Buck tiene el pelo gris y medallas de la Segunda Guerra Mundial. Todo el mundo sabe que fue ascendido a oficial en el campo de batalla, pero se emborrachaba constantemente y se ponía violento y lo fueron degradando hasta dejarlo en soldado raso. Eso es lo que cuentan de Buck, aunque ya voy aprendiendo que de todo lo que cuente cualquiera en el ejército acerca de lo que sea no hay que creerse ni la mitad de la mitad. Buck me recuerda al cabo Dunphy de Fort Dix. Eran hombres indómitos, hicieron su deber en la guerra, no saben qué hacer en tiempo de paz, no los pueden mandar a Corea por lo que beben y el ejército será su único hogar hasta su muerte.
Buck habla alemán y parece que conoce a todo el mundo y todo tipo de cervecerías pequeñas y clandestinas a lo largo de la carretera de Lenggries a Munich. En todo caso, no hay chicas en la habitación del fondo, y cuando Weber se queja, Buck le dice:
—Jódete, Weber. ¿Por qué no te escondes detrás de ese árbol y te haces una paja?
Weber dice que no le hace falta meterse detrás de ningún árbol, que estamos en un país libre y puede hacerse una paja donde quiera.
—Muy bien, Weber, muy bien —le dice Buck—, a mí me importa un pito. Por mí, como si te sacas la picha y te la meneas en plena carretera.
Buck nos dice que volvamos a subirnos al camión y seguimos hasta Munich sin más paradas en cervecerías pequeñas y clandestinas.
Los sargentos no deberían mandarlo a uno llevar la colada a un sitio como éste sin decirle qué sitio es. Sobre todo, no deberían habérselo mandado a Rappaport, porque es judío, y no deberían haber esperado a que levantase la vista en el camión y exclamara: «Oh, Cristo», cuando divisó el nombre del lugar en la puerta: Dachau.
¿Qué pudo hacer él sino saltar del camión cuando Buck redujo la velocidad al llegar hasta el policía militar de la puerta, saltar del camión y echar a correr por la carretera de Munich gritando como un loco? Ahora Buck tiene que adelantar el camión y nosotros vemos que dos policías militares persiguen a Rappaport, lo agarran, lo meten a la fuerza en el jeep y lo vuelven a traer. Me da lástima por lo pálido que se ha puesto, por su modo de temblar como una persona que se ha quedado mucho tiempo al aire libre cuando hace frío.
—Lo siento, lo siento, no puedo, no puedo —repite, y los policías militares lo tratan con tolerancia. Uno habla por teléfono desde la garita y cuando vuelve dice a Rappaport:
—Está bien, soldado, no hace falta que entres. Puedes quedarte aquí cerca con un teniente y esperar hasta que esté lista tu colada. Tus amigos pueden encargarse de tus bultos.
Mientras descargamos los camiones me intrigan los alemanes que nos están ayudando. ¿Estuvieron en este sitio en los malos tiempos, y cuánto saben? Los soldados que descargan otros camiones bromean y ríen y se dan golpes con los bultos, pero los alemanes trabajan y no sonríen y sé que en sus mentes hay recuerdos oscuros. Si vivían en Dachau o en Munich debían saber lo que pasaba en este lugar, y a mí me gustaría saber qué piensan cuando vienen aquí cada día.
Después Buck me dice que no puede hablar con ellos porque ni siquiera son alemanes. Son refugiados, expatriados, húngaros, yugoslavos, checos, rumanos. Viven en campamentos por toda Alemania hasta que alguien decida qué hacer con ellos.
Cuando terminamos de descargar Buck dice que es hora de comer y que va al comedor. Weber también. Yo no soy capaz de ir a comer sin darme antes un paseo y ver este sitio que llevo viendo en los periódicos y en los noticieros cinematográficos desde que me crié en Limerick. Hay placas con inscripciones en hebreo y en alemán, y yo me pregunto si señalan fosas comunes.
Hay hornos crematorios con las puertas abiertas y yo sé lo que pasaba allí dentro. Había visto las fotos en revistas y en libros y las fotos son fotos, pero éstos son los hornos y yo podría tocarlos si quisiera. No sé si quiero tocarlos, pero si me marchara de este sitio y no volviese nunca con la colada me diría a mí mismo: «Podrías haber tocado los hornos crematorios de Dachau y no los tocaste, y ¿qué vas a decir a tus hijos y a tus nietos?» Podría no decirles nada, pero ¿de qué me serviría eso cuando esté sólo y me diga a mí mismo: «Por qué no tocaste los hornos crematorios de Dachau»?
Así que paso por delante de las placas y toco los hornos crematorios y me pregunto si está bien rezar una oración católica en presencia de los muertos judíos. Si a mí me mataran los ingleses, ¿me importaría que la gente como Rappaport tocase mi lápida y rezase en hebreo? No, no me importaría, teniendo en cuenta que los curas nos decían que todas las oraciones que no son egoístas y son por los demás llegan a oídos de Dios.
Con todo, no puedo rezar las tres avemarías habituales porque en ellas se habla de Jesús, que no ayudó en ningún modo a los judíos en la época reciente. No sé si está bien rezar el padrenuestro tocando la puerta de un horno crematorio, pero parece bastante inofensivo y eso es lo que rezo, confiando en que los muertos judíos se harán cargo de mi ignorancia.
Weber me llama desde la puerta del comedor:
—McCourt, McCourt, aquí van a cerrar. Si quieres comer, mueve el culo y ven aquí.
Llevo mi bandeja con el cuenco de gulash húngaro y el pan hasta la mesa donde están sentados Buck y Weber junto a la ventana, pero cuando miro por la ventana veo los hornos crematorios y ya no me apetece mucho el gulash húngaro y es la primera vez en mi vida que me dejo comida en el plato. Si me vieran ahora en Limerick dejándome comida en el plato me dirían que me había vuelto loco de atar, pero ¿cómo va a comerse uno un gulash húngaro allí sentado, mientras lo miran fijamente unos hornos crematorios abiertos y los recuerdos de la gente que fue quemada allí, sobre todo los niños pequeños? Siempre que los periódicos publican fotos de madres y de niños pequeños que mueren juntos muestran cómo se deposita el niño sobre el pecho de la madre dentro del ataúd, y estarán juntos durante toda la eternidad y eso es un consuelo. Pero en las fotos de Dachau y de los demás campos no mostraban eso nunca. En las fotos aparecían los niños pequeños tirados a un lado como perros y uno se daba cuenta de que si llegaban a enterrarlos los enterrarían lejos del pecho de sus madres y entrarían solos en la eternidad, y sé, allí sentado, que si alguien me ofrece alguna vez gulash húngaro en la vida civil me acordaré de los hornos crematorios de Dachau y diré «no, gracias».
Pregunto a Buck si hay fosas comunes bajo las placas y él me dice que no hacen falta fosas comunes cuando se quema a todo el mundo, y que eso es lo que hacían en Dachau, los muy hijos de perra.
—Oye, Buck, no sabía que fueses judío —dice Weber.
—No, gilipollas. ¿Es que hace falta ser judío para ser un ser humano?
Buck dice que Rappaport debe de tener hambre y que deberíamos llevarle un bocadillo, pero Weber dice que es la cosa más ridícula que ha oído en su vida. Habían dado gulash de comida, y ¿cómo iba uno a hacer un bocadillo con eso? Buck dice que se puede hacer un bocadillo con cualquier cosa, y que si Weber no fuera tan estúpido se daría cuenta. Weber le hace un gesto con el dedo y le dice «tu madre», y Buck se le habría echado encima si no se lo impide el sargento de guardia, que nos dice que nos vayamos todos, que han cerrado, a no ser que queramos quedarnos a fregar el suelo un rato.
Buck sube a la cabina del camión y Weber y yo nos echamos una siesta en la parte de atrás hasta que la colada está preparada y cargamos. Rappaport está sentado junto a la puerta de entrada leyendo
Barras y estrellas.
Quiero hablarle de los hornos crematorios y de las cosas malas que pasaron en este lugar, pero él sigue pálido y con aspecto de tener frío.
Cuando estamos a mitad de camino de Lenggries, Buck se aparta de la carretera principal y sigue un camino estrecho hasta llegar a una especie de campamento, un conjunto de chabolas, cobertizos, tiendas de campaña viejas, por donde corren niños pequeños descalzos a pesar del tiempo frío de primavera y los mayores están sentados en el suelo alrededor de las hogueras. Buck salta de la cabina y nos dice que traigamos nuestro café y nuestros cigarrillos y Rappaport le pregunta para qué.
—Para echar un polvo, chico, para echar un polvo. No lo regalan.
—Vamos, vamos —dice Weber—, no son más que expatriados.
Los refugiados vienen corriendo, hombres y mujeres, pero yo sólo soy capaz de mirar a las muchachas.
Éstas sonríen y tiran de las latas de café y de los cartones de cigarrillos y Buck grita:
—Esperad, que no os quiten vuestras cosas.
Weber desaparece en una chabola con una mujer vieja, de unos treinta y cinco años, y yo busco con la mirada a Rappaport. Éste sigue todavía en el camión, asomado sobre el borde de la caja, pálido. Buck hace una señal a una de las muchachas y me dice:
—Bueno, ésta es tu nena, Mac. Dale los cigarrillos y quédate con el café y ten cuidado con la cartera.
La muchacha lleva un vestido harapiento con flores rosadas y tiene tan poca carne que es difícil determinar su edad. Me lleva de la mano hasta una choza y le resulta fácil desnudarse porque no lleva nada debajo del vestido. Se tiende sobre un montón de trapos que hay en el suelo y yo tengo tantas ganas de hacérmelo con ella que me bajo los pantalones por las piernas hasta que no puedo bajarlos más a causa de las botas. Ella tiene el cuerpo frío pero está caliente por dentro y yo estoy tan excitado que termino en un momento. Ella se aparta y se va a un rincón donde se agacha sobre un cubo y aquello me recuerda los tiempos de Limerick cuando teníamos un cubo en el rincón. Se aparta del cubo, se pone el vestido y extiende la mano.
—¿Cigarrillos?
Yo no sé cuántos debo darle. ¿Debo darle todo el cartón por aquel momento de excitación, o debo darle una cajetilla de veinte pitillos?
—¿Cigarrillos? —vuelve a decir ella, y cuando miro el cubo del rincón le doy todo el cartón.
Pero ella no se queda satisfecha.
—¿Café?
—No, no, café no —le digo, pero se acerca a mí, me abre la bragueta y yo me excito tanto que volvemos a caer sobre los trapos y ella sonríe por primera vez al contemplar tanta riqueza de cigarrillos y café, y cuando le veo los dientes comprendo por qué no sonríe mucho.
Buck vuelve a la cabina del camión sin decir una palabra a Rappaport y yo no digo nada porque creo que me avergüenzo de lo que he hecho. Intento decirme a mí mismo que no me avergüenzo, que he pagado lo que me dieron, hasta di a la muchacha mi café. No sé por qué debo tener vergüenza en presencia de Rappaport. Creo que es porque tuvo respeto por los refugiados y se negó a aprovecharse de ellos, pero, si fue así, ¿por qué no demostró su respeto y su lástima regalándoles sus cigarrillos y su café?
A Weber no le importa Rappaport. No deja de hablar del polvo tan estupendo que había echado y de lo poco que le había costado. Sólo había dado a la mujer cinco cajetillas, y le queda el resto del café y podrá echar polvos en Lenggries durante una semana.
Rappaport le dice que es subnormal e intercambian insultos hasta que Rappaport se le echa encima y se revuelcan por encima de la colada con las narices ensangrentadas, hasta que Buck para el camión y les dice que lo dejen ya, y lo único que me preocupa a mí es la sangre que puede haber caído en la colada de la compañía C.
El día después del destacamento de lavandería en Dachau se me hincha el cuello y el médico me dice que haga el petate, que me envía de vuelta a Munich, que tengo paperas. Me pregunta si he estado en contacto con niños, porque esos son los que contagian las paperas, los niños, y cuando las coge un hombre puede que allí acabe su estirpe.
—¿Me entiendes, soldado?
—No, señor.
—Quiere decir que quizás no puedas tener hijos tú.
Me envían en un jeep con un conductor, el cabo John Calhoun, que me dice que las paperas son el castigo de Dios por haber fornicado con mujeres alemanas y que debo ver en esto una señal. Detiene el jeep y cuando me dice que me arrodille con él a un lado de la carretera para pedir perdón a Dios antes de que sea demasiado tarde, tengo que obedecerle porque lleva dos galones. Tiene espuma en las comisuras de los labios y sé por haberme criado en Limerick que esto es un síntoma seguro de locura y que si no caigo de rodillas con John Calhoun puede volverse violento en nombre de Dios. Alza los brazos al cielo y da gracias a Dios por haberme enviado el don de las paperas en el momento oportuno para que me reforme y salve mi alma, y pide a Dios que me siga enviando más recordatorios suaves de mi vida pecaminosa, la varicela, un dolor de muelas, el sarampión, dolores de cabeza fuertes y una pulmonía si es preciso. Sabe que no fue casualidad que lo eligieran a él para que me llevase a Munich con mis paperas. Sabe que la guerra de Corea estalló para que él fuera movilizado y lo enviaran a Alemania para que salvase mi alma y las almas de todos los demás fornicadores. Agradece a Dios ese privilegio y promete velar por el alma del soldado McCourt en la sala de paperas del hospital militar de Munich durante todo el tiempo que desee el Señor. Dice al Señor que está contento por estar salvado, que está gozoso, oh, muy gozoso, y canta una canción que habla de reunirse junto al río y da golpes en el volante y conduce tan deprisa que yo me pregunto si estaré muerto en una cuneta antes de llegarme a curar de las paperas.
Me acompaña por el vestíbulo del hospital, canta sus himnos religiosos, anuncia al mundo que estoy salvado, que el Señor ha enviado una señal, sí, en verdad, las paperas, que estoy dispuesto a arrepentirme. Alabado sea Dios. Dice al sanitario de ingresos, un sargento, que me deben dejar una Biblia y tiempo para la oración y el sargento le dice que se vaya al infierno y se largue de allí. El cabo Calhoun lo bendice por haberle dicho eso, lo bendice desde lo más hondo de su corazón, promete rezar por el sargento, que está claramente del lado del demonio, dice al sargento que está perdido, pero que si cae de rodillas allí mismo y acepta a Jesús Nuestro Señor conocerá la paz que sobrepuja todo entendimiento, y suelta tanta espuma por la boca que tiene la barbilla nevada.
El sargento sale de detrás de su escritorio y empuja a Calhoun por el vestíbulo hasta la puerta principal mientras Calhoun le dice:
—Arrepiéntase, mi sargento, arrepiéntase. Hagamos una pausa, hermano, y recemos por este irlandés tocado por el Señor, tocado con las paperas. Oh, reunámonos junto al río.
Todavía está suplicando y rezando cuando el sargento lo arroja a la noche de Munich.