Y si quiero hablar de Sófocles y estar atormentado con el existencialismo y el problema del suicidio de Camus, tendré que renunciar a la Refrigeradora Mercante. Si no tuviera el trabajo por la noche quizás pudiera sentarme en la cafetería y hablar de
Pierre o las ambigüedades
o de
Crimen y castigo
, o de Shakespeare en general. Hay chicas en la cafetería que tienen nombres como Rachel y Naomi, y son de las que me habló la señora Klein, chicas judías muy sensuales. Me gustaría tener valor para hablar con ellas, porque seguramente serán como las chicas protestantes, desesperadas por la vacuidad de todo, sin sentido del pecado y dispuestas para la sensualidad de todo tipo.
En la primavera de 1954 soy estudiante a tiempo completo en la Universidad de Nueva York y sólo trabajo a tiempo parcial en los almacenes o cuando la agencia Manpower me envía a hacer algún trabajo temporal. El primero es en una fábrica de sombreros de la Séptima Avenida, cuyo propietario, el señor Meyer, me dice que se trata de un trabajo fácil. Lo único que tengo que hacer es coger estos sombreros de mujer, todos ellos de colores neutros, meter estas plumas en los diferentes botes de colorante, esperar a que se seque la pluma, combinar el color con el sombrero, colocar la pluma en el sombrero.
—Fácil, ¿verdad? Sí, eso parece —dice el señor Meyer—pero cuando dejé que algunos de mis empleados puertorriqueños intentaran hacer este trabajo, salieron con unas combinaciones de colores que te dejaban ciego. Esos pe erres se creen que la vida es como la cabalgata de Pascua, y no lo es. Hay que tener buen gusto para combinar una pluma con un sombrero, buen gusto, amigo mío. A las damitas judías de Brooklyn no les apetece llevar en la cabeza la cabalgata de Pascua cristiana cuando ellas están celebrando la Pascua judía, ¿me entiendes?
Me dice que tengo aspecto inteligente, que soy universitario, ¿verdad? Me dice que un trabajo sencillo como aquél no debería resultarme difícil, que si me resulta difícil es que yo no debía estar en la universidad. Él se va de viaje unos días y yo me quedaré solo con las señoras puertorriqueñas que trabajan en las máquinas de coser y en las mesas de cortado.
—Sí —me dice—, las señoras pe erre cuidarán de ti, ja, ja.
Quiero preguntarle si hay colores que hacen juego y colores que no, pero se ha marchado. Meto las plumas en los botes, y cuando las coloco en los sombreros las mujeres y las chicas puertorriqueñas empiezan a soltar risitas y carcajadas. Termino una partida de sombreros y ellas los colocan en estantes en las paredes y me traen otra partida. Hacen esfuerzos constantes por no reírse, pero no se contienen y yo no puedo evitar sonrojarme. Intento variar las combinaciones de colores metiendo las plumas en varios botes para formar un efecto de arco iris. Utilizo una pluma a modo de pincel e intento pintar en las otras plumas puntos, rayas, puestas de sol, lunas menguantes y crecientes, ríos ondulados con peces que nadan sacudiendo la cola y pájaros posados, y las mujeres se ríen tanto que no son capaces de hacer funcionar las máquinas de coser. Me gustaría poder hablar con ellas y preguntarles qué es lo que estoy haciendo mal. Me gustaría poder decirles que yo no he venido a este mundo para colocar plumas en sombreros, que soy un estudiante universitario que ha adiestrado perros en Alemania y que ha trabajado en los muelles.
El señor Meyer regresa al cabo de tres días, y cuando ve los sombreros se queda parado en la puerta como paralizado. Mira a las mujeres, y éstas sacuden la cabeza como diciendo cuánta locura hay en el mundo.
—¿Qué has hecho? —me dice, y yo no sé qué responder—. Jesús —exclama—, ¿es que eres puertorriqueño, o algo así?
—No, señor.
—Eres irlandés, ¿verdad? Sí, eso es. Tal vez seas daltónico. Eso no te lo pregunté. ¿Te pregunté si eras daltónico?
[4]
—No, señor.
—Si no eres daltónico, entonces no sé cómo puedes explicar estas combinaciones. Las de puertorriqueños son sosas al lado de las tuyas, ¿sabes? Sosas. Supongo que es lo de los irlandeses, no tienen sentido del color, no son pintores, Cristo bendito. O sea, ¿dónde están los pintores irlandeses? Dime uno.
—No sé.
—Has oído hablar de Van Gogh, ¿verdad? ¿De Rembrandt? ¿De Picasso?
—Sí.
—Eso es lo que quiero decir. Los irlandeses sois buena gente, grandes cantantes, John McCormack. Grandes policías, políticos, curas. Hay un montón de curas irlandeses, pero no hay ningún pintor. ¿Cuándo has visto colgado un cuadro de un irlandés? ¿Un Murphy, un Reilly, un Rooney? No, chico. Creo que es porque tu gente sólo conoce un color, el verde. ¿No es así? Así que yo te aconsejo que no te dediques a nada que tenga que ver con los colores. Ingresa en la policía, preséntate a las elecciones, cobra tu sueldo y vive bien, sin rencor.
Los de la oficina de la agencia Manpower sacuden la cabeza. Ellos habían creído que aquel trabajo sería ideal para mí, que soy universitario, ¿verdad? ¿Qué tiene de difícil colocar plumas en sombreros? El señor Meyer les había llamado y les había dicho:
—No me manden más universitarios irlandeses. Son daltónicos. Mándenme a algún tonto que reconozca los colores y que no me desgracie los sombreros.
Me dicen que si supiera escribir a máquina me podrían enviar a trabajos de toda clase. Yo les digo que sé escribir a máquina, que aprendí en el ejército y que soy eficaz.
Me envían a oficinas por todo Manhattan. Me paso de nueve a cinco sentado ante escritorios y paso a máquina listas, facturas, direcciones en sobres, conocimientos de embarque. Los supervisores me dicen lo que tengo que hacer y sólo me hablan cuando cometo errores. Los demás empleados no me prestan atención porque sólo soy un trabajador temporal, un
temp
, como ellos dicen, y quizás no esté allí siquiera al día siguiente. Ni siquiera me ven. Podría quedarme muerto en mi escritorio y ellos seguirían hablando por encima de mí de lo que vieron anoche en la televisión y de que van a largarse de aquí corriendo el viernes por la tarde camino de la costa de Jersey. Encargan café y bollos y a mí no me preguntan si gusto. Cualquier suceso que se salga de lo común les sirve de excusa para celebrar una fiesta. Hay regalos para los que reciben ascensos, para las que se quedan embarazadas, para los que se comprometen o se casan, y todos se reúnen al otro extremo de la oficina y se dedican a beber vino y a comer queso y galletas saladas durante la última hora antes de volver a sus casas. Las mujeres traen a sus hijos recién nacidos y todas las demás mujeres acuden corriendo a hacerles cosquillas y a decirles:
—¿Verdad que es preciosa? Tiene tus ojos, Miranda, tiene tus ojos sin duda alguna.
Los hombres dicen:
—Hola, Miranda. Tienes buen aspecto. Qué chica tan guapa.
Es lo único que pueden decir, porque los hombres no deben entusiasmarse ni emocionarse con los niños recién nacidos. A mí no me invitan a las fiestas y me siento raro tableteando con mi máquina de escribir mientras todos lo pasan bien. Si un supervisor pronuncia un discursito y yo estoy a la máquina de escribir, me gritan desde el otro extremo de la oficina:
—Perdone, ése de allí, haga el favor de dejar de meter ruido un momento, ¿quiere? Aquí no nos entendemos.
No sé cómo pueden trabajar en esas oficinas día tras día, año va, año viene. Yo no puedo evitar estar mirando constantemente el reloj, y algunas veces me parece que voy a levantarme y a marcharme sin más, tal como hice en la compañía de seguros Cruz Azul. Parece que a la gente de las oficinas no les importa. Van a la fuente de agua potable, van al servicio, se pasean de mesa en mesa y charlan, se llaman por teléfono de mesa a mesa, se admiran unos a otros la ropa, el pelo, el maquillaje, y siempre que alguien hace régimen y pierde unos kilos lo admiran. Si a una mujer le dicen que ha perdido peso se pasa una hora entera sonriendo y no deja de acariciarse las caderas con las manos. La gente de las oficinas presume de sus hijos, de sus esposas, de sus maridos, y sueñan con las dos semanas de vacaciones.
Me mandan a una empresa de importación y exportación que está en la Cuarta Avenida. Me dan un montón de papeles relacionados con la importación de muñecas japonesas. Yo debo copiar de un papel a otro papel. Son las nueve y media de la mañana en el reloj de la oficina. Miro por la ventana. Brilla el sol. Un hombre y una mujer se besan ante un café que está en la otra acera de la avenida. Son las nueve y treinta y tres de la mañana en el reloj de la oficina. El hombre y la mujer se separan y empiezan a andar en direcciones opuestas. Se vuelven. Corren otra vez el uno hacia el otro para besarse de nuevo. Son las nueve y treinta y seis en el reloj de la oficina. Yo recojo mi chaqueta del respaldo de la silla y me la pongo. El jefe de la oficina sale a la puerta de su despacho y dice:
—Oiga, ¿qué pasa?
Yo no respondo. La gente espera el ascensor, pero yo me dirijo a las escaleras y bajo siete pisos corriendo tanto como puedo. Los que se besaban han desaparecido, y yo lo siento. Quería volver a verlos. Espero que no vayan a oficinas donde pasen a máquina listas de muñecas japonesas o donde cuenten a todos que están comprometidos para que el jefe de la oficina les permita pasar una hora tomando vino y queso y galletas saladas.
Ahora que mi hermano Malachy está en las Fuerzas Aéreas y envía una asignación mensual, mi madre está a gusto en Limerick. Tiene la casa con jardín delante y huerto detrás, donde puede cultivar flores y cebollas si le apetece. Tiene dinero suficiente para ropa y para jugar al bingo y para hacer excursiones a Kilkee, en la costa. Alphie va al colegio de los Hermanos Cristianos, donde cursará los estudios secundarios y tendrá oportunidades de todo tipo. Con la comodidad de la nueva casa, camas, sábanas, mantas, almohadas, no tiene que preocuparse de pelearse todas las noches con las pulgas, tiene el DDT, y no tiene que afanarse para encender la lumbre en el fogón todas las mañanas, tiene la estufa de gas. Puede comerse un huevo todos los días si le apetece, sin siquiera darle tanta importancia como le dábamos nosotros. Tiene ropa decorosa y zapatos, y está caliente por muy mal tiempo que haga fuera.
Llega el momento en que debo hacer venir a Michael a Nueva York para que salga adelante en la vida. Cuando llega, está tan delgado que me dan ganas de llevármelo a que se atiborre de hamburguesas y de tartas de manzana. Pasa una temporada alojado conmigo en casa de la señora Klein y trabaja en varios sitios, pero corre el riesgo de que lo llamen a filas en el ejército y a él le parece mejor alistarse en las Fuerzas Aéreas porque el uniforme es de un color azul más bonito, más atractivo que el marrón caca del uniforme del ejército y es más fácil que atraiga a las chicas. Cuando Malachy se haya licenciado de las Fuerzas Aéreas, Michael podrá seguir enviando a mi madre la asignación mensual que la sacará adelante durante otros tres años y yo sólo tendré que preocuparme de mí mismo hasta que termine los estudios en la Universidad de Nueva York.
Cuando entra con garbo en la clase de psicología, el mismo profesor se queda boquiabierto y aprieta tanto el pedazo de tiza que tiene en la mano que ésta se quiebra y se rompe.
—Perdone, señorita —dice, y ella le dirige una sonrisa tal, que lo único que puede hacer él es sonreír a su vez—. Perdone, señorita —dice—, pero estamos sentados por orden alfabético y me haría falta conocer su hombre.
—Alberta Small —dice ella, y el profesor le señala una fila de asientos que está detrás de la mía, y a nosotros no nos importaría que tardase todo el día en llegar a su asiento, porque nos estamos regalando con su cabello rubio, sus ojos azules, sus labios sensuales, un pecho que es una ocasión de pecado, un tipo que te provoca palpitaciones en el centro de tu cuerpo.
—Perdón —susurra, algunas filas por detrás de la mía, y se oye el movimiento y la agitación de los estudiantes que tienen que ponerse de pie para dejarla pasar a su asiento.
A mí me gustaría ser uno de los estudiantes que se ponen de pie para dejarla pasar, que se rozase conmigo y me tocase.
Cuando termina la clase quiero asegurarme de que la dejo pasar por delante de mí por el pasillo central para verla venir y para verla marcharse con esa figura que sólo se ve en las películas. Pasa y me dirige una sonrisita, y yo me pregunto por qué es Dios tan bueno conmigo que me deja recibir una sonrisa de la chica más encantadora de toda la Universidad de Nueva York, tan rubia y de ojos tan azules, que debe de proceder de una tribu de bellezas escandinavas. Me gustaría poder decirle «Hola, ¿te apetece tomarte un café y un sándwich de queso a la plancha y hablar del existencialismo?», pero sé que eso no pasará nunca, sobre todo cuando veo al que la está esperando en el pasillo, un estudiante del tamaño de una montaña, que lleva una chaqueta que dice Universidad de Nueva York Fútbol.
En la siguiente clase de psicología, el profesor me hace una pregunta sobre Jung y el inconsciente colectivo, y en cuanto abro la boca sé que todo el mundo me mira como diciéndose: «¿Quién es el del deje irlandés?» El propio profesor dice:
—¿Es un acento irlandés eso que noto?, y yo tengo que reconocer que así es. Él dice a la clase que, naturalmente, la Iglesia Católica ha mantenido tradicionalmente una actitud de hostilidad contra el psicoanálisis.
—¿No es así, señor McCourt? —me dice, y a mí me da la sensación de que me está acusando a mí. ¿Por qué se pone a hablar de la Iglesia Católica sólo porque yo intenté responder a su pregunta sobre el inconsciente colectivo? ¿Y debo defender yo a la Iglesia?
—No lo sé, profesor.
Sería inútil decirle que un cura redentorista de Limerick bramaba todos los domingos desde el púlpito denunciando a Freud y a Jung y asegurando que los dos acabarían en el agujero más profundo del infierno. Sé que cuando hablo en clase nadie escucha lo que digo. Sólo escuchan mi acento, y hay veces que me gustaría poder meterme la mano en la boca y arrancarme de raíz el acento. Aun cuando intento hablar como los americanos la gente hace gestos de extrañeza y dice: «¿Es un deje irlandés eso que oigo?»
Al final de la clase espero a que pase la rubia, pero ésta se detiene, los ojos azules me sonríen y ella dice: «Hola», y el corazón me palpita en el pecho.
—Me llamo Mike —me dice.
—¿Mike?
—Bueno, la verdad es que me llamo Alberta, pero me llaman Mike.
Afuera no hay ningún jugador de fútbol americano, y ella me dice que tiene dos horas libres hasta su clase siguiente y me pregunta si me apetece tomar algo en el Rocky.