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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (22 page)

BOOK: Lo es
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Más tarde, en pleno verano, Tom me dice que Emer está saliendo con otro, que está comprometida, que lleva un anillo grande de su prometido, un empleado de seguros del Bronx.

No quiere hablar conmigo por teléfono, y cuando llamo a su puerta no me deja pasar. Le suplico que me conceda un minuto para poder explicarle que he cambiado, que voy a cambiar de vida y que voy a vivir como es debido, se acabó el atiborrarme de bocadillos de
liverwurst
, se acabó el trasegar cerveza hasta que casi no me tengo de pie.

No me deja pasar. Está comprometida, y lleva en la mano un destello de diamante que me pone tan frenético que me dan ganas de dar puñetazos a la pared, de tirarme de los pelos, de arrojarme al suelo a sus pies. No quiero marcharme de su lado para volver dando traspiés a la pensión Logan y a la única toalla y al puerto y a beber hasta altas horas de la madrugada mientras el resto del mundo, incluidos Emer y su empleado de seguros, hacen vidas limpias con toallas a discreción, están todos contentos el día de las licenciaturas y sonríen con sus dentaduras americanas perfectas cepilladas después de todas las comidas. Quiero que me deje pasar para que podamos hablar de los días que tenemos por delante, cuando yo tenga traje y un trabajo de oficina y tengamos nuestro propio apartamento y yo esté a salvo del mundo y de todas las tentaciones.

No me deja pasar. Dice que tiene que marcharse. Dice que ha quedado con una persona y yo sé que se trata del empleado de seguros.

—¿Está ahí dentro?

Ella me dice que no, pero yo sé que sí está y grito que quiero verlo, que salga el maricón y ya me las entenderé con él, ya lo arreglaré.

Entonces me cierra la puerta en las narices y yo me quedo tan impresionado, que se me secan los ojos y pierdo todo el calor del cuerpo. Me quedo tan impresionado que me pregunto si mi vida es una serie de puertas cerradas en las narices, tan impresionado que ni siquiera me quedan ganas de irme al bar Breffni a tomarme una cerveza. Me cruzo con la gente por la calle y los coches hacen sonar las bocinas, pero yo me siento tan frío y tan solo que es como si estuviera en un calabozo. Me siento en el vagón del ferrocarril elevado de la Tercera Avenida, camino del Bronx, y pienso en Emer y en su empleado de seguros, en que se estarán tomando una taza de té y riéndose de cómo me he puesto en ridículo, en lo limpios y sanos que son los dos, que no beben, no fuman, rechazan el pollo con un gesto.

Sé que hay lo mismo por todo el país, gente que se queda sentada en su cuarto de estar, sonriente, segura, que resiste las tentaciones, que envejece junto a otras porque son capaces de decir: «No, gracias, no quiero una cerveza, ni una sola.»

Sé que Emer obra así a causa de mi conducta, y sé que al que desea es a mí y no a ese hombre que seguramente estará tomando té a traguitos y aburriéndola hasta la locura con anécdotas del mundo de los seguros. Con todo, es posible que vuelva a quererme y a aceptarme si yo dejo el almacén, el puerto, el
liverwurst
, la cerveza, y encuentro un buen trabajo. Todavía tengo posibilidades, pues Tom me dijo que no se iban a casar hasta el año siguiente, y si progreso a partir de mañana me aceptará con toda seguridad, aunque no me gusta la idea de que él se pase meses enteros sentado en el sofá besándola y acariciándole las paletillas con las zarpas.

Naturalmente, él es irlando-americano católico, eso me dijo Tom, y naturalmente respetará su pureza hasta la noche de bodas, ese empleado de seguros, pero yo sé que los irlando-americanos católicos tienen las mentes sucias. Tienen todos los sueños cochinos que tengo yo, sobre todo los empleados de seguros. Sé que el hombre de Emer está pensando en las cosas que harán la noche de bodas, aunque tendrá que confesar sus malos pensamientos al cura antes de casarse. Menos mal que no me caso yo, porque tendría que confesarme de las cosas que hice con mujeres por toda Baviera y al otro lado de la frontera, en la misma Austria, e incluso en Suiza.

Hay en el periódico un anuncio de una agencia de empleo donde ofrecen puestos de trabajo de oficina, estable, seguro, bien pagado, período de formación pagado de seis semanas, se requiere traje y corbata, preferencia a los veteranos de guerra.

En la solicitud me preguntan dónde terminé el bachillerato y cuándo, y eso me obliga a mentir, Escuela Secundaria de los Hermanos Cristianos, Limerick, Irlanda, junio de 1947.

El hombre de la agencia me dice el nombre de la empresa que ofrece el trabajo, la Cruz Azul.

—Perdone, ¿qué clase de empresa es ésa?

—De seguros.

—Pero...

—¿Pero qué?

—Ah, está bien, señor.

Está bien, porque me doy cuenta de que si me contrata esta compañía de seguros podría progresar en el mundo y Emer me aceptará. Lo único que tendría que hacer sería elegir entre dos empleados de seguros, aunque el otro ya le haya dado un anillo de diamantes.

Antes de poder hablar con ella otra vez siquiera tengo que terminar mi cursillo de formación de seis semanas en la Cruz Azul. Las oficinas están en la Cuarta Avenida, en un edificio que tiene la entrada como la puerta de una catedral. Asisten al cursillo de formación siete hombres, todos ellos bachilleres, uno tan malherido en la guerra de Corea que la boca se le ha quedado a un lado de la cara y babea sobre su hombro. Se tarda días enteros en entender lo que intenta decir, que quiere trabajar para la Cruz Azul para ayudar a los veteranos de guerra como él que fueron heridos y que no tienen a nadie. Más tarde, cuando llevamos varios días de cursillo, descubre que no está donde debe, que donde había querido ir era a la Cruz Roja, e insulta al instructor por no haberle avisado antes. Nos alegramos de que se vaya a pesar de todo lo que ha sufrido por América, pero es difícil estar sentados todo el día junto a un hombre que tiene la boca a un lado de la cara.

El instructor se llama señor Puglio, y lo primero que nos dice es que está estudiando un master en empresariales en la Universidad de Nueva York, y, lo segundo, que toda la información que hemos facilitado en nuestras solicitudes será comprobada cuidadosamente, de modo que si alguno ha asegurado que ha ido a la universidad y no ha ido, debe corregirlo ahora o atenerse a las consecuencias. Lo único que no tolera la Cruz Azul es una mentira.

Los huéspedes de la pensión Logan se ríen todas las mañanas cuando me pongo el traje, la camisa, la corbata. Se ríen todavía más cuando se enteran de mi sueldo, cuarenta y siete dólares a la semana, que serán cincuenta cuando termine el cursillo de formación.

Sólo quedan ocho huéspedes. Ned Guinan volvió a su casa de Kildare para contemplar los caballos y morirse, y otros dos se casaron con camareras de Schrafft, que tienen fama por lo mucho que ahorran para volver a sus casas y comprar la vieja granja familiar. La toalla con el letrero de Arriba y Abajo sigue allí, pero nadie la usa desde que Peter McNamee causó sensación cuando fue y se compró una toalla propia. Dice que estaba cansado de ver a unos hombres hechos y derechos gotear después de ducharse, secarse paseándose y meneando el cuerpo como perros viejos, unos hombres que estaban dispuestos a derrochar en whiskey la mitad de su sueldo pero que no eran capaces de comprarse una toalla. Dice que el colmo fue un sábado, cuando cinco de los huéspedes estaban sentados en sus camas bebiendo whiskey irlandés del
duty free
del aeropuerto de Shannon, charlando y cantando las canciones de un programa irlandés de radio, poniéndose a tono para un baile aquella noche en Manhattan. Cuando se ducharon, la toalla estaba inútil y en vez de darse paseos para secarse meneándose se pusieron a bailar jigas y
reels
con la música de la radio y lo estaban pasando en grande, sólo que Nora de Kilkenny vino a poner papel higiénico y entró sin llamar y cuando vio lo que vio se puso a chillar como una bruja y subió corriendo las escaleras, histérica, para avisar al señor Logan, quien bajó y se encontró a los bailarines danzando en corro desnudos y riéndose y sin que les importara un pedo de violinista el señor Logan y sus gritos de que eran una deshonra para la nación irlandesa y para la Santa Madre Iglesia y que le daban ganas de echarlos a todos a la calle en cueros y que qué madres habían tenido. Volvió a subir refunfuñando, porque jamás despediría a cinco huéspedes que le pagaban dieciocho dólares a la semana cada uno.

Cuando Peter se trajo a casa su toalla propia todos se quedaron atónitos e intentaron pedírsela prestada, pero él los mandó a tomar por culo y la escondió en diversos lugares, aunque esconderla era problemático porque la toalla tiene que estar tendida para que se seque, y si se dobla y se oculta bajo el colchón o bajo la propia bañera sólo se consigue que se quede húmeda y mohosa. A Peter lo amargaba no poder tender su toalla para que se secase, hasta que Nora de Kilkenny le dijo que ella se la llevaría al piso de arriba y la vigilaría mientras se secaba, que tal era el agradecimiento del señor Logan y de ella por la carne que él les entregaba todos los viernes por la noche sin falta. Aquella solución fue buena hasta que el señor Logan empezó a inquietarse cada vez que Peter subía a recoger su toalla seca y se pasaba un rato charlando con Nora de Kilkenny. El señor Logan miraba fijamente a su hijo recién nacido, Luke, y miraba después a Peter y volvía a mirar al niño, y fruncía el ceño con tanta fuerza que se le juntaban las cejas. Ya no lo soportaba más y gritaba por la escalera:

—¿Es que tardas todo el día en recoger tu toalla seca, Peter? Nora tiene cosas que hacer en esta casa.

Peter bajaba por la escalera diciendo:

—Ay, lo siento, señor Logan, lo siento mucho.

Pero eso no le basta al señor Logan, que vuelve a mirar fijamente al pequeño Luke y otra vez a Peter.

—Tengo algo que decirte, Peter. Ya no nos va a hacer falta tu carne, y tendrás que encontrar el modo de secar tu toalla por tu cuenta. Nora ya tiene bastante tarea para tener que montar guardia ante tu toalla mientras se seca.

Aquella noche hay gritos y chillidos en la habitación de los Logan, y a la mañana siguiente el señor Logan prende con un alfiler en la toalla de Peter una nota en la que le dice que tendrá que marcharse, que ha hecho demasiado daño a la familia Logan con el modo en que se aprovechó de su amabilidad en la cuestión del secado de la toalla.

A Peter no le importa. Se va a mudar a casa de su primo, en Long Island. Todos lo echaremos de menos, con el modo en que nos desveló el mundo de las toallas, y ahora todos las tenemos, están tendidas en todas partes y todos nos abstenemos honradamente de usar las toallas de otros porque, en todo caso, no se secan nunca con la humedad del dormitorio del sótano.

22

Me resulta más fácil viajar en el tren todas las mañanas con mi traje y mi corbata y sosteniendo en alto el New York Times para que todo el mundo sepa que no soy un inculto de esos que leen las historietas del
Daily News
o del
Mirror
. La gente verá que éste es un hombre de traje, capaz de entender las palabras complicadas mientras va a su trabajo importante en una oficina de seguros.

Puede que lleve traje y que lea el
Times
y que reciba miradas de admiración, pero todavía no puedo evitar cometer mi pecado capital diario, la Envidia. Veo a los estudiantes universitarios que llevan forros en los libros, Columbia, Fordham, Universidad de Nueva York, Colegio Universitario de la Ciudad de Nueva York, y yo me siento vacío al pensar que no seré nunca como ellos. Me dan ganas de ir a una librería a comprarme forros de la universidad para los libros y poder así exhibirlos en el metro, pero pienso que me descubrirían y se reirían de mí.

El señor Puglio nos enseña las diversas pólizas de seguro sanitario que ofrece la Cruz Azul, familiares, individuales, de empresa, para viudas, huérfanos, veteranos de guerra, minusválidos. Cuando nos da clase se emociona y nos dice que es maravilloso poder dormir por la noche sabiendo que la gente no tiene nada de qué preocuparse si se pone enferma mientras tenga a la Cruz Azul. Estamos en una habitación pequeña con el aire cargado de humo de tabaco por falta de ventanas y es difícil mantenerse despiertos en las tardes de verano mientras el señor Puglio se apasiona al hablar de las primas. Nos pone un examen todos los viernes, y los lunes son desagradables cuando alaba a los que han sacado las notas más altas y mira mal a los que hemos sacado notas bajas, como yo. Saco notas bajas porque no me interesan los seguros, y me pregunto si Emer está en su sano juicio al comprometerse con un empleado de seguros cuando podría estar con un hombre que pasó de adiestrar a pastores alemanes a pasar a máquina los partes de la mañana más rápidos de todo el Mando Europeo. Me apetece llamarla y decirle que ahora que estoy en el ramo de los seguros éste me está volviendo loco, y preguntarle si está contenta de haberme hecho esto. Yo podría seguir trabajando en los Almacenes Portuarios disfrutando de mi
liverwurst
y de mi cerveza si ella no me hubiera partido el corazón del todo. Me gustaría llamarla, pero me temo que estará fría y que eso me impulsaría a buscar consuelo en el bar Breffni.

Tom está en el Breffni y dice que lo mejor es dejar que se cure la herida.

—Tómate algo. Y ¿de dónde has sacado ese traje tan horrible?

Ya es bastante malo estar sufriendo por la Cruz Azul y por Emer para que se burlen de tu traje, y cuando digo a Tom que se vaya a joder a otra parte él se ríe y me dice que saldré de ésta. Él va a dejar la pensión para trasladarse a un apartamento pequeño de Woodside, en Queens, y si quiero compartirlo me costará diez dólares a la semana, haciéndonos nuestra propia comida.

Me apetece de nuevo llamar a Emer y hablarle del gran trabajo que tengo en la Cruz Azul y del apartamento que voy a tener en Queens, pero su cara se me va borrando de la memoria y hay otra parte de mi mente que me dice que me alegro de estar soltero en Nueva York.

Si Emer no me quiere, ¿de qué me sirve estar en el ramo de los seguros, donde me ahogo todos los días en una habitación sin ventilación y el señor Puglio se pone de mal humor cada vez que me adormezco? Es duro estar allí sentado cuando nos dice que el primer deber de un hombre casado es enseñar a su esposa a ser viuda, y yo sueño despierto imaginándome a la señora Puglio que recibe la charla de la viuda. ¿Le soltará el señor Puglio la charla en la mesa de la cena, o metido en la cama, sentado?

Para colmo, he perdido el apetito por estar sentado todo el día con mi traje, y cuando me compro un bocadillo de
liverwurst
lo echo casi todo a las palomas del parque Madison.

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