Cuando nos hemos enterado de lo importantes que somos aprendemos a escribir a máquina. Tenemos que pasar a máquina un modelo de parte diario de efectivos con cinco copias con papel carbón, y si se comete un solo error, una sola teclita de más, un error en una suma, una corrección, hay que repetirlo todo.
—Nada de enmiendas, maldita sea. Este es el ejército de los Estados Unidos, y no permitimos las enmiendas. Si permites que un parte lleve enmiendas estás fomentando la dejadez en todo el frente. Aquí estamos defendiendo el terreno contra los rojos malditos, soldados. No se puede consentir la dejadez. Perfección, soldados, perfección. Ahora, a escribir a máquina, maldita sea.
El estrépito y el traqueteo de treinta máquinas de escribir hace que la sala suene como un campo de batalla, con los aullidos de los soldados/mecanógrafos que se equivocan de tecla y tienen que arrancar los partes de las máquinas y volver a empezar. Nos damos puñetazos en la cabeza y levantamos los puños al cielo y decimos a los instructores que casi habíamos terminado, que si no podríamos enmendar esta maldita letrita tan pequeña, por favor, por favor.
—Nada de enmiendas, soldado, y cuidado con esa lengua. Llevo en el bolsillo el retrato de mi madre.
Al final del curso me dan un certificado con la nota de Sobresaliente. El capitán que reparte los certificados dice que está orgulloso de nosotros y que todo el mando está orgulloso de nosotros, hasta el comandante en jefe supremo en Europa, el propio Dwight D. Eisenhower. El capitán dice con orgullo que sólo nueve soldados suspendieron el curso y que los veintiuno que aprobamos somos la honra de nuestras familias que están en casa. Nos entrega nuestros certificados y unas galletas de virutas de chocolate que prepararon su mujer y sus dos hijas pequeñas, y nos da permiso para comernos las galletas allí mismo por ser una ocasión especial. A mi espalda la gente maldice y murmura que esas galletas saben a mierda de gato y el capitán sonríe y se dispone a soltar otro discurso, hasta que un comandante le dice algo en voz baja y después me cuentan que el comandante le dijo: «Cállese, ha estado bebiendo», y es verdad, porque el capitán tiene una cara de esas que jamás hicieron ascos a una botella de whiskey.
Si no hubieran dado permiso a Shemanski yo seguiría en las perreras con Iván o estaría en una cervecería de Lenggries con los demás adiestradores de perros. Ahora tengo que pasarme una semana viéndole pasar a máquina partes y cartas y diciéndome que debería darle las gracias por haberme librado de los perros y haberme metido en un buen trabajo que podría ser útil en la vida civil. Dice que debería alegrarme de haber aprendido a escribir a máquina, que a lo mejor escribo algún día un libro como
Lo que el viento se llevó,
ja, ja, ja.
La noche anterior a su permiso hay una fiesta en una cervecería de Lenggries. Es viernes por la noche y yo tengo un pase de fin de semana. Shemanski tiene que volver al cuartel porque su permiso no empieza hasta el día siguiente, y cuando se marcha, su novia, Ruth, me pregunta dónde voy a alojarme mientras disfruto del pase de fin de semana. Me invita a ir a su casa para tomarme una cerveza, no estará Shemanski, pero en cuanto entramos por la puerta estamos en la cama locos de pasión.
—Ay, Mac —dice—, ay, Mac, qué joven eres.
Ella es vieja, tiene treinta y un años, pero nadie lo diría al ver cómo le da sin dejarme dormir nada, y si se porta así siempre con Shemanski no me extraña que éste necesite un largo permiso en los Estados Unidos. Después amanece y llaman a la puerta en el piso de abajo y cuando ella se asoma por la ventana suelta un gritito:
—Oh,
mein Gott,
es Shemanski, vete, vete, vete.
Yo me levanto de un salto y me visto tan deprisa como puedo, pero hay un problema cuando me pongo las botas e intento ponerme los pantalones con las botas puestas y las perneras se atascan y se enredan y Ruth está cuchicheando y sollozando:
—Porr la ventana, oh, porr favorr, oh, porr favorr.
No puedo salir por la puerta principal mientras esta allí Shemanski dando golpes, seguro que me mataría, así que tengo que saltar por la ventana y caigo en un metro de nieve que me salva la vida y sé que Ruth está allí arriba cerrando la ventana y corriendo la cortina para que Shemanski no me vea intentando quitarme las botas para poder ponerme los pantalones y ponerme después otra vez las botas, con tanto frío que tengo la polla del tamaño de un botón, con nieve por todas partes, que me llega casi hasta el vientre, se me mete en los pantalones, me llena las botas.
Ahora tengo que alejarme discretamente de la casa de Ruth y entrar en Lenggries buscando un café caliente en una cafetería donde pueda secarme, pero todavía no hay nada abierto y me vuelvo al cuartel preguntándome si habrá puesto Dios a Shemanski en este mundo para que me destruya del todo.
Ahora que soy escribiente de la compañía me siento en el escritorio de Shemanski y lo peor del día es escribir a máquina el parte de efectivos cada mañana. El sargento mayor Burdick se sienta en el otro escritorio tomando café y diciéndome lo importante que es ese parte, que lo esperan en el cuartel general para poder sumarlo a los demás partes de las compañías que van a Stuttgart, a Frankfurt, a Eisenhower, a Washington, para que el presidente Truman en persona conozca los efectivos del ejército de los Estados Unidos en Europa por si hay un ataque repentino de los malditos rusos, que no dudarían si nos faltase un hombre, un solo hombre, McCourt. Están esperando, McCourt, de modo que termina ese parte.
Al pensar que todo el mundo espera mi parte me pongo tan nervioso, que toco teclas equivocadas y tengo que empezar de nuevo. Cada vez que digo «mierda» y arranco el parte de la máquina de escribir el sargento Burdick enarca las cejas hasta el flequillo. Bebe su café, mira su reloj, pierde el control de las cejas y yo estoy tan desesperado que temo derrumbarme y echarme a llorar. Burdick recibe llamadas telefónicas del cuartel general, le dicen que está esperando el coronel, el general, el jefe del Estado Mayor, el presidente. Envían a un mensajero para que recoja el parte. Espera junto a mi escritorio y eso empeora las cosas y a mí me gustaría estar otra vez en el hotel Biltmore fregando retretes. Cuando está terminado el parte sin errores se lo lleva y el sargento Burdick se seca la frente con un pañuelo verde. Me dice que deje el resto del trabajo, que he de quedarme en ese escritorio todo el día y practicar, practicar, practicar, hasta que me salgan bien esos malditos partes. En el cuartel general harán comentarios y se preguntarán qué especie de gilipollas es él por haber cogido a un escribiente que ni siquiera sabe escribir a máquina un parte. Todos los demás escribientes despachan ese parte en diez minutos y él no quiere que la compañía C sea el hazmerreír del cuartel.
—Así que, McCourt, tú no vas a ninguna parte hasta que escribas a máquina partes perfectos. Ponte a escribir a máquina.
Me entrena día y noche, dándome cifras diferentes, diciéndome:
—Ya me lo agradecerás.
Y así es. Al cabo de pocos días puedo escribir a máquina los partes tan deprisa que envían del cuartel general a un teniente para que compruebe que no se trata de cifras inventadas, preparadas la noche anterior.
—No, no, yo lo tengo vigilado —dice el sargento Burdick, y el teniente me mira y le dice:
—Aquí hay madera de cabo, sargento.
—Sí, mi teniente —dice el sargento, y mueve vivamente las cejas al sonreír.
Cuando regresa Shemanski espero que me vuelvan a destinar con Iván, pero el capitán me dice que me quedo de escribiente encargado de suministros. Seré responsable de las sábanas, mantas, almohadas y condones que repartiré a los aprendices de adiestradores de perros de todo el Mando Europeo, asegurándome de que devuelven todo cuando se marchan, todo menos los condones, ja, ja, ja.
¿Cómo puedo decir al capitán que no quiero ser escribiente en el sótano, donde tengo que inventariarlo todo con un lenguaje al revés,
almohadas, fundas blancas de;
o
ping-pong, pelotas de;
contar cosas y preparar listas cuando lo único que quiero hacer es volver con Iván y con los adiestradores de perros y beber cerveza y buscar chicas en Lenggries, en Bad Tolz, en Munich?
—Mi capitán, ¿hay alguna posibilidad de que me vuelvan a destinar con los perros?
—No, McCourt. Eres un escribiente de primera. Retírate.
—Pero, mi capitán...
—Retírate, soldado.
Me revolotean por la cabeza tantas nubes oscuras que apenas acierto a salir de su despacho, y cuando Shemanski se ríe y me dice: «Te la ha clavado, ¿eh? ¿No te deja volver con tu guau guau?», yo le digo que se vaya a joder a otra parte, y me vuelven a meter a rastras en el despacho del capitán, que me suelta una reprimenda y me dice que si esto vuelve a suceder me encontraré ante un consejo de guerra que me dejará la hoja de servicios como la ficha policial de Al Capone. El capitán me dice con voz cortante que ahora soy soldado primera y que si me porto bien y llevo bien las cuentas y controlo los condones podría ascender a cabo dentro de seis meses, y ahora largo de aquí, soldado.
Al cabo de una semana vuelvo a meterme en un lío y es por mi madre. Cuando llegué a Lenggries fui a las oficinas del cuartel general para solicitar una asignación para mi madre. El ejército se quedaría con la mitad de mi sueldo, lo completaría y le enviaría un cheque todos los meses.
Ahora me estoy tomando una cerveza en Bad Tolz, y Davis, el escribiente de asignaciones, está en la misma sala borracho de schnaps, y cuando me dice en voz alta: «Oye, McCourt, qué pena que tu madre esté en la puta ruina», las nubes oscuras que tengo en la cabeza me ciegan tanto que tiro mi jarra de cerveza y caigo sobre él decidido a estrangularlo hasta que me apartan dos sargentos y me retienen hasta que llega la policía militar.
Paso la noche en el calabozo en Bad Tolz y a la mañana siguiente me llevan ante un capitán. Éste me pregunta por qué me dedico a asaltar a cabos que se están tomando una cerveza sin meterse con nadie, y cuando le cuento el insulto a mi madre me pregunta:
—¿Quién es el escribiente de asignaciones?
—El cabo Davis, mi capitán.
—Y tú, McCourt, ¿de dónde eres?
—De Nueva York, mi capitán.
—No, no. Lo que te pregunto es de dónde eres de verdad.
—De Irlanda, mi capitán.
—Eso ya lo sé, maldita sea. Llevas el mapa estampado en la cara. ¿De qué parte?
—De Limerick, mi capitán.
—¿Ah, sí? Mis padres son de Kerry y de Sligo. Es un bonito país, pero es pobre, ¿verdad?
—Sí, mi capitán.
—Bueno, que pase Davis.
Davis entra y el capitán se dirige al hombre que está a su lado y que toma notas.
—Que no conste esto en el acta, Jackson. Ahora bien, Davis, ¿dijiste algo en público acerca de la madre de este hombre?
—Yo... sólo...
—¿Dijiste algo de carácter confidencial sobre los problemas económicos de la señora?
—Bueno... mi capitán...
—Davis, eres un capullo y podría mandarte ante un consejo de guerra de compañía, pero me limitaré a decir que te tomaste unas cervezas y te fuiste de la lengua.
—Gracias, mi capitán.
—Y si me vuelvo a enterar de que haces comentarios de esa clase te meto un cactus por el culo. Retírate.
Cuando se ha marchado Davis, el capitán dice:
—Los irlandeses, McCourt, tenemos que estar unidos. ¿No es así?
—Sí, mi capitán.
En el pasillo Davis me tiende su mano.
—Lo siento, McCourt. Debería haber tenido más juicio. Mi madre también recibe la asignación, y es irlandesa. O sea, sus padres eran irlandeses, así que yo soy medio irlandés.
Es la primera vez en mi vida que alguien me pide disculpas y lo único que puedo hacer es murmurar y sonrojarme y dar la mano a Davis, porque no sé qué decir. Y no sé qué decir a las personas que sonríen y que me dicen que sus madres y sus padres y sus abuelos son irlandeses. Un día insultan a tu madre, al día siguiente presumen de que sus madres son irlandesas. ¿A qué se debe que en cuanto abro la boca todo el mundo me dice que es irlandés y que nos tomemos unas copas? No basta con ser americano. Siempre hay que ser algo más, irlando-americano, germano-americano, y uno se pregunta cómo se las arreglarían si alguien no hubiera inventado el guión.
Cuando me hicieron escribiente de suministros el capitán no me dijo que tendría que amontonar la ropa de cama de la compañía dos martes cada mes y llevarla en camión a la lavandería militar que estaba en las afueras de Munich. A mí no me importa, porque supone pasar un día fuera del cuartel y me puedo acostar sobre los bultos de ropa de cama con otros dos escribientes de suministros, Rappaport y Weber, y hablar con ellos de la vida civil. Antes de salir del cuartel nos pasamos por el PX para recibir nuestra ración mensual de una libra de café y un cartón de cigarrillos para vendérselos a los alemanes. Rappaport tiene que recoger una provisión de compresas Kotex que le servirán para protegerse los hombros huesudos del peso del fusil cuando esté haciendo guardia de centinela. A Weber le parece divertido y nos dice que, aunque él tiene tres hermanas, maldito si iba a acercarse a un dependiente y pedirle unas Kotex. Rappaport esboza una sonrisa y dice:
—Si tienes hermanas, Weber, todavía se las arreglan con trapos.
Nadie sabe por qué nos reparten una libra de café, pero los otros escribientes de suministros me dicen que tengo una suerte de puta madre por no fumar. A ellos les gustaría no fumar para poder vender los cigarrillos a las chicas alemanas a cambio de sexo. Weber, de la compañía B, dice que a cambio de un cartón jodes un montón, y eso lo excita tanto que hace un agujero con el pitillo en el bulto de sábanas de la compañía A, y Rappaport, el escribiente de la compañía A que está haciendo su primer viaje, como yo, le dice que como no tenga cuidado lo hace papilla.
—¿Ah, sí? —dice Weber, pero el camión se detiene y Buck, el conductor, dice que nos bajemos todos porque estamos en una pequeña cervecería clandestina y si tenemos suerte puede que haya algunas chicas en la habitación del fondo dispuestas a hacer cualquier cosa a cambio de algunas cajetillas de nuestros cartones. Los demás se ofrecen a comprarme mis cigarrillos a bajo precio, pero Buck me dice:
—No seas estúpido, Mac, eres un muchacho, tú también tienes que echar un polvo o se te pondrá rara la cabeza.