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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (4 page)

BOOK: Lo es
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—¿De dónde eres?

—Ah, de Limerick.

—Yo soy de Roscommon, llevo aquí cuatro años.

Tengo que preguntar al hombre de Roscommon cómo se va a la calle Sesenta y Ocho Este, y él me dice que camine hacia el este por la calle Treinta y Cuatro, que es ancha y bien iluminada, hasta llegar a la Tercera Avenida, y allí puedo coger el ferrocarril elevado, o por poco vivo que sea puedo seguir a pie todo derecho hasta que llegue a mi calle.

—Buena suerte —me dice—, trátate con tu propia gente y cuidado con los puertorriqueños, todos llevan navaja, es bien sabido, tienen la sangre caliente. Camina por la luz, al borde de la acera, o caerán sobre ti desde los portales oscuros.

A la mañana siguiente, el cura llama a la señora Austin y le dice que debo pasarme a recoger mi maleta.

—Pasa, la puerta está abierta —me dice. Lleva puesto el traje negro y está sentado al otro lado de la cama, dándome la espalda, y mi maleta está junto a la puerta.

—Llévatela —dice—. Yo me voy a pasar unos meses en una casa de retiro en Virginia. No quiero mirarte ni quiero volver a verte, porque lo que ha pasado ha sido terrible, y no habría pasado si hubieras pensado con la cabeza y te hubieras ido con los protestantes ricos de Kentucky. Adiós.

Es difícil saber qué decir a un cura de mal humor que te está dando la espalda y te está echando la culpa de todo, así que lo único que puedo hacer es bajar en el ascensor con mi maleta preguntándome cómo es posible que un hombre así, que perdona los pecados, sea capaz de pecar él mismo y echarme la culpa a mí. Sé que si yo hiciera una cosa así, emborracharme y molestar a la gente para que me ponga la mano encima, reconocería que lo había hecho. Que lo había hecho, sin más. Y ¿cómo es capaz de echarme la culpa a mí sólo porque me negué a hablar con unos protestantes ricos de Kentucky? Es posible que los curas estén enseñados así. Es posible que sea difícil escuchar los pecados de la gente, día va, día viene, cuando a ti te apetecería cometer algunos, y después cuando te tomas unas copas todos los pecados que has oído contar estallan dentro de ti y eres como todos los demás. Sé que yo no podría ser cura, teniendo que escuchar esos pecados todo el tiempo. Me encontraría en un estado constante de excitación, y el obispo se cansaría de mandarme a la casa de retiro de Virginia.

3

Cuando eres irlandés y no conoces a un alma en Nueva York y te estás paseando por la Tercera Avenida mientras los trenes traquetean por la vía elevada, te consuela mucho descubrir que apenas hay una sola manzana sin un bar irlandés: el Costello, el Piedra de Blarney, el Rosa de Blarney, el P. J. Clarke, el Breffni, el Casa Leitrim, el Casa Sligo, el Shannon, el Los Treinta y Dos de Irlanda, el Toda Irlanda. Yo me había bebido mi primera pinta en Limerick el día antes de cumplir los dieciséis años, y me había dado náuseas, y mi padre había estado a punto de destrozar a mi familia y de destrozarse a sí mismo por la bebida, pero yo me siento solo en Nueva York y me atrae la voz de Bing Crosby que canta
La bahía de Galway
en las máquinas tocadiscos, así como los anuncios luminosos que representan tréboles verdes que no se encontrarían jamás en Irlanda.

Tras el extremo de la barra del Costello hay un hombre de aspecto airado que está diciendo a un parroquiano:

—Me importa un pito que tengas diez doctorados. Yo sé más de Samuel Johnson que tú de la palma de tu mano, y si no te comportas como es debido vas a acabar en la calle. No te digo más.

—Pero... —dice el parroquiano.

—Fuera —dice el hombre airado—. Fuera. En esta casa ya no se te sirve más de beber.

El parroquiano se cala el sombrero y sale apresuradamente, y el hombre airado se encara conmigo.

—Y tú, ¿tienes dieciocho años? —me dice.

—Sí, señor. Tengo diecinueve.

—¿Y cómo sé que es verdad?

—Aquí tiene mi pasaporte, señor.

—¿Y qué hace un irlandés con un pasaporte americano?

—Nací aquí, señor.

Me deja que me tome dos cervezas de a quince centavos y me dice que más me valdría pasar el rato en la biblioteca que en los bares, como el resto de nuestra raza miserable. Me cuenta que el doctor Johnson se bebía cuarenta tazas de té al día y que conservó la mente lúcida hasta el fin de sus días. Yo le pregunto quién fue el doctor Johnson y él me echa una mirada feroz, me quita el vaso y me dice:

—Lárgate de este bar. Ve por la calle Cuarenta y Dos hacia el oeste, hasta que llegues a la Quinta Avenida. Allí verás dos leones de piedra grandes. Sube por la escalinata que hay entre esos dos leones, sácate un carnet de la biblioteca y no seas un idiota como el resto de los patanes irlandeses que se ponen a atontarse con la bebida en cuanto se bajan del barco. Léete a Johnson, léete a Pope, y déjate de
micks
soñadores.

A mí me dan ganas de preguntarle su opinión acerca de Dostoievski, pero él me está señalando la puerta.

—Y no vuelvas por aquí sin haberte leído las
Vidas de los poetas ingleses.
Venga. Largo de aquí.

Es un día cálido de octubre y yo no tengo otra cosa que hacer aparte de lo que me ha dicho, y qué tiene de malo pasearse hasta la Quinta Avenida, donde están los leones. Los bibliotecarios son amables. Claro que me pueden dar un carnet de la biblioteca, y qué agradable es ver que los inmigrantes jóvenes hacen uso de la biblioteca. Puedo tomar en préstamo cuatro libros si quiero, con tal de que los devuelva en la fecha de entrega. Yo les pregunto si tienen un libro titulado
Vidas de los poetas ingleses,
de Samuel Johnson, y ellos me dicen:

—Caramba, caramba, conque estás leyendo a Johnson.

Me dan ganas de decirles que todavía no he leído a Johnson, pero no quiero que dejen de admirarme. Me dicen que me mueva por allí con libertad, que eche una ojeada a la Sala de Lectura Principal, en el tercer piso. No se parecen en nada a los bibliotecarios de Irlanda, que montaban guardia y protegían los libros contra la gente de mi calaña.

El espectáculo de la Sala de Lectura Principal, Norte y Sur, me hace temblar las rodillas. No sé si será por las dos cervezas que me he tomado o por la emoción de mi segundo día en Nueva York, pero el caso es que están a punto de saltárseme las lágrimas cuando contemplo esos kilómetros de estanterías y me doy cuenta de que jamás seré capaz de leerme todos esos libros, aunque viviese hasta el fin del siglo. Hay hectáreas enteras de mesas relucientes ante las que se sientan personas de todas clases a leer todo el tiempo que quieren, los siete días de la semana, y nadie les molesta a no ser que se queden dormidas y ronquen. Hay secciones de libros ingleses, irlandeses, americanos, de literatura, de historia, de religión, y a mí me da escalofríos pensar que puedo venir aquí siempre que quiera y leer lo que quiera, todo el tiempo que quiera, con tal de que no ronque.

Vuelvo al Costello dándome un paseo con cuatro libros debajo del brazo. Quiero hacer ver al hombre airado que tengo las
Vidas de los poetas ingleses,
pero no está. El barman dice:

—El que estaba perorando sobre Johnson sería el señor Tim Costello en persona.

Y mientras está hablando, sale de la cocina el hombre airado.

—¿Ya estás de vuelta? —me dice.

—Tengo las
Vidas de los poetas ingleses,
señor Costello.

—Puede que lleves las
Vidas de los poetas ingleses
debajo del sobaco, joven, pero no las tienes dentro de la cabeza, así que vete a tu casa y ponte a leer.

Es jueves y yo no tengo nada que hacer hasta el lunes, el día en que empezaré en mi nuevo trabajo. Me siento en la cama, por falta de una silla en la habitación de la pensión y me pongo a leer hasta que la señora Austin llama a mi puerta a las once de la noche y me dice que no es millonaria y que es norma de la casa apagar la luz a las once para que no suba la cuenta de la electricidad. Yo apago la luz y me quedo tendido en la cama escuchando a Nueva York, a la gente que habla y ríe, y me pregunto si llegaré a formar parte de la ciudad algún día, si llegaré a estar allí fuera algún día hablando y riéndome.

Vuelven a llamar a la puerta y es un joven pelirrojo y con acento irlandés que me dice que se llama Tom Clifford, y me pregunta si me apetece tomarme una cerveza, rápida, porque él trabaja en un edificio del East Side y tiene que estar allí dentro de una hora. No, no quiere ir a ningún bar irlandés. No quiere tener nada que ver con los irlandeses. Así que caminamos juntos hasta el Rhinelander, en la calle Ochenta y Seis, y una vez allí Tom me cuenta que nació en América pero que se lo llevaron a Cork, de donde escapó en cuanto pudo alistándose en el ejército americano para pasar tres años buenos en Alemania, en la época en que te podías dar diez revolcones por un cartón de cigarrillos o por una libra de café. Al fondo del Rhinelander hay una pista de baile y una orquesta, y Tom invita a bailar a una chica que está sentada en una mesa. A mí me dice:

—Venga. Invita a bailar a su amiga.

Pero yo no sé bailar, ni sé invitar a una chica a bailar. No sé nada de chicas. ¿Qué iba a saber, habiéndome criado en Limerick? Tom invita a la otra chica a que baile conmigo y ella me lleva hasta la pista. Yo no sé qué hacer. Tom da pasos de baile y gira y yo no sé si debo ir hacia delante o hacia atrás con aquella chica entre mis brazos. Ella me dice que le estoy pisando los zapatos, y cuando yo le digo que lo siento, me dice:

—Ay, no importa. No me apetece hacer el patoso.

Vuelve a su mesa y yo la sigo con la cara encendida. No sé si debo sentarme en su mesa o volver a la barra, hasta que ella me dice:

—Te has dejado la cerveza en la barra.

Me alegro de tener una excusa para dejarla, pues no hubiera sabido qué decirle si me hubiera sentado con ella. Estoy seguro que no le interesaría que le contase que me he pasado horas enteras leyendo las
Vidas de los poetas ingleses,
de Johnson, ni que le contase cuánto me emocioné en la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos. Quizás tenga que buscar en la biblioteca un libro que trate del modo de hablar con las chicas, o quizás tenga que preguntárselo a Tom, que baila y se ríe y habla sin dificultad. Vuelve a la barra y dice que va a llamar para decir que está enfermo, lo que quiere decir que no va a ir a trabajar. A la chica le cae bien, y ella le dice que la puede acompañar hasta su casa. Él me dice en voz baja que a lo mejor le echa un polvo, lo que quiere decir que a lo mejor se acuesta con ella. El único problema es la otra chica. «La mía», según dice él.

—Adelante —me dice—. Pregúntale si la puedes acompañar hasta su casa. Vamos a sentarnos en su mesa y se lo preguntas.

La cerveza me está haciendo efecto y me siento más valiente y no me da vergüenza sentarme a la mesa de las chicas y hablarles de Tim Costello y del doctor Samuel Johnson. Tom me da un codazo y me dice en voz baja:

—Por Dios, déjate de Samuel Johnson, ofrécete a acompañarla a su casa.

Cuando la miro veo a dos y me pregunto a cuál debo ofrecerme a acompañar a su casa, pero si miro entre las dos veo a una, y se lo ofrezco a ésa.

—¿A mi casa? —me dice—. Estás de broma. Qué risa. Yo soy secretaria, secretaria particular, y tú ni siquiera tienes el bachillerato. Pero ¿tú te has mirado al espejo últimamente?

Se ríe, y a mí se me vuelve a encender la cara. Tom se toma un largo trago de cerveza y yo sé que no tengo nada que hacer con estas chicas, de modo que me marcho y me voy andando por la Tercera Avenida, echando alguna que otra ojeada a mi reflejo en los escaparates y perdiendo toda esperanza.

4

El lunes por la mañana mi jefe, el señor Carey, me dice que voy a ser limpiador, que es un trabajo muy importante, pues estaré a la vista del público en el vestíbulo limpiando el polvo, barriendo, vaciando los ceniceros, y eso tiene importancia porque a los hoteles se les juzga por su vestíbulo. Dice que tenemos el mejor vestíbulo del país. Es el Palm Court, conocido en todo el mundo. Toda persona que es alguien ha oído hablar del Palm Court y del reloj del Biltmore. Caramba, sale en libros y en relatos cortos, de Scott Fitzgerald, de gente así. Las personas importantes se dicen unas a otras: «Nos veremos bajo el reloj del Biltmore», y ¿qué pasaría si cuando entrasen se encontraran todo lleno de polvo y enterrado entre la basura? Esa será mi tarea: mantener la fama del Biltmore. Debo limpiar y no debo hablar con los huéspedes, ni siquiera mirarlos. Si me hablan, debo decir: «Sí, señor» o «señora», o «No, señor» o «señora», sin dejar de trabajar. Me dice que debo ser invisible, y eso le hace reír.

—Imagínatelo, ¿eh? Eres el hombre invisible que limpia el vestíbulo.

Me dice que es un gran empleo y que no lo habría conseguido jamás si no hubiera venido recomendado por el Partido Demócrata, a petición del cura de California. El señor Carey dice que al que tenía antes este trabajo lo despidieron por hablar con chicas universitarias bajo el reloj, pero era italiano, así que qué se podía esperar.

—Ten los ojos bien abiertos —me dice—, no olvides darte una ducha todos los días, esto es América, mantente sereno, trátate con tu propia gente, ve con irlandeses y no tendrás problemas, no te pases con la bebida, y al cabo de un año podrás ascender a la categoría de mozo de equipajes o de botones y te darán propinas, y, quién sabe, a lo mejor llegas a camarero, y a

habrían terminado todos mis problemas, desde luego.

Me dice que en América es posible cualquier cosa.

—Mírame a mí: tengo cuatro trajes.

Al camarero jefe del vestíbulo lo llaman el
maître d’.
Me dice que sólo debo barrer lo que caiga al suelo y que no debo tocar nada que haya en las mesas. Si cae al suelo dinero o joyas o algo así, debo dárselo en persona a él, al
maître d’
y él decidirá lo que hay que hacer con ello. Si un cenicero está lleno, he de esperar a que un botones o un camarero me mande que lo vacíe. A veces se encuentran en los ceniceros cosas de las que hay que hacerse cargo. Una mujer puede quitarse un pendiente porque tiene irritada la oreja y olvidársele después que se lo ha dejado en el cenicero, y hay pendientes que valen miles de dólares, aunque cómo voy a saber nada de eso yo, que acabo de bajar del barco. Es tarea del
maître
d’
guardar todos los pendientes y devolvérselos a las mujeres de las orejas irritadas.

En el vestíbulo trabajan dos camareros que corren de acá para allá, tropezándose el uno con el otro y gruñéndose en griego. Me dicen:

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