—Oye, mirad al universitario. ¿No te dignas hablar con nosotros, eh?
Y cuando yo les comentaba lo extraña que era la lengua anglosajona, ellos me dicen que estoy diciendo gilipolleces, que eso no es inglés ni mucho menos, y a quién coño te crees que vas a engañar, chico. Me decían que puede que ellos no hubieran ido nunca a la universidad, pero que no iban a consentir que les tomara el pelo un gilipollas de mierda recién desembarcado de Irlanda que les decía que eso era la lengua inglesa cuando se veía claramente que en toda esa maldita página no había ni una palabra inglesa.
Después, no quieren hablar conmigo y el jefe de muelle de carga me hace pasar dentro a manejar el montacargas para que los hombres no me hagan jugarretas, para que no me suelten pesos que me descoyunten los brazos ni hagan como que me van a atropellar con las carretillas elevadoras.
Me gustaría contar a la profesora cómo pienso en los escritores y en los poetas que vienen en el libro de texto y cómo me pregunto a mí mismo con cuáles me gustaría tomarme una pinta en una taberna del Greenwich Village, y el que más destaca es Chaucer. Yo estaría dispuesto en cualquier momento a invitarle a una pinta y a escuchar sus cuentos sobre los peregrinos que van a Canterbury. Me gustaría contar a la profesora cuánto me gustan los sermones de John Donne y cuánto me gustaría invitarle a una pinta, sólo que era cura protestante y no destacaba por su afición a sentarse a trasegar pintas en las tabernas.
No puedo hablar de todo esto porque es peligroso levantar la mano en cualquier clase para decir cuánto te gusta algo. El profesor te mira con una sonrisita de conmiseración y la clase la ve y la sonrisita de conmiseración recorre el aula hasta que tú te sientes tan tonto que se te pone roja la cara y te prometes a ti mismo que no te volverá a gustar nada en la universidad, o que si te gusta algo te lo callarás. Esto puedo decírselo a Brian McPhillips, que se sienta a mi lado, pero otro que está en el asiento de delante se vuelve y dice:
—¿No estaremos siendo un poco paranoicos?
Paranoicos. Es otra palabra que tengo que consultar, teniendo en cuenta que todo el mundo de la Universidad de Nueva York la dice. En vista de cómo me mira este estudiante, levantando la ceja izquierda casi hasta el flequillo con un gesto de superioridad, lo único que puedo suponer es que me está acusando de estar loco, y es inútil que intente responderle sin haberme enterado de qué significa esa palabra. Estoy seguro de que Brian McPhillips sabe lo que significa la palabra, pero está ocupado hablando con Joyce Timpanelli, que se sienta a su izquierda. Siempre están mirándose y sonriéndose. Eso significa que hay algo y que no puedo molestarles por la palabra paranoico. Debería llevar encima un diccionario, y así cuando alguien me soltara una palabra rara yo podría consultarla sobre la marcha y replicar con una respuesta ingeniosa con la que hiciera caer la ceja levantada de superioridad.
O bien podría practicar el silencio tal como aprendí en el ejército e ir a lo mío, que es lo mejor de todo porque a las personas que atormentan a otras personas con palabras raras no les gusta que vayas a lo tuyo.
Andy Peters se sienta a mi lado en Introducción a la Filosofía y me habla de un trabajo en un banco, el Manufacturer's Trust Company, que está en la calle Broad. Buscan a gente que despache las solicitudes de créditos personales, y yo podría elegir un turno de cuatro de la tarde a medianoche, o de medianoche a ocho de la mañana. Dice que lo mejor de este trabajo es que cuando terminas la tarea te puedes marchar, que nadie trabaja las ocho horas enteras.
Hay una prueba de mecanografía que a mí no me da ningún problema después del modo en que el ejército me arrancó de mi perro y me hizo escribiente mecanógrafo de la compañía. El banco dice que bueno, que puedo hacer el turno de cuatro de la tarde a medianoche, para que pueda ir a clase por la mañana y dormir por la noche. Los miércoles y los viernes no tengo clase y puedo echar el día en los almacenes y en los muelles y ganarme un dinero adicional pensando en el día en que mi hermano Michael se licencie de las Fuerzas Aéreas y mi madre deje de recibir la asignación. Puedo meter el dinero de los miércoles y los viernes en una cuenta separada y, cuando llegue el día, ella no tendrá que ir corriendo a la Conferencia de San Vicente de Paúl a pedir comida ni zapatos.
En el turno del banco estamos siete mujeres y cuatro hombres, y lo único que tenemos que hacer es coger montones de solicitudes de créditos personales y enviar a los solicitantes notificaciones de que se les ha aceptado o rechazado la solicitud. Andy Peters me dice en una pausa para tomar café que si veo alguna vez una solicitud de algún amigo mío que haya sido rechazada puedo cambiarla y ponerla como aceptada. Los oficiales de créditos que trabajan de día usan un código sencillo, y él me enseñará a alterarlo.
Vemos noche tras noche centenares de solicitudes de créditos. La gente las pide porque van a tener un hijo, para irse de vacaciones, para comprarse coches o muebles, para consolidar sus deudas, para gastos de hospital, para funerales, para decorar apartamentos. A veces adjuntan cartas, y si hay alguna buena todos dejamos de escribir a máquina y nos las leemos los unos a los otros. Hay cartas que hacen llorar a las mujeres y que dan ganas de llorar a los hombres. Muere un niño recién nacido y hay gastos, y no podría el banco ayudarles. Un marido abandona el hogar y la solicitante no sabe qué hacer, dónde acudir. No ha tenido un trabajo en su vida, cómo iba a tenerlo criando tres hijos, y necesita trescientos dólares para ir tirando hasta que encuentre trabajo y una niñera barata.
Un hombre promete que si el banco le presta quinientos dólares él se dejará sacar una pinta de sangre todos los meses durante el resto de su vida, y dice que es un buen negocio porque su sangre es de un tipo poco corriente, aunque no está dispuesto a decir cuál es de momento, pero si el banco le ayuda recibirá a cambio una sangre que vale tanto como el oro, la mejor garantía del mundo.
El hombre de la sangre es rechazado y Andy lo deja pasar, pero cambia el código de la mujer desesperada con tres hijos a la que rechazaron por no tener garantías.
—No sé cómo pueden dar créditos a las personas que quieren pasarse dos semanas tiradas en la arena de una playa de Jersey, para rechazar acto seguido a una mujer con tres hijos que está entre la espada y la pared —dice Andy—. Amigo mío, la revolución empieza aquí.
Cambia varias solicitudes cada noche para demostrar lo estúpido que puede ser un banco. Dice que sabe lo que pasa de día, cuando los gilipollas de los oficiales de créditos revisan las solicitudes. ¿De Harlem? ¿Negro? Se le quitan puntos. ¿Puertorriqueño? Se le quitan muchos puntos. Me dice que hay docenas de puertorriqueños en Nueva York que se creen que fueron aceptados por sus buenas garantías, pero que en todos los casos fue porque Andy Peters tuvo lástima de ellos. Dice que en los barrios pe erre es una cosa muy grande salir el fin de semana a sacar brillo al coche. A lo mejor no van nunca a ninguna parte, pero lo que importa es sacarle brillo, mientras los viejos sentados en el umbral de la puerta te ven sacar brillo y se beben su cerveza comprada en botellas de cuartillo en las bodegas, Tito Puente suena a todo volumen en la radio, los viejos miran a las chicas que se pasean por la acera meneando el culo, hombre, eso es vivir, hombre, eso es vivir, y ¿qué más quieres?
Andy habla constantemente de los puertorriqueños. Dice que son la única gente que sabe vivir en esta maldita ciudad estrecha, que es una tragedia que no fueran los españoles los que remontaron el Hudson en vez de los malditos holandeses y de los malditos ingleses. Tendríamos siestas, hombre, tendríamos color. No tendríamos
El hombre del traje gris
. Si estuviera en su mano, concedería un crédito a todos los puertorriqueños que lo piden para comprarse un coche, para que estuvieran por toda la ciudad sacando brillo a sus coches nuevos, bebiéndose sus cervezas que llevan en bolsas de papel marrón, disfrutando de Tito y tonteando con las chicas que se pasean por la acera meneando el culo, chicas que llevan esas blusas transparentes de campesinas y medallas de Jesús que les descansan en el escote, y ¿no valdría la pena vivir en una ciudad así?
Las mujeres de la oficina se ríen de lo que dice Andy, pero le dicen que se calle porque quieren terminar el trabajo y largarse de aquí. En su casa les esperan sus hijos y sus maridos.
Cuando terminamos temprano vamos a tomarnos una cerveza y él me explica por qué a sus treinta y un años estudia filosofía en la Universidad de Nueva York. Había estado en la guerra, no en la de Corea, en la grande de Europa, pero tiene que trabajar por las noches en este maldito banco porque fue expulsado del ejército en la primavera de 1945, poco antes del final de la guerra, y ¿verdad que es una perrería?
Cagando, eso era lo que estaba haciendo, cagando tranquilamente y en paz en una zanja francesa, ya se había limpiado y se disponía a abrocharse los pantalones cuando tienen que presentarse un maldito teniente y un sargento, y al sargento no se le ocurre otra cosa que hacer que plantarse ante Andy y acusarle de haber cometido un acto contra natura con aquella oveja de allí, a pocos pasos de distancia. Andy reconoce que el teniente tenía derecho, en cierto modo, a sacar conclusiones equivocadas, pues inmediatamente antes de subirse los pantalones Andy tenía una erección que le había hecho difícil subirse los susodichos pantalones, y aunque él odiaba cualquier cosa que se pareciera a un oficial, le pareció que no vendría mal dar explicaciones:
—«Bueno, teniente, puede que yo me haya jodido a esa oveja o puede que no me haya jodido a esa oveja, pero lo que interesa en este caso es la preocupación especial de usted por mí y por mis relaciones con esa oveja. Estamos en guerra, mi teniente. Yo vengo aquí a cagar en una zanja francesa y me encuentro una oveja delante de los ojos y tengo diecinueve años y no he echado un polvo desde el baile del instituto, y una oveja, sobre todo una oveja francesa, tiene un aspecto muy tentador, y si yo le he dado la impresión de estar a punto de echarme encima de esa oveja, tiene razón, mi teniente, lo estaba, pero no lo hice. El sargento y usted interrumpieron una bonita relación.» Creí que el sargento se reiría, pero en vez de ello me dijo que yo era un condenado mentiroso, que se me veía a la legua la oveja, que se me veía a la legua que tenía ganas de oveja. Yo lo había soñado pero no había pasado, y lo que decía era tan injusto que le di un empujón, no le pegué, sólo le di un empujón, y acto seguido, Jesús, me apuntaban a la cara con artillería de todas clases, pistolas, carabinas, fusiles M1, y antes de darme cuenta me encontré ante un consejo de guerra, donde tenía como defensor a un capitán borracho que me dijo en privado que yo era un jodeovejas repugnante y que sentía no poder estar al otro lado, en la acusación, porque su padre era un vasco de Montana, y allí respetaban a las ovejas, y yo no sé todavía si me mandaron a la prisión militar seis meses por atacar a un oficial o por joder a una oveja. Lo que saqué de todo esto fue que me expulsaron del ejército, y cuando te pasa eso bien puedes dedicarte a estudiar filosofía en la Universidad de Nueva York.
A causa del señor Calitri anoto recuerdos de Limerick en cuadernos. Preparo listas de calles, de maestros, de curas, de vecinos, de amigos, de tiendas.
Estoy seguro de que la gente de la clase del señor Calitri me mira de manera diferente después de la redacción de «La cama». Seguramente las chicas se dicen las unas a las otras que jamás estarían dispuestas a salir con una persona que se ha pasado la vida en una cama en la que quizás se hubiera muerto alguien. Después, Mike Small me dice que ha oído contar lo de la redacción y que ésta había conmovido a mucha gente de la clase, chicos y chicas. No quería que ella se enterase de dónde procedía yo, pero ahora quiere leer la redacción, y después de leerla se le llenan de lágrimas los ojos y dice:
—Ay, no sabía nada. Ay, debió de ser terrible.
Dice que le recuerda a Dickens, aunque yo no sé cómo puede ser eso porque en Dickens todo termina bien siempre.
Claro que esto no se lo voy a decir a Mike Small, no vaya a creerse que estoy discutiendo con ella. Podría darse media vuelta y volverse con Bob, el jugador de fútbol americano.
Ahora el señor Calitri nos encarga que escribamos una redacción sobre nuestras familias en la que intervenga la adversidad, un momento oscuro, un contratiempo, y aunque yo no quiero volver al pasado hay una cosa relacionada con mi madre que está pidiendo que la escriba.
LA PARCELA
Cuando empezó la guerra y se impuso el racionamiento de los alimentos en Irlanda, el gobierno ofreció a las familias pobres parcelas de tierra en campos de las afueras de Limerick. Cada familia podía disponer de una parcela de 250 metros cuadrados, limpiarla y cultivar en ella las verduras que quisiera.
Mi padre solicitó una parcela por la carretera de Rosbrien y el gobierno le prestó una pala y una horquilla para trabajar. Nos llevó a mi hermano Malachy y a mí para que le ayudásemos. Cuando mi hermano Michael vio la pala se echó a llorar y quería venir también, pero sólo tenía cuatro años y habría sido un estorbo. Mi padre le dijo, chis, que cuando volviésemos de Rosbrien le traeríamos moras.
Pregunté a mi padre si me dejaba llevar la pala, y no tardé en arrepentirme, pues Rosbrien estaba a varios kilómetros de Limerick. Malachy había llevado la horquilla al principio, pero mi padre se la quitó al ver cómo la agitaba de un lado a otro, a punto de sacar los ojos a la gente. Malachy lloró hasta que mi padre le dijo que le dejaría traer la pala a casa todo el camino. Mi hermano no tardó en olvidarse de la horquilla cuando vio a un perro que estaba dispuesto a correr detrás de un palo durante kilómetros enteros, hasta que echó espuma de cansancio y se quedó tumbado en el camino con la cabeza levantada y con el palo entre las patas y tuvimos que dejarlo.
Cuando mi padre vio la parcela sacudió la cabeza.
—Rocas —dijo—, rocas y piedras.
Y lo único que hicimos aquel día fue amontonar piedras junto al muro bajo que estaba a lo largo de la carretera. Mi padre se puso a sacar piedras con la pala, y aunque yo sólo tenía nueve años observé que había dos hombres en las parcelas contiguas que hablaban entre sí, lo miraban y se reían discretamente. Pregunté a mi padre por qué, y él mismo soltó una risa apagada y dijo: