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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (7 page)

BOOK: Lo es
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Naturalmente, la señora Austin está fisgando por la ventana del sótano. En cuanto llego a la puerta principal, ella ya ha subido las escaleras y me pregunta que me ha pasado en la cabeza, si he tenido un accidente, si me he encontrado en un incendio o algo así, y a mí me dan ganas de decirle con voz cortante: «¿Es que esto parece un maldito incendio?» Pero le digo que se me chamuscó el pelo en la cocina del hotel, nada más, y que el peluquero dijo que sería mejor cortármelo al cero y empezar de nuevo. Tengo que hablar a la señora Austin con educación, por miedo a que me diga que haga las maletas y me marche, y entonces me encontraría en la calle un sábado, con una maleta marrón y la cabeza calva y con tres dólares en el bolsillo.

—Bueno, eres joven —me dice, y vuelve a bajar al sótano y lo único que puedo hacer es quedarme tendido en la cama escuchando a la gente que habla y ríe en la calle, preguntándome cómo puedo ir a trabajar el lunes por la mañana en mi estado de calvicie, a pesar de que estoy obedeciendo las órdenes del hotel y del médico.

No dejo de mirarme en el espejo de mi habitación, de impresionarme por la blancura de mi cuero cabelludo y de desear poder quedarme allí hasta que volviera a crecerme el pelo, pero tengo hambre. La señora Austin prohíbe la comida y la bebida en la habitación, pero cuando cae la oscuridad subo por la calle a comprar el gran
Sunday
Times
que servirá para ocultar a la mirada fisgona de la señora Austin la bolsa con un bollo dulce y una pinta de leche. Ahora tengo menos de dos dólares que me tendrán que durar hasta el viernes, y sólo es sábado. Si me detiene le diré:

—¿Por qué no voy a tomarme un bollo dulce y una pinta de leche, después de que el médico me ha dicho que tengo una enfermedad de Nueva Guinea y de que un peluquero me ha afeitado la cabeza hasta el hueso?

Me sorprende que haya tantas películas en las que hacen ondear las Barras y Estrellas y se ponen la mano en el pecho y anuncian al mundo que esta es la tierra de los libres y la patria de los valientes, mientras tú mismo sabes que ni siquiera puedes ir a ver Hamlet con tu tarta de limón al merengue y con tu
ginger
ale
o con un plátano, y que no puedes entrar en casa de la señora Austin con nada de comer ni de beber.

Pero la señora Austin no aparece. Las patronas nunca aparecen cuando a uno le da igual.

No puedo leer el
Times
si no me lavo los ojos con agua caliente y papel higiénico en el baño, y es delicioso estar acostado en la cama con el periódico y el bollo y la leche, hasta que la señora Austin grita por la escalera quejándose de que la cuenta de la luz se le pone por las nubes y que si tengo la bondad de apagar la luz, que no es millonaria.

Cuando he apagado la luz me acuerdo de que es hora de frotarme el cuero cabelludo con el ungüento, pero me doy cuenta de que si me acuesto, el ungüento se quedará en la almohada y la señora Austin me reñirá una vez más. Lo único que puedo hacer es quedarme sentado con la cabeza apoyada en la cabecera de hierro, de la que podré limpiar todo el ungüento que se pierda. La cabecera de hierro está compuesta de volutas pequeñas y florecillas con pétalos que se clavan y que hacen imposible dormir como es debido, y lo único que puedo hacer es salir de la cama y dormir en el suelo, donde la señora Austin no tendrá ninguna queja.

El lunes por la mañana hay una nota en mi tarjeta de fichar que dice que me presente en el piso diecinueve. Eddie Gilligan dice que, aunque no es cosa personal, no quieren que siga en el vestíbulo con los ojos enfermos y ahora con la cabeza calva. Es bien sabido que a la gente que pierde el pelo de repente no le queda mucho que vivir en este mundo, aunque te pongas en el centro del vestíbulo y proclames que te lo afeitó el peluquero. La gente quiere creer lo peor, y en la oficina de personal están diciendo los ojos enfermos, la cabeza calva, pon las dos cosas y tienes grandes problemas con los huéspedes en el vestíbulo. Cuando vuelva a crecerme el pelo y se me curen los ojos puede que me vuelvan a enviar al vestíbulo, quizás como botones algún día, y me darán propinas tan grandes que podré sustentar a mi familia de Limerick a todo tren, pero ahora no, no con esta cabeza, con estos ojos.

8

Eddie Gilligan trabaja en el piso diecinueve con su hermano Joe. Nuestro trabajo es preparar los actos, las reuniones en las salas y los banquetes y las bodas en el salón de baile, y Joe no sirve de gran cosa tal como tiene las manos y los dedos, como raíces. Va de un lado a otro con una escoba de mango largo en una mano y un cigarrillo en la otra, aparentando estar ocupado pero se pasa casi todo el tiempo en el retrete o fumando con Digger Moon, el moquetista, que afirma que es indio Pies Negros y que es capaz de poner moqueta más deprisa y más tensa que nadie más en los Estados Unidos de América, a no ser que se haya tomado algunas copas, en cuyo caso hay que tener cuidado con él porque recuerda los sufrimientos de su pueblo. Cuando Digger recuerda los sufrimientos de su pueblo, sólo puede hablar con Joe Gilligan, porque Joe también sufre de artritis, y Digger dice que Joe le comprende. Cuando tienes una artritis tan grave que apenas te puedes limpiar el culo comprendes los sufrimientos de toda clase. Eso dice Digger, y cuando Digger no está yendo de un piso a otro poniendo moqueta o quitando moqueta, se sienta con las piernas cruzadas en el suelo del almacén de moqueta sufriendo con Joe, uno por el pasado, el otro por la artritis. Nadie está dispuesto a molestar a Digger ni a Joe, porque en el hotel Biltmore todo el mundo sabe cuánto sufren, y pueden pasarse días enteros en el almacén de moqueta o pasarse por el bar de McAnn, en la acera de enfrente, para aliviarse. El propio señor Carey sufre porque tiene mal el estómago. Hace sus rondas de inspección por la mañana sufriendo por el desayuno que le prepara su esposa, y en la inspección de la tarde sufre por el almuerzo que le prepara su esposa para llevar. Dice a Eddie que su esposa es una mujer hermosa, la única a la que ha amado, pero que lo está matando poco a poco, y ella tampoco está en muy buena forma, con las piernas hinchadas por el reumatismo. Eddie dice al señor Carey que su esposa también está en mala forma después de cuatro abortos, y que ahora tiene una especie de infección de la sangre que preocupa al médico. La mañana que preparamos el salón para el banquete anual de la Sociedad Histórica Irlando-Americana, Eddie y el señor Carey están de pie en la entrada del salón de baile del piso diecinueve, Eddie fumándose un cigarrillo y el señor Carey con su holgado traje cruzado para dar la impresión de que no tiene tanta barriga, acariciándosela para aliviarse el dolor. Eddie dice al señor Carey que no había fumado nunca hasta que lo hirieron en la playa de Omaha, y algún gilipollas, y perdone la manera de hablar, señor Carey, le metió un cigarrillo en la boca mientras él estaba allí tendido esperando a los sanitarios. Dio una calada a aquel cigarrillo, y le dio tal alivio, allí tendido con las tripas colgando en la playa de Omaha, que ha fumado desde entonces, no lo puede dejar, lo ha intentado, bien lo sabe Dios, pero no puede. Entonces llega Digger Moon con una moqueta enorme al hombro y dice a Eddie que hay que hacer algo por su hermano Joe, que el pobre desgraciado está sufriendo más que siete tribus indias y que Digger sabe algo de lo que es sufrir después de la temporada que pasó con la infantería por todo el maldito Pacífico, donde le cayó encima todo lo que podían tirarle los japoneses, la malaria, de todo. Eddie dice que sí sí, ya sabe lo de Joe y lo siente, al fin y al cabo es su hermano, pero él tiene sus propios problemas con su mujer y sus abortos y su infección de la sangre, y él mismo tiene las tripas estropeadas porque no se las metieron bien y se preocupa por Joe, por el modo en que mezcla el alcohol y los analgésicos de todo tipo. El señor Carey eructa y gime y Digger dice:

—¿Sigue comiendo mierda?

Porque Digger no tiene miedo al señor Carey ni a nadie. Así son las cosas cuando eres un gran moquetista: puedes decir lo que quieras a cualquiera, y si te despiden siempre encuentras trabajo en el hotel Commodore o en el hotel Roosevelt, o incluso, Jesús, sí, en el Waldorf-Astoria, que siempre está intentando llevarse a Digger. Algunos días, Digger está tan abrumado por los sufrimientos de su pueblo, que se niega a poner moqueta, y cuando el señor Carey no le despide, Digger dice:

—Eso es. El hombre blanco no puede salir adelante sin nosotros los indios. El hombre blanco necesita a los iroqueses para que bailen por las vigas de acero de los rascacielos a sesenta pisos de altura. El hombre blanco necesita al Pies Negros para que le ponga bien la moqueta.

Cada vez que Digger oye eructar al señor Carey le dice que deje de comer mierda y que se tome una buena cerveza, porque la cerveza no ha hecho daño a nadie nunca y lo que está matando al señor Carey son los emparedados de la señora Carey. Digger dice al señor Carey que tiene una teoría acerca de las mujeres, que son como las arañas viudas negras que matan a los machos después de joder, les arrancan las malditas cabezas de un bocado, que a las mujeres no les importan los hombres, que cuando han pasado de la edad de tener críos los hombres son verdaderamente inútiles a no ser que estén a caballo atacando a otra tribu. Eddie Gilligan dice que uno tendría un aspecto jodidamente tonto de verdad montado a caballo por la avenida Madison para atacar a otra tribu, y Digger dice que eso es exactamente lo que él quiere decir. Dice que el hombre ha venido a este mundo para pintarse la cara, montar a caballo, tirar la lanza, matar a la otra tribu, y cuando Eddie dice: «¡Qué memeces!», Digger dice:

—Nada de «qué memeces», ¿y qué haces tú, Eddie? Te estás pasando aquí la vida preparando cenas y bodas. ¿Es manera de vivir un hombre?

Eddie se encoge de hombros y da una calada al cigarrillo, y cuando Digger se vuelve de pronto para marcharse, golpea al señor Carey y a Eddie con el extremo de la moqueta y les hace entrar metro y medio en el salón de baile.

Es un accidente y nadie dice nada, pero yo no dejo de admirar cómo va Digger por el mundo, sin que nada le importe un pedo de violinista, como a mi tío Pa de Limerick, sólo porque nadie sabe poner moqueta como él. Me gustaría ser como Digger, pero no con las moquetas. Me revientan las moquetas.

Si tuviera dinero podría comprarme una linterna y quedarme leyendo hasta el alba. En América, la linterna se llama foco. La galleta se llama pasta, un bollo es un panecillo. La repostería se llama dulcería y la carne picada está molida. Los hombres llevan
pants
en vez de pantalones, e incluso dicen que esta pernera del
pant
es más corta que la otra, lo cual es una tontería. Cuando les oigo hablar de la pernera del
pant
me dan ganas de respirar más deprisa
[1]
. El ascensor se llama elevador, y si quieres ir al WC o al retrete tienes que preguntar por el baño, aunque allí no haya el menor indicio de una bañera. Y en América no se muere nadie: fallecen o expiran, y cuando se mueren, llevan el cadáver, que se llama los restos, a una casa de pompas fúnebres donde la gente no hace más que estar de pie por allí y mirarlo y nadie canta ni cuenta un cuento ni se toma una copa, y después se lo llevan en una caja para sepultarlo. No les gusta decir ataúd y no les gusta decir enterrar. Nunca dicen cementerio. Camposanto suena mejor.

Si yo tuviera dinero, podría comprarme un sombrero y salir, pero no puedo pasearme por las calles de Manhattan en mi estado de calvicie por miedo a que la gente se crea que está viendo una bola de nieve sobre un par de hombros escuálidos. Dentro de una semana, cuando el pelo me oscurezca el cuero cabelludo, podré volver a salir, y eso es algo que la señora Austin no puede evitar de ningún modo. Eso es lo que me da tanto gusto, estar tendido en la cama pensando en las cosas que uno puede hacer sin que nadie se entrometa en ellas. Eso es lo que nos decía el señor O'Halloran, el director, en la escuela de Limerick: «Vuestra mente es un tesoro que debéis dotar bien, y es la única parte de vosotros en la que no puede entrometerse el mundo.»

Nueva York había sido la ciudad de mis sueños, pero ahora que estoy aquí los sueños han desaparecido y no es lo que yo esperaba en absoluto. Nunca creí que iría por el vestíbulo de un hotel limpiando lo que manchaba la gente y fregando las tazas de los retretes. ¿Cómo podría escribir a mi madre o a nadie de Limerick y contarles cómo estoy viviendo en esta tierra rica, con dos dólares que me tienen que durar una semana, la cabeza calva y los ojos irritados, y una patrona que no me deja encender la luz? ¿Cómo podría decirles que tengo que comer plátanos todos los días, la comida más barata del mundo, porque en el hotel no me dejan acercarme a la cocina a recoger sobras por miedo a que contagie a los puertorriqueños mi infección de Nueva Guinea? No me creerían jamás. Me dirían: «Déjate de cuentos», y se reirían, porque basta con ver las películas para darse cuenta de lo bien que viven los americanos, de cómo dan vueltas a la comida y se dejan algo en el plato y después apartan el plato. Hasta es difícil tener lástima de los americanos que se supone que son pobres en una película como
Las uvas de la ira,
cuando se seca todo y tienen que emigrar a California. Al menos están secos y calientes. Mi tío Pa Keating solía decir que si tuviésemos una California en Irlanda todo el país acudiría allí en tropel, a comer naranjas a discreción y a pasarse todo el día nadando. Cuando estás en Irlanda es difícil creer que haya gente pobre en América, porque se ve a los irlandeses que vuelven, les llaman los Yanquis de Vuelta, y se les detecta a la legua meneando los culos gordos por la calle O'Connell, con pantalones demasiado estrechos y con colores que no se verían nunca en Irlanda, azules, rosados, verdes claros, e incluso destellos de color pardo rojizo. Siempre se hacen los ricos y hablan con voz nasal de sus neveras y de sus coches, y si entran en una taberna piden bebidas americanas de las que no ha oído hablar nadie, cócteles, qué te parece, aunque si te comportas así en una taberna de Limerick el tabernero te pone en tu sitio y te recuerda que te fuiste a América con el culo al aire y te dice que no te des humos aquí, Mick, que yo te conocí cuando te colgaban los mocos de la nariz a las rodillas. También se reconoce siempre a los Yanquis de Verdad, con sus colores claros y sus culos gordos y el modo en que miran de un lado a otro y sonríen y dan peniques a los niños harapientos. Los Yanquis de Verdad no se dan humos. No les hace falta, viniendo como vienen de un país donde todos tienen de todo.

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