Aquí, en una biblioteca de Queens, estoy descubriendo la literatura irlandesa, preguntándome por qué el maestro no nos habló nunca de todos aquellos escritores, hasta que descubro que todos eran protestantes, hasta Sean O'Casey, cuyo padre era de Limerick. Nadie de Limerick estaría dispuesto a reconocer a unos protestantes el mérito de ser grandes escritores irlandeses.
En la segunda semana de Introducción a la Literatura, el señor Herbert dice que desde su punto de vista personal uno de los ingredientes más deseables en una obra literaria es el entusiasmo, y que éste se encuentra, desde luego, en las obras de Jonathan Swift y en su admirador, nuestro amigo el señor McCourt. Si bien la valoración de Swift por parte del señor McCourt tiene cierto grado de inocencia, está animada por el entusiasmo. El señor Herbert dice a la clase que yo fui el único entre treinta y tres personas que elegí a un escritor verdaderamente grande, que le desmoraliza pensar que en esta clase hay personas que consideran que Lloyd Douglas o Henry Morton Robinson eran grandes escritores. Ahora me pregunta cómo y cuándo leí por primera vez a Swift, y yo tengo que contarle que un ciego me pagaba en Limerick para que le leyera a Swift cuando yo tenía doce años.
No quiero hablar de este modo en la clase por la vergüenza que pasé la semana pasada, pero tengo que hacer lo que me dice porque de lo contrario podrían expulsarme de la universidad. Los demás estudiantes me miran y susurran entre sí y yo no sé si se burlan de mí o me admiran. Cuando termina la clase vuelvo a bajar por las escaleras en vez de en el ascensor, pero no puedo salir por la puerta de la planta baja porque hay un letrero que dice Salida de incendios y que me advierte de que si empujo cualquier cosa sonarán las alarmas. Vuelvo a subir al sexto piso para coger el ascensor, pero esa puerta y las puertas de todos los demás pisos están cerradas y lo único que puedo hacer es empujar la puerta de la planta baja hasta que suena la alarma y me llevan a una oficina para que cumplimente un formulario y haga una declaración por escrito explicando lo que hacía allí haciendo saltar las alarmas.
No sirve de nada declarar mis problemas con el profesor que se burló de mí la primera semana y me alabó la segunda, de modo que escribo que aunque me dan miedo los ascensores los usaré a partir de hoy. Sé que esto es lo que quieren oír, y aprendí en el ejército que lo más fácil es decir a la gente de las oficinas lo que quieren oír, porque de lo contrario siempre hay alguien más arriba que te pide que cumplimentes un formulario más largo.
Tom dice que está harto de Nueva York, que se marcha a Detroit, donde conoce a gente y donde puede ganar un buen dinero trabajando en las cadenas de montaje de las fábricas de automóviles. Me dice que debería irme con él, que me olvidase de la universidad, que tardaré años enteros en licenciarme, y aunque me licencie no ganaré mucho dinero. Si eres rápido en la cadena de montaje te ascienden a capataz y a supervisor, y antes de que te quieras dar cuenta estás en una oficina diciendo a la gente lo que tiene que hacer, allí sentado de traje y corbata con tu secretaria que está sentada en una silla al otro lado del escritorio, que sacude el pelo, cruza las piernas y te pregunta si quieres que haga algo, lo que sea.
Claro que me gustaría ir con Tom. Me gustaría tener dinero para pasearme por Detroit en un coche nuevo con una rubia a mi lado, con una protestante sin sentido del pecado. Podría volver a Limerick con ropa americana de colores vivos, sólo que me preguntarían en qué trabajaba en América y yo no podría decirles que me tiraba todo el día poniendo piezas y cachivaches en los Buicks que me pasaban por delante en la cadena de montaje. Preferiría decirles que soy estudiante en la Universidad de Nueva York, aunque algunos dirían:
—¿En la universidad? En nombre de Dios, ¿cómo has podido entrar en una universidad tú, que dejaste la escuela a los catorce años y no llegaste a pisar la escuela secundaria?
En Limerick podrían decir que yo siempre fui algo creído, que no cabía en mi pellejo, que tenía muchas ínfulas, que Dios nos puso en este mundo a algunos para que cortásemos leña y sacásemos agua y que quién me había creído que era, al fin y al cabo, después de mis años en los callejones de Limerick.
Horace, el hombre negro con quien estuve a punto de morir en la sala de fumigación, me dice que si dejo la universidad seré un estúpido. Él trabaja para que su hijo pueda ir a la universidad en Canadá, y ése es el único camino en América, hombre. Su mujer limpia oficinas en la calle Broad, y está contenta porque tienen a un buen muchacho allí en Canadá y están ahorrando unos dólares para el día de su licenciatura, dentro de dos años. Su hijo, Timothy, quiere ser pediatra para poder volver a Jamaica a curar a los niños enfermos.
Horace me dice que debo dar gracias a Dios de ser blanco, un joven blanco, acogido al programa para militares veteranos y con buena salud. Puede que tenga algunas molestias en los ojos pero, aun así, en este país es mejor ser blanco con los ojos enfermos que negro con los ojos sanos. Si su hijo le dijera que quería dejar la universidad para ponerse a instalar encendedores en los coches en una cadena de montaje, él subiría a Canadá y le partiría la cara.
En el almacén hay hombres que se ríen de mí y me preguntan por qué demonios me siento con Horace en la hora del almuerzo. ¿De qué se puede hablar con un tipo cuyos abuelos se acaban de caer de un árbol? Si me siento al borde del muelle de carga leyendo un libro para clase me preguntan si soy alguna especie de mariquita y dejan las manos flácidas. Me dan ganas de clavarles el gancho de estibador en el cráneo, pero Eddie Lynch les dice que ya basta, que dejen en paz al chico, que son unos zafios ignorantes cuyos abuelos estaban todavía en el barro y no sabrían lo que era un árbol aunque se lo metieran por el culo.
Los hombres no replican a Eddie, pero se desquitan conmigo cuando estamos descargando camiones, dejan caer las cajas o los cajones para que me den un tirón brusco en los brazos y me duela. Si uno está manejando la carretilla elevadora intenta presionarme contra la pared y dice riéndose:
—Epa, no te había visto.
Después del almuerzo pueden comportarse con simpatía fingida y preguntarme si me ha gustado mi bocadillo, y si les digo que sí me dicen:
—Mierda, hombre, ¿es que no has notado el sabor de las cagadas de paloma que te ha puesto Joey en el jamón?
Tengo nubes negras en la cabeza y quiero atacar a Joey con mi gancho de estibador, pero el jamón me sube en la garganta y estoy vomitando asomado al borde del muelle de carga mientras los hombres se abrazan los unos a los otros y se ríen; los únicos que no se ríen son Joey, que está al final del muelle de carga en la parte más próxima al río, mirando al cielo, porque todo el mundo sabe que no está bien de la cabeza, y Horace, que está al otro extremo mirando sin decir nada.
Pero cuando ha salido todo el jamón y dejo de tener arcadas sé lo que está pensando Horace. Está pensando que si yo fuera su hijo, Timothy, me diría que dejase todo esto, y yo sé que eso es lo que tengo que hacer. Me acerco a Eddie Lynch y le entrego mi gancho de estibador, sin olvidar presentarle el mango para evitar el insulto que representa el gancho mismo. Él lo coge y me da la mano.
—Está bien, chico —me dice—, buena suerte, ya te enviaremos tu nómina.
Puede que Eddie sea un jefe de muelle de carga sin estudios que ha empezado desde abajo, pero él comprende la situación, sabe lo que estoy pensando. Me acerco a Horace y le doy la mano. No soy capaz de decir nada porque siento hacia él una extraña sensación de amor que me hace difícil hablar, y me gustaría que fuera mi padre. Él tampoco dice nada porque sabe que hay ocasiones como ésta en las que las palabras no tienen sentido. Me da una palmadita en el hombro y me hace un gesto con la cabeza y lo último que oigo en los Almacenes Portuarios es a Eddie Lynch que dice:
—A trabajar, montón de pichas flojas.
Un sábado por la mañana, Tom y yo vamos en metro hasta la estación de autobuses de Manhattan. Él va a Detroit y yo me llevo mi petate militar a una pensión de Washington Heights. Tom saca su billete, guarda sus maletas en el compartimento de equipajes, se sube al autobús y me dice:
—¿Estás seguro de lo que haces? ¿Estás seguro de que no quieres venirte a Detroit? Podrías vivir de maravilla.
No me costaría nada subirme a ese autobús. Llevo todo lo que tengo en el petate, y podría echarlo allí con el equipaje de Tom, sacar un billete y emprender una gran aventura con dinero, rubias y secretarias que se brindan a todo, a lo que sea, pero me imagino a Horace que me dice lo tonto que sería y sé que tiene razón y hago un gesto negativo con la cabeza a Tom antes de que se cierre la puerta del autobús y él se dirige a su asiento, sonriendo y despidiéndose con la mano.
Me paso todo el viaje en el tren A hasta Washington Heights sumido en el dilema entre Tom y Horace, entre Detroit y la Universidad de Nueva York. ¿Por qué no puedo buscarme sin más un trabajo en una fábrica, de ocho a cinco, con una hora para el almuerzo, con dos semanas de vacaciones al año? Podría volver a casa por la tarde, darme una ducha, salir con una chica, leer un libro cuando me apeteciera. No tendría que preocuparme de los profesores que se burlan de mí hoy y me alaban a la semana siguiente. No tendría que preocuparme de los trabajos de curso ni de las lecturas obligatorias de gruesos libros de texto ni de los exámenes. Sería libre.
Pero si viajara en los trenes y en los autobuses de Detroit, podría ver a estudiantes con sus libros y me preguntaría qué especie de tonto he sido por haber renunciado a la Universidad de Nueva York para ganar dinero en la cadena de montaje. Sé que jamás estaría satisfecho sin un título universitario y que siempre me preguntaría qué era lo que me había perdido.
Estoy aprendiendo todos los días lo ignorante que soy, sobre todo cuando voy a tomarme un café y un sándwich de queso a la plancha en la cafetería de la Universidad de Nueva York. Siempre hay una multitud de estudiantes que dejan los libros en el suelo y que al parecer no tienen nada más que hacer que hablar de sus asignaturas. Se quejan de los profesores y reniegan de ellos porque les ponen notas bajas. Se jactan de haber presentado un mismo trabajo de fin de curso para más de una asignatura o se ríen de cómo se puede engañar a un profesor con trabajos copiados directamente de enciclopedias o reproducidos de libros cambiándolos un poco. La mayoría de las clases tienen tantos alumnos que los profesores sólo pueden leer los trabajos por encima, y si tienen auxiliares éstos no saben una mierda. Eso dicen los estudiantes, y parece que para ellos ir a la universidad es un gran juego.
Todo el mundo habla y nadie escucha, y yo comprendo por qué. A mí me gustaría ser un estudiante corriente, hablar y quejarme, pero de ese modo no podría escuchar a la gente que habla de algo que se llama la nota media. Hablan de la nota media final porque eso es lo que te permite entrar en buenas escuelas de postgrado, y eso es lo que preocupa a los padres.
Cuando los estudiantes no están hablando de sus notas medias, discuten acerca del significado de todo, de la vida, de la existencia de Dios, de la situación terrible del mundo, y nunca se sabe cuándo va a dejar caer alguien la palabra que pone a todos la expresión profunda y seria, existencialismo. Pueden estar hablando de que quieren ser médicos y abogados hasta que uno levanta las manos al cielo y declara que todo carece de sentido, que la única persona del mundo que dice algo razonable es Albert Camus, quien dice que el acto más importante que realizamos cada día es tomar la decisión de no suicidarnos.
Si quiero llegar a sentarme alguna vez con un grupo como éste, con mis libros en el suelo, y ponerme triste por lo vacío que está todo, voy a tener que consultar lo que es el existencialismo y enterarme de quién es Albert Camus. Eso pienso hacer, hasta que los estudiantes se ponen a hablar de las diversas facultades y yo descubro que voy a la que desprecian todos, la Facultad de Pedagogía. Está bien ir a la Facultad de Empresariales o a la Escuela de Artes y Ciencias de la plaza Washington, pero si vas a la Facultad de Pe estás en el fondo de la escala. Vas para maestro, y ¿quién quiere ser maestro? Las madres de algunos de los estudiantes son maestras y no les pagan una mierda, hombre, una mierda. Te partes el culo por un montón de chicos que no te valoran y ¿qué te dan a cambio? Una fruslería, eso es lo que te dan.
Su modo de decirlo me da a entender que no es bueno que te den una fruslería, y he aquí otra palabra que tendré que consultar, además de existencialismo. Me produce una sensación oscura estar ahí sentado en la cafetería escuchando todas las conversaciones brillantes que hay a mi alrededor, sabiendo que no alcanzaré nunca a los demás estudiantes. Ellos tienen sus títulos de bachillerato y tienen a sus padres que trabajan para mandarlos a la Universidad de Nueva York, para que ellos sean médicos y abogados, pero ¿saben los padres cuánto tiempo se pasan sus hijos y sus hijas en la cafetería hablando del existencialismo y del suicidio? Aquí estoy, con veintitrés años, sin título de bachillerato, con los ojos mal, con los dientes mal, con todo mal, y ¿qué hago aquí, al fin y al cabo? Me parece que he tenido suerte de no haber intentado sentarme con los estudiantes listos y suicidas. Si se hubieran enterado de que quiero ser maestro, sería el hazmerreír del grupo. Probablemente debiera sentarme en alguna otra parte de la cafetería con los futuros maestros de la Facultad de Pedagogía, aunque así mostraría al mundo que estoy con los fracasados que no han podido ingresar en las buenas facultades.
Lo único que puedo hacer es terminarme el café y el sándwich de queso a la plancha e ir a la biblioteca para consultar lo del existencialismo y enterarme de por qué está tan triste Camus, por si acaso.
Mi nueva patrona es la señora Agnes Klein, quien me enseña una habitación que cuesta doce dólares a la semana. Es una habitación de verdad, no es como el fondo de pasillo que me alquilaba la señora Austin en la calle Sesenta y Ocho. Hay una cama, un escritorio, una silla, un sofá pequeño en el rincón junto a la ventana, donde podrá dormir mi hermano Michael cuando venga de Irlanda dentro de unos meses.
Apenas he entrado por la puerta y la señora Klein ya me está contando su historia. Me dice que no debo sacar conclusiones precipitadas. Aunque ella lleve el apellido Klein, el que era judío era su marido. Ella se apellidaba Canty, y yo ya sabré muy bien que es un apellido irlandés como el que más, y si no tengo dónde ir en Navidad puedo pasarla con ella y con su hijo Michael, lo que queda de él. La causa de todos sus problemas fue su marido, Eddie. Poco antes de la guerra se largó a Alemania con el hijo de cuatro años de los dos, Michael, porque la madre de él se estaba muriendo y él esperaba heredar su fortuna. Naturalmente, los detuvieron a todos, a toda la tribu de los Klein, con madre y todo, y acabaron en un campo de concentración. Fue inútil decir a los malditos nazis que Michael era ciudadano americano, nacido en Washington Heights. Al marido no lo volvieron a ver, pero Michael sobrevivió y, al final de la guerra, el pobre chico fue capaz de decir a los americanos quién era. Me dice que lo que queda de él está en una habitación pequeña al fondo del pasillo. Me dice que vaya a su cocina el día de Navidad, hacia las dos de la tarde, para tomarme una copita antes de comer. No habrá pavo. Ella prefiere cocinar a la europea, si a mí no me importa. Me dice que no le diga que sí si no estoy convencido, que no hace falta que vaya a la comida de Navidad si tengo otro sitio donde ir, alguna muchacha irlandesa que me prepare puré de patatas. Que no me preocupe por ella. No sería su primera Navidad sin nadie más que Michael, al final del pasillo, lo que queda de él.