más que volver a mi cuarto, escuchar la radio, leer
Crimen y castigo
y quedarme dormido preguntándome por qué tienen que alargar tanto las cosas los rusos. Jamás se vería a un detective de Nueva York paseándose con un sujeto como Raskolnikov, hablando con él de todo menos del asesinato de la vieja. El detective de Nueva York lo pillaría, lo detendría, y de ahí a la silla eléctrica de Sing, y eso porque los americanos son gente ocupada que no tienen tiempo para que los detectives charlen con las personas que ya saben que fueron las que cometieron el asesinato.

Llaman a la puerta y es la señora Austin

—Señor McCourt, ¿quiere bajar un momento? —me dice.

Yo no sé qué decir. Me gustaría decirle que me besara el culo después de cómo me habló su hermana y de cómo me habló ella aquella mañana, pero la sigo al sótano y allí tiene sobre la mesa comida de todas clases. Dice que la ha traído de casa de su hermana, que estaban preocupadas de que yo no tuviera dónde ir ni qué comer aquel día tan bonito. Siente haberme hablado de esa forma por la mañana y espera que yo esté con ánimo de perdonar.

Hay pavo y relleno y patatas de todas clases, blancas y amarillas, con salsa de arándanos para endulzarlo todo, y aquello me pone con ánimo de perdonar. Dice que me daría algo de glug pero que su hermana lo tiró, y tanto mejor. Ponía enfermos a todos.

Cuando termino me invita a sentarme y a ver su nuevo televisor, donde hay un programa sobre Jesús, que es tan santo que yo me quedo dormido en el sillón. Cuando me despierto, el reloj que hay en la repisa de la chimenea marca las cuatro y veinte de la madrugada, y la señora Austin está en la otra habitación soltando grititos, «Eugene, Eugene», y eso demuestra que puedes tener una hermana e ir a su casa para la comida de Navidad, pero si no tienes a tu Eugene estás tan sola como cualquiera que esté sentado en el Horn & Hardart, y es un gran alivio saber que mi madre y mis hermanos de Limerick tienen un ganso, y el año que viene, cuando me asciendan a botones en el Biltmore, les enviaré un dinero que les permitirá pasearse por Limerick deslumbrando al mundo con sus zapatos nuevos.

BOOK: Lo es
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