—Tú, irlandés, ven aquí, limpia, limpia, vacía maldito cenicero, saca basura, vamos, vamos, a ello, ¿estás borracho, o qué?
Me chillan delante de los estudiantes universitarios que acuden en tropel los jueves y los viernes. A mí no me molestaría que me gritasen unos griegos si no me gritaran delante de las chicas universitarias, que son doradas. Sacuden las cabelleras y sonríen con unas dentaduras que sólo se ven en América, blancas, perfectas, y todas tienen piernas bronceadas de estrella de cine. Los chicos lucen flequillos, las dentaduras, hombros de jugadores de fútbol americano, y se comportan con tranquilidad ante las chicas. Hablan y se ríen, y las chicas levantan los vasos y sonríen a los chicos con ojos relucientes. Son de mi edad, más o menos, pero yo me muevo entre ellos avergonzado de mi uniforme y de mi recogedor y mi escoba. Me gustaría ser invisible, pero me resulta imposible cuando los camareros me chillan en griego, en inglés y en una lengua intermedia, o cuando un botones me acusa de tocar un cenicero en el que había algo.
Hay veces que no sé qué hacer ni qué decir. Un universitario de flequillo me dice:
—¿Te importa no limpiar por aquí en estos momentos? Estoy hablando con la señorita.
Si la chica me mira y aparta la vista después, siento que me arde la cara y no sé por qué. A veces me sonríe una universitaria y me dice «hola», y yo no sé qué decir. Mis superiores del hotel me dicen que no debo decir una sola palabra a los huéspedes, aunque en todo caso yo no sabría decir «hola», porque en Limerick nunca lo decíamos así, y si lo dijera podrían despedirme de mi nuevo trabajo y me quedaría en la calle sin poder contar con el cura para que me buscase otro. Me gustaría decir «hola» y formar parte de ese mundo encantador durante un minuto, si no fuera porque un chico de flequillo podría pensarse que estaba timándome con su chica y podría dar parte al
maître d’.
Hoy, al volver a casa, podría quedarme sentado en la cama y practicar la sonrisa y el decir «hola». Con la práctica, seguramente sería capaz de pronunciar el «hola», pero tendría que decirlo sin la sonrisa, pues si estiraba los labios lo más mínimo volvería locas del susto a las chicas doradas bajo el reloj del Biltmore.
Hay días en que las chicas se quitan los abrigos, y el aspecto que tienen en jersey y en blusa es una ocasión de pecado tal, que tengo que encerrarme en un retrete y tocarme, y tengo que hacerlo en silencio por miedo a que me descubra alguien, un botones puertorriqueño o un camarero griego, que irían corriendo a decir al
maître d’
que el limpiador del vestíbulo se está haciendo una paja en el baño.
En el cine de la calle Sesenta y Ocho hay un cartel que dice: «
Hamlet,
con Laurence Olivier. Próxima Semana». Ya estoy pensando en darme el gusto de salir una noche con una botella de
ginger
ale
y con una tarta de limón al merengue de la pastelería, como la que me comí con el cura en Albany, el sabor más delicioso que he probado en mi vida. Veré en la pantalla a Hamlet atormentarse a sí mismo y a todos los que lo rodean, y se debatirán en mi boca el picor del
ginger
ale
y la dulzura de la tarta. Antes de ir al cine podré leerme
Hamlet
sentado en mi habitación, para asegurarme de que entenderé todo lo que dicen en ese inglés antiguo. El único libro que me traje de Irlanda es
Las obras completas de Shakespeare,
que había comprado en la librería de O'Mahony y me había costado trece chelines y seis peniques, la mitad de mi sueldo semanal cuando trabajaba en Correos de repartidor de telegramas. La obra que me gusta más es
Hamlet,
por lo que tuvo que aguantar cuando su madre se lió con Claudio, el hermano de su marido, y por cómo se lió mi madre en Limerick con su primo Laman Griffin. Yo entendía que Hamlet se pusiera tan furioso con su madre como me puse yo con la mía la noche que me tomé mi primera pinta y volví borracho a casa y le di un bofetón. Lo sentiré hasta el día de mi muerte, aunque todavía me gustaría volver algún día a Limerick, encontrarme con Laman Griffin en una taberna y decirle: «Sal a la calle», y entonces lo arrastraría por el suelo hasta que pidiera clemencia. Ya sé que es inútil hablar así, porque lo más seguro es que, para cuando yo vuelva a Limerick, Laman Griffin ya se habrá muerto por la bebida y de tisis, y tendrá que pasarse mucho tiempo en el infierno esperando a que yo rece una oración o encienda una vela por él, aunque Nuestro Señor diga que debemos perdonar a nuestros enemigos y poner la otra mejilla. No, aunque volviera a la tierra Nuestro Señor y me mandase que perdonase a Laman Griffin, so pena de que me echaran al mar con una piedra de molino atada al cuello, que es lo que más temo en el mundo, yo tendría que decirle:
—Lo siento, Nuestro Señor, jamás podré perdonar a ese hombre lo que hizo con mi madre y con mi familia.
Hamlet no iba por Elsinore perdonando a la gente, y es un cuento, así que ¿por qué voy a hacerlo yo en la vida real?
La última vez que fui al cine de la calle Sesenta y Ocho el acomodador no me dejó entrar con una tableta de chocolate Hershey en la mano. Me dijo que no podía traer comida ni bebida y que tendría que consumirla fuera. Consumirla. No era capaz de decir «comerla», y ésta es una de las cosas que más me molestan del mundo, el modo en que a los acomodadores y a la gente que lleva uniforme en general les gusta siempre decir palabras rimbombantes. El cine de la calle Sesenta y Ocho no se parece en nada al cine Lyric de Limerick, donde podías llevarte pescado frito con patatas fritas, o una buena merienda de manitas de cerdo y una botella de cerveza negra si te daba la gana. La noche que no me dejaron entrar con la tableta de chocolate tuve que quedarme fuera y engullirla mientras me miraba fijamente el acomodador, y no le importaba que me estuviera perdiendo escenas graciosas de los hermanos Marx. Ahora tengo que llevarme la gabardina negra que me traje de Irlanda, doblada sobre el brazo, para que el acomodador no vea la bolsa de la tarta de limón al merengue ni la botella de
ginger
ale
que va metida en un bolsillo.
En cuanto empieza la película intento sacar la tarta, pero la caja cruje y los espectadores dicen:
—Chist, queremos ver la película.
Sé que no es gente corriente de la que va a ver películas de gángsters o musicales. Seguramente son licenciados universitarios que viven en Park Avenue y que se saben de memoria todos los versos de
Hamlet.
Nunca dicen que van al cine, sólo que van a ver una película. Yo no conseguiré jamás abrir la caja en silencio, y se me está haciendo la boca agua de hambre y no sé qué voy a hacer, hasta que un hombre que está sentado a mi lado me dice «Hola», echa sobre mi regazo una parte de su gabardina y empieza a mover la mano por debajo.
—¿Te molesto? —me dice, y yo no sé qué decir, aunque algo me dice que debo coger la tarta y cambiarme de sitio.
—Disculpe —le digo, y salgo por delante de él al pasillo y voy al servicio de hombres, donde puedo abrir tranquilamente la caja de mi tarta sin que toda Park Avenue me chiste. Siento perderme una parte de
Hamlet,
pero lo único que estaban haciendo allí arriba, en la pantalla, era dar saltos y gritos por un fantasma.
Aunque el servicio de hombres está vacío, no quiero que me vean abrir la caja y comerme la tarta, de manera que me siento en el retrete de la cabina y me pongo a comer deprisa para poder volver con
Hamlet,
siempre que no tenga que sentarme junto al hombre de la gabardina en el regazo y la mano errante. La tarta me deja la boca seca y me apetece darme un buen trago de
ginger
ale,
y entonces me doy cuenta de que hace falta un abridor de alguna clase para quitar la chapa. Es inútil recurrir a un acomodador, pues estos siempre están gruñendo y diciendo a la gente que no puede entrar con comida ni bebida de fuera, aunque vengan de Park Avenue. Dejo la caja de la tarta en el suelo y llego a la conclusión de que la única manera de quitar la chapa a la botella de
ginger
ale
es apoyarla en el borde del lavabo y darle un buen golpe con el dorso de la mano, y cuando lo hago así se rompe el gollete de la botella y el
ginger
ale
me salta a la cara y hay sangre en el lavabo en la parte donde me he cortado la mano con la botella, y me siento triste por todas las cosas que me pasan y porque la tarta, en el suelo, se me está inundando de sangre y
ginger
ale,
y al mismo tiempo me pregunto si podré llegar a ver
Hamlet
con todos los problemas que estoy teniendo, cuando entra corriendo un hombre de pelo gris con aire de gran urgencia que casi me tira al suelo y que pisa la caja de mi tarta y la destroza por completo. Se pone ante el urinario disparando, intentando sacudirse la caja del pie y me gruñe:
—Maldita sea, maldita sea, qué diablos, qué diablos.
Se aparta y sacude la pierna de tal modo, que la caja de la tarta le sale volando del zapato y se estrella en la pared, aplastada e incomible.
—¿Qué diablos pasa aquí? —dice el hombre, y yo no sé qué decirle, porque me parece que es un cuento largo que se remonta a lo emocionado que estaba yo desde hacía varias semanas porque iba a venir a ver Hamlet, pasando por que no había comido nada en todo el día porque me parecía delicioso pensar que iba a hacerlo todo a la vez, comerme mi tarta, beber
ginger
ale,
ver
Hamlet
y oír todos los parlamentos gloriosos. Me parece que el hombre no está de humor para eso, a juzgar por el modo en que baila saltando de un pie a otro y diciéndome que los servicios no son un maldito restaurante, que yo no tengo maldito derecho a rondar por los aseos públicos comiendo y bebiendo y que será mejor que me largue de allí. Yo le digo que he tenido un accidente al intentar abrir la botella de
ginger
ale
y él me dice:
—¿Es que no has oído hablar de los abrebotellas, o es que te acabas de bajar del maldito barco?
Se marcha del servicio, y cuando yo me estoy envolviendo el corte con papel higiénico entra el acomodador y me dice que un cliente se ha quejado de mi conducta allí dentro. Se parece al hombre del pelo gris con sus maldita sea y sus qué diablos, y cuando intento explicarle lo que ha pasado me dice:
—Largo de aquí.
Yo le digo que he pagado para ver
Hamlet
y que me he metido aquí para no molestar a toda la gente de Park Avenue que había a mi alrededor y que se saben
Hamlet
del derecho y del revés, pero él me dice:
—Me importa una mierda, lárgate o llamo al encargado, o a la policía, a la que seguramente le interesará saber por qué está todo lleno de sangre. Después señala mi gabardina negra, que está sobre el borde del lavabo.
—Llévate de aquí esa maldita gabardina. ¿Qué haces con gabardina en un día en que no hay una sola nube en el cielo? Ya nos conocemos el truco de la gabardina, y os vigilamos. Conocemos a toda la cuadrilla de la gabardina. Estamos al tanto de vuestros jueguecitos depravados. Os sentáis ahí con caras de santo y al momento se os va la mano hacia los chicos inocentes. Así que llévate la gabardina de aquí, amiguito, o llamo a la policía, maldito pervertido.
Cojo la botella rota de
ginger
ale
con la gota que queda y me voy andando por la calle Sesenta y Ocho y me siento en los escalones de la casa de mi pensión, hasta que la señora Austin me grita por la ventana del sótano que no se puede comer ni beber en los escalones, porque si no acudirán corriendo las cucarachas de todas partes y la gente dirá que somos un hatajo de puertorriqueños a los que no les importa dónde comen, beben y duermen.
No hay dónde sentarse en toda la calle, con las patronas que atisban y vigilan, y no hay nada que hacer más que llegarse hasta un parque junto al río East y preguntarse por qué América es tan dura y tan complicada que me meto en líos por haber ido a ver
Hamlet
con una tarta de limón al merengue y una botella de
ginger
ale.
Lo peor de levantarse e ir a trabajar en Nueva York es el modo en que tengo los ojos, tan infectados que tengo que separarme los párpados con el pulgar y el índice. Me dan tentaciones de levantarme la costra dura y amarilla, pero si lo hago se me caerán las pestañas con la costra y los párpados se me quedarán rojos e irritados, peor que antes. Puedo meterme en la ducha y dejar que me corra por los ojos el agua caliente hasta sentirlos cálidos y limpios, aunque todavía estén al rojo vivo en mi cara. Intento helar el enrojecimiento con agua helada, pero nunca da resultado. Lo único que hace es que me duelan los ojos, y las cosas ya van bastante mal de suyo sin que yo vaya al vestíbulo del Biltmore con el ojo dolorido.
Podría soportar los ojos doloridos si no tuviera la irritación, el enrojecimiento y la supuración amarilla. Al menos, la gente no se me quedaría mirando como si yo fuese una especie de leproso.
Bastante vergonzoso es ir por el Palm Court con el uniforme negro de limpiador, que significa que ante los ojos del mundo sólo estoy a un escalón por encima de los lavaplatos puertorriqueños. Hasta los mozos de equipajes llevan algo dorado en los uniformes, y los porteros parecen almirantes de la flota. Eddie Gilligan, el enlace sindical, dice que es buena cosa que yo sea irlandés, de lo contrario estaría abajo en la cocina con los
spies.
Ésta es una palabra nueva, spics, y comprendo por su manera de decirla que no le gustan los puertorriqueños. Me dice que el señor Carey cuida bien de su gente y que por eso soy limpiador con uniforme en vez de llevar un delantal allí abajo con los pe erres, que se pasan el día cantando y gritando
mira, mira.
A mí me gustaría preguntarle qué tiene de malo cantar mientras friegas platos y gritar
mira, mira
cuando te da la gana, pero no me atrevo a hacer preguntas por miedo a quedar por tonto. Por lo menos, los puertorriqueños están juntos ahí abajo cantando y dando golpes en los cacharros, dejándose llevar por su propia música y bailando por la cocina hasta que los jefes les dicen que ya basta. A veces bajo a la cocina y me dan sobras de comida y me llaman Frankie, Frankie, chico irlandés, te vamos a enseñar español. Eddie Gilligan dice que a mí me pagan dos dólares con cincuenta más a la semana que a los lavaplatos y que tengo unas oportunidades de ascenso que ellos no tendrán nunca, porque lo único que les interesa es no aprender inglés y ganar el dinero suficiente para volver a Puerto Rico y sentarse bajo los árboles a beber cerveza y tener familias numerosas porque es para lo único que sirven, para beber y joder hasta que sus mujeres están agotadas y se mueren tempranamente y sus hijos andan sueltos por las calles, dispuestos a venir a Nueva York y a lavar platos y a volver a empezar de nuevo el maldito proceso, y si no encuentran trabajo nosotros tenemos que mantenerlos, tú y yo, para que puedan quedarse sentados a las puertas de sus casas en el Harlem Este, tocando las malditas guitarras y bebiendo cerveza que llevan en bolsas de papel. Así son los
spics,
chico, que no se te olvide. No te acerques a esa cocina, porque ellos no dudarían en mearse en tu café. Dice que los vio una vez meándose en la cafetera que iban a enviar a un gran almuerzo de las Hijas del Imperio Británico, y las Hijas no se imaginaron ni por un momento que estaban bebiendo meados de puertorriqueños.