El día de Navidad salen de la cocina extraños olores y allí está la señora Klein, revolviendo cosas en una sartén.
—
Pierogi
—dice—. Polaco. A Michael le encantan. Tómate un vodka con un poco de zumo de naranja. Te sentará bien en esta época del año, ahora que llega la gripe.
Nos sentamos en su cuarto de estar con las bebidas y ella me habla de su marido. Me dice que si él estuviera aquí, no estaríamos allí sentados tomándonos un vodka y preparando los
pierogi
de toda la vida. Para él la Navidad era como cualquier otro día.
Se inclina para ajustar una lámpara y se le cae la peluca, y el vodka que llevo encima me hace reírme en voz alta del espectáculo de su cráneo con mechones pequeños de pelo castaño.
—Tú ríete —me dice—. Algún día se le caerá la peluca a tu madre y ya veremos si te ríes entonces.
Y vuelve a encasquetarse la peluca en la cabeza.
Yo le digo que mi madre tiene una buena cabellera y ella me dice:
—No es de extrañar. Tu madre no ha tenido un marido loco que se echó en manos de los nazis, por el amor de Dios. Si no hubiera sido por él, Michael, lo que queda de él, estaría levantado de esa cama, tomándose un vodka mientras su pobrecita boca se le hacía agua esperando sus
pierogi
. Ay, Dios mío, los
pierogi
.
Salta de su silla y va corriendo a la cocina.
—Bueno, se han quemado un poco, pero lo único que pasa es que están más ricos y más crujientes. Mi filosofía es, ¿quieres que te diga mi filosofía?, es que de cualquier contratiempo que tengas en la cocina puedes sacar partido. Bien podemos tomarnos otro vodka mientras yo guiso el chucrut y la
kielbasa
.
Sirve las bebidas y me suelta una voz cuando le pregunto qué es la
kielbasa
. Me dice que le parece increíble que haya tanta ignorancia en el mundo.
—¿Has pasado dos años en el ejército de los Estados Unidos y no has oído hablar de la
kielbasa
? No es de extrañar que los comunistas se estén haciendo los amos. Es un plato polaco, por el amor de Dios, salchicha, y te conviene ver cómo la frío por si te casas con alguna que no sea irlandesa, con una buena chica que a lo mejor te pide una
kielbasa
.
Nos quedamos en la cocina con otro vodka mientras la
kielbasa
chisporrotea y el chucrut se guisa con olor a vinagre. La señora Klein pone tres platos en una bandeja y sirve un vaso de vino de Manischewitz para Michael, lo que queda de él.
—Le encanta —dice—, le encanta el Manischewitz con los
pierogi
y la
kielbasa
.
La sigo pasando por el dormitorio de ella hasta una habitación pequeña y oscura donde está Michael, lo que queda de él, sentado en la cama, mirando al frente. Traemos sillas y usamos su cama a modo de mesa. La señora Klein enciende la radio y oímos música pachanguera de acordeón.
—Esta es su música favorita —dice ella—. Cualquier cosa que sea europea. Le da nostalgia, ¿sabes?, nostalgia de Europa, por el amor de Dios. ¿Verdad que sí, Michael? ¿Verdad? Te estoy hablando. Feliz Navidad, Michael, feliz Navidad, maldita sea.
Se arranca la peluca y la arroja a un rincón.
—Se acabó el fingir, Michael. Ya estoy harta. Háblame, o el año que viene cocino a la americana. El año que viene el pavo, Michael, el relleno, la salsa de arándano, de todo, Michael.
Él mira fijamente al frente y la grasa de la
kielbasa
brilla en su plato. Su madre trastea en la radio hasta que encuentra a Bing Crosby que canta Navidades blancas.
—Será mejor que te acostumbres, Michael. El año que viene, Bing y el relleno. Al diablo la
kielbasa
.
Aparta su plato en la cama y se queda dormida con la cabeza junto al codo de Michael. Yo espero un rato, me llevo mi cena a la cocina, la tiro a la basura, vuelvo a mi habitación y me echo en mi cama.
Timmy Coin trabaja en la Compañía Refrigeradora Mercante y vive en la pensión de Mary O'Brien, en el 720 de la calle Ciento Ochenta Oeste, a la vuelta de la esquina de donde vivo yo. Me dice que Mary es tan amable que puedo pasarme cuando quiera para tomarme una taza de té.
No es una verdadera pensión, es un apartamento grande, y hay cuatro huéspedes que pagan dieciocho dólares a la semana cada uno. Les dan un desayuno como es debido siempre que quieren, a diferencia de la pensión de Logan en el Bronx, donde para ello teníamos que ir a misa o estar en gracia de Dios. La propia Mary prefiere pasarse la mañana del domingo sentada en su cocina, tomando té, fumando cigarrillos y sonriendo con los huéspedes y con sus relatos de cómo se cogieron esas resacas atroces que les hacen jurar que es la última vez. Me dice que siempre podré mudarme allí, en cuanto alguno de los muchachos se vaya para volver a Irlanda. Dice que vuelven constantemente. Creen que pueden juntar unos dólares y establecerse en la vieja granja con alguna muchacha del pueblo, pero ¿qué vas a hacer noche tras noche, sin ver nada más que a la mujer que hace punto a la luz de la lumbre mientras tú piensas en las luces de Nueva York, en las salas de baile del East Side y en los bares agradables y acogedores de la Tercera Avenida?
A mí me gustaría mudarme a casa de Mary O'Brien para librarme de la señora Agnes Klein, que da la impresión de estar esperando constantemente al otro lado de su puerta a que yo haga girar la llave en la cerradura para ponerme en la mano un vodka con zumo de naranja. No le importa que yo tenga que estudiar o que redactar trabajos para mis clases en la Universidad de Nueva York. No le importa que esté agotado después del turno de noche en los muelles o en los muelles de carga de los almacenes. Quiere contarme la historia de su vida, cómo Eddie la volvió loca con su encanto mejor que cualquier irlandés.
—Y ten cuidado con las muchachas judías, Frank, también ellas pueden ser muy encantadoras y muy ¿cómo se dice?, muy sensuales, y cuando menos te lo esperas estás pisando la copa.
—¿Pisando la copa?
—Eso es, Frank. ¿Te importa que te llame Frank? No se casan contigo si no pisas la copa de vino, si no la rompes. Luego, quieren que te conviertas para que los hijos sean judíos y lo hereden todo. Pero yo no quise. Iba a hacerlo, pero mi madre dijo que si me volvía judía ella se tiraba del puente George Washington, y, dicho sea entre nosotros, a mí me habría importado un pito que se hubiera tirado y que hubiera rebotado en un remolcador que pasara por allí. Si no me volví judía no fue por ella. Si conservé la fe fue por mi padre, un hombre honrado, tenía problemillas con la bebida, pero qué se podía esperar llevando el apellido Canty, tan extendido en el condado de Kerry, que espero ver un día si Dios me da salud. Dicen que el condado de Kerry es muy verde y muy bonito, y yo no veo nunca el verde. No veo más que este apartamento y el supermercado, nada más que este apartamento y a Michael, lo que queda de él, al fondo del pasillo. Mi padre dijo que si yo me volvía judía le partiría el corazón, no porque tuviera nada en contra de ellos, pobre gente que ha sufrido tanto, pero ¿acaso no habíamos sufrido nosotros también?, ¿e iba yo a dar la espalda a las generaciones de personas a las que habían ahorcado y quemado vivas a diestro y siniestro? Él vino a la boda, pero mi madre no. Ella me dijo que lo que estaba haciendo yo era volver a poner a Cristo a sufrir en la cruz, con llagas y todo. Me dijo que la gente de Irlanda había preferido morirse de hambre a aceptar la sopa de los protestantes, y ¿qué hubieran dicho ellos de mi conducta? Eddie me abrazaba y me decía que también él tenía problemas con su familia, me dijo que cuando amas a una persona puedes decir a todo el mundo que te bese el culo, y mira lo que le pasó a Eddie, acabó en un maldito horno, y que Dios me perdone la manera de hablar.
Se sienta en mi cama, deja el vaso en el suelo, se tapa la cara con las manos.
—Jesús, Jesús —dice—. No puedo dormir pensando en lo que le hicieron y en lo que vería Michael. ¿Qué vería Michael? He visto las fotos en los periódicos. Jesús. Y conozco a los alemanes. Viven aquí. Tienen tiendas de
delicatessen
y niños, y yo les pregunto: «¿Han matado ustedes a mi Eddie?», y ellos se me quedan mirando.
Llora, se echa en mi cama y se queda dormida y no sé si debo despertarla y decirle que yo, personalmente, estoy agotado, que estoy pagando doce dólares a la semana para que ella se eche a dormir en mi cama mientras yo intento dormir en el sofá duro del rincón que está esperando la llegada de mi hermano Michael dentro de pocos meses.
Cuento esto a Mary O'Brien y a sus huéspedes y se ponen histéricos de risa.
—Ay, que Dios la ampare —dice Mary—. Yo conozco a la pobre Agnes y todo lo suyo. Hay días que pierde el juicio del todo y da vueltas por el barrio sin la peluca preguntando a todo el mundo por el rabino para poder convertirse por su hijo, el pobre Michael que está en cama, lo que queda de él.
Cada quince días vienen dos monjas a ayudar a la señora Klein. Lavan a Michael, lo que queda de él, y le cambian las sábanas. Limpian el apartamento y la vigilan mientras ella se da un baño. Le cepillan la peluca para que no tenga tantas greñas. Aunque ella no lo sabe, le rebajan el vodka con agua, y si se emborracha será por imaginaciones suyas.
La hermana Mary Thomas siente curiosidad por mí. Me pregunta si practico mi religión y dónde estudio, pues ha visto libros y cuadernos. Cuando le digo que en la Universidad de Nueva York, ella frunce el ceño y me pregunta si no me preocupa perder mi religión en un sitio así. No puedo decirle que hace años que no voy a misa, con lo buenas que son la hermana Beatrice y ella con la señora Klein y con Michael que está en cama, lo que queda de él.
La hermana Mary Thomas me dice en voz baja una cosa que no debo contar nunca a nadie, a no ser que sea a un sacerdote: que se tomó la libertad de bautizar a Michael. Al fin y al cabo, en realidad él no es judío, pues su madre es católica irlandesa, y a la hermana no le gustaría nada pensar en lo que le pasaría a Michael si se muriera sin haber recibido el sacramento. ¿Acaso no sufrió bastante en Alemania el pobre niño, viendo cómo se llevaban a su padre o algo peor? ¿Y acaso no se merece recibir la purificación del bautismo por si alguna mañana no se despierta, allí en la cama?
A continuación me pregunta por mi situación en esa casa. ¿Estoy empujando a Agnes a beber, o es al contrario? Yo le digo que no tengo tiempo para nada con lo ocupado que estoy con las clases y el trabajo e intentando dormir un poco. Me pregunta si estaría dispuesto a hacerle un pequeño favor, una cosa que le tranquilizaría la conciencia. Si tengo un momento y si la pobre Agnes está dormida o inconsciente por el vodka aguado, ¿querría yo ir al final del pasillo, arrodillarme junto a la cama de Michael y rezar unas avemarías, un misterio del rosario, quizás? Es posible que él no lo entienda, pero nunca se sabe. Con la ayuda de Dios, las avemarías podrían penetrar en su pobre cerebro atribulado y ayudarle a volver al mundo de los vivos, a volver a la Fe Verdadera que él heredó por parte de madre.
Si lo hago así, ella rezará por mí. Rezará pidiendo, sobre todo, que yo salga de la Universidad de Nueva York, que todo el mundo sabe que es un semillero de comunismo donde corro un gran peligro de perder mi alma inmortal, y ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma inmortal? Dios sabe que debe haber sitio para mí en Fordham o en Saint John, que no son unos semilleros de comunismo ateo como lo es la Universidad de Nueva York. Más me valía salir de la Universidad de Nueva York antes de que se meta con ella el senador McCarthy, que Dios lo bendiga y lo guarde. ¿No es así, hermana Beatrice?
La otra monja asiente con la cabeza, porque está siempre tan ocupada que rara vez habla. Mientras la hermana Mary Thomas intenta salvar mi alma del comunismo ateo, la hermana Beatrice da un baño a la señora Klein o limpia a Michael, lo que queda de él. A veces, cuando la hermana Beatrice abre la puerta de Michael, el olor que se extiende por el pasillo produce náuseas, pero eso no le impide entrar. Lo lava y le cambia la ropa de cama igualmente, y se le oye tararear himnos religiosos. Si la señora Klein ha bebido demasiado y gruñe por tener que darse un baño, la hermana Beatrice la sujeta, tararea sus himnos religiosos y le acaricia los mechoncillos castaños del cráneo hasta que la señora Klein es una niña en sus brazos. Eso impacienta a la hermana Mary Thomas, que dice a la señora Klein:
—No tiene derecho a hacernos perder el tiempo de este modo. Tenemos que visitar a otros pobrecillos, a católicos, señora Klein, a católicos.
—Yo soy católica. Yo soy católica —lloriquea la señora Klein.
—Eso es discutible, señora Klein.
Y si la señora Klein solloza, la hermana Beatrice la sujeta con más fuerza, le pone toda la mano abierta en la cabeza y sigue tarareando con una sonrisita hacia el cielo. La hermana Mary Thomas me muestra un dedo amenazador y me dice:
—Cuidado con casarte con alguien que no pertenezca a la Fe Verdadera. Esto es lo que pasa.
Recibo una carta en la que me dicen que me presente a mi tutor en el departamento de Lengua Inglesa, el señor Max Bogart. Éste me dice que mis notas son insatisfactorias, notable bajo en Historia de la Educación en América y aprobado en Introducción a la Literatura. Yo debo mantener una media de notable en mi año de prueba si quiero seguir en la universidad.
—Al fin y al cabo —me dice—, la decana le hizo un favor al admitirle sin el título de bachiller, y ahora usted la ha dejado mal.
—Tengo que trabajar.
—¿Qué quiere decir con que tiene que trabajar? Todos tenemos que trabajar.
—Yo tengo que trabajar de noche, a veces de día, en los muelles, en los almacenes.
Me dice que tengo que decidirme entre el trabajo o la universidad. Me dará una oportunidad esta vez y me pondrá a prueba además de la prueba a la que ya estoy sometido. En junio siguiente quiere verme con una media de notable o superior.
Yo no había pensado nunca que la universidad sería todo números, letras y notas y medias y gente que me pondría a prueba. Creí que sería un sitio donde unos hombres y mujeres eruditos y amables enseñarían con cordialidad, y que si yo no les entendía se detendrían a explicármelo. No sabía que tendría que ir de asignatura en asignatura con docenas de estudiantes, a veces más de cien, mientras los profesores impartían las clases sin mirarnos siquiera. Algunos profesores miran por la ventana o al techo y otros meten las narices en unos cuadernos de notas y leen unos papeles amarillentos que se deshacen de viejos. Si los estudiantes les hacen preguntas, ellos se los quitan de encima con un gesto. En las novelas inglesas, los estudiantes de Oxford y de Cambridge se reunían siempre en las habitaciones de los profesores y tomaban jerez mientras hablaban de Sófocles. A mí también me gustaría hablar de Sófocles, pero antes tendría que leerlo, y no tengo tiempo después de las noches que paso en la Refrigeradora Mercante.