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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (50 page)

BOOK: Lo es
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Cuando yo llegué ya estaba ella allí, fumando y jadeando con un cigarrillo americano fuerte. No, no quería té. Los americanos podrán mandar a un hombre al espacio, pero no saben hacer una taza de té como es debido, así que se tomaría café y un trozo de esa rica tarta de queso. Dio una calada al cigarrillo, probó el café y me dijo que, delante de Dios, no sabía qué hacer. Dijo que toda la familia se estaba desmembrando, Malachy separado de su mujer, Linda, y de los dos pequeños; Michael que se había ido a California con su mujer, Donna, y con el hijo de los dos, y Alphie que se había perdido en el Bronx. Dijo que ella podía vivir bien sola en Brooklyn con el bingo y con alguna que otra reunión de la Asociación de Damas de Limerick, en Manhattan, y que por qué iba a consentir que el hombre de Belfast le trastornase esa vida.

Yo me bebí el café y me comí la tarta sabiendo que ella no reconocería jamás que se sentía sola, aunque puede que estuviera pensando: «Ay, desde luego que si no fuera por la bebida, no se viviría mal con él para nada, para nada.»

Le dije lo que estaba pensando.

—Bueno —dijo ella—, me haría compañía si no está bebiendo, si es un hombre nuevo. Podríamos dar paseos por el parque Prospect y podría recogerme después del bingo.

—De acuerdo. Dile que venga a pasar las tres semanas y ya veremos si es un hombre nuevo.

En el camino de vuelta a su apartamento se detenía con frecuencia para llevarse la mano al pecho.

—Es mi corazón, que me late a cien por hora, sí que lo es.

—Debe de ser por el tabaco.

—Ah, no lo sé.

—Si no, debe de ser por los nervios por esa carta.

—Ah, no lo sé. Sencillamente, no lo sé.

En la puerta de su casa le di un beso en la mejilla fría y la vi subir las escaleras jadeando. Mi padre le había echado años encima.

Cuando mamá y Malachy fueron a recibir al hombre nuevo en el muelle, llegó tan borracho que tuvieron que ayudarle a bajar del barco. El sobrecargo les dijo que había enloquecido con la bebida y que lo habían tenido que tener recluido.

Aquel día yo estuve fuera, y cuando volví cogí el metro para verlo en el apartamento de mamá, pero se había ido con Malachy a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Tomamos té y esperamos. Ella volvió a decirme que, delante de Dios, no sabía qué hacer. Era el mismo loco con la bebida, y todo aquello que decía de que era un hombre nuevo era una mentira y ella se alegraba de que tuviese pasaje de ida y vuelta para tres semanas. Con todo, tenía en los ojos una oscuridad que me daba a entender que había debido albergar esperanzas de tener una familia normal, su hombre a su lado y sus hijos y sus nietos que venían a visitarla de todas partes de Nueva York.

Volvieron de la reunión, Malachy grande, con barba roja y sereno por los problemas que tenía, mi padre más viejo y más pequeño. Malachy tomó té. Mi padre dijo «
Och
, no», y se echó en el sofá con las manos unidas bajo la cabeza. Malachy dejó su té para ponerse de pie a su lado y soltarle un sermón.

—Tienes que reconocer que eres alcohólico. Ese es el primer paso.

Papá negó con la cabeza.

—¿Por qué niegas con la cabeza? Eres alcohólico, y tienes que reconocerlo.


Och
, no. No soy un alcohólico como esa pobre gente de la reunión. Yo no bebo queroseno.

Malachy levantó las manos al cielo y volvió a su té que estaba en la mesa. No sabíamos qué decirnos en presencia de ese hombre que estaba en el sofá, marido, padre. Yo tenía mis recuerdos de él, las mañanas junto a la lumbre en Limerick, sus cuentos y sus canciones, su limpieza, su esmero y su sentido del orden, cómo nos ayudaba con los deberes de la escuela, cuánto insistía en que fuésemos obedientes y en que atendiésemos a nuestros deberes religiosos, todo ello destrozado por su locura de los días de cobro, cuando tiraba su dinero por las tabernas invitando a pintas a todos los gorrones mientras mi madre se desesperaba junto a la lumbre sabiendo que al día siguiente tendría que extender la mano para pedir limosna.

En los días siguientes comprendí que si yo tenía que seguir la fuerza de la sangre tiraría hacia la familia de mi padre. Los familiares de mi madre habían dicho muchas veces en Limerick que yo tenía el aire raro de mi padre y una fuerte vena del Norte en mi carácter. Puede que tuvieran razón, porque siempre que he ido a Belfast me he sentido como en mi casa.

La noche anterior a su partida nos preguntó si queríamos dar un paseo. Mamá y Malachy dijeron que no, que estaban cansados. Habían pasado más tiempo con él que yo y debían de estar cansados de sus trapacerías. Yo dije que sí, porque este hombre era mi padre y yo era un hombre de treinta y tres años que tenía nueve años.

Se puso la gorra y bajamos por la avenida Flatbush.


Och
—dijo—, es una noche de mucho calor.

—Lo es.

—De mucho calor —dijo—. En una noche como ésta se corre el peligro de quedarse seco uno.

Teníamos ante nosotros la estación de ferrocarril de Long Island, rodeada de bares para los viajeros sedientos. Le pregunté si recordaba los bares.


Och
—dijo él—, ¿por qué voy a recordar tales sitios?

—Porque bebías en ellos y nosotros te buscábamos.


Och
, bueno, puede que trabajase en uno o dos de ellos cuando las cosas marchaban mal, por el pan y la carne que me daban para llevarlos a casa para vosotros, mis niños.

Volvió a comentar lo calurosa que era la noche y que sin duda no nos haría ningún mal refrescarnos en uno de esos sitios.

—Creí que no bebías.

—Así es. Lo he dejado.

—Bueno ¿y lo del barco? Tuvieron que desembarcarte a cuestas.


Och
, eso era del mareo. Nos tomaremos algo aquí para refrescarnos.

Mientras nos bebíamos nuestra cerveza me dijo que mi madre era una buena mujer y que yo debía ser bueno con ella, que Malachy era un buen mocetón, pero que casi no se le conocía con esa barba roja y que de dónde la habría sacado, que lamentaba haberse enterado de que yo me había casado con una protestante, aunque ella todavía tenía tiempo de convertirse, una muchacha tan agradable como era, y que se alegraba de haberse enterado de que yo era profesor, como todas sus hermanas del Norte, y que si tendría algo de malo tomarnos otra cerveza.

No, no tendría nada de malo, y tampoco tuvieron nada de malo las cervezas que nos tomamos subiendo y bajando por la Avenida Flatbush, y cuando regresamos al apartamento de mi madre lo dejé en la puerta porque no quise ver las caras que pondrían mamá y Malachy, quienes me acusarían de llevar a mi padre por el mal camino, o viceversa. Él quería seguir bebiendo hacia la plaza Grand Army, pero mi sentimiento de culpa me impulsó a decirle que no. Él debía embarcarse al día siguiente en el Queen Mary, aunque tenía la esperanza de que mi madre le dijese: «Ay, quédate. Seguro que encontraremos alguna manera de arreglarnos.»

Le dije que eso sería precioso y él dijo que volveríamos a estar todos juntos y que las cosas irían mejor porque él era un hombre nuevo. Nos dimos la mano y yo me marché.

A la mañana siguiente me llamó mamá y me dijo:

—Se volvió loco del todo, vaya que sí.

—¿Qué hizo?

—Lo trajiste a casa borracho como una cuba.

—No estaba borracho. Se había tomado unas cervezas.

—Se tomó algo más, y yo estaba aquí sola, porque Malachy se había ido a Manhattan. Tu padre se tomó una botella entera de whiskey que había traído del barco, y yo tuve que llamar a la policía y ahora se ha marchado con todo su equipaje, y se ha embarcado hoy en el Queen Mary, porque he llamado a la Cunard y me dijeron que sí, que lo tenían a bordo y que lo vigilarían de cerca por si daba muestras de la locura que tenía en el viaje de ida.

—¿Qué hizo?

No me lo quiso decir, y no hacía falta porque era fácil de adivinar. Probablemente intentó meterse en la cama con ella, y aquello no entraba en el sueño de ella. Indicó y dio a entender que si yo no hubiera pasado las horas con él en los bares él se habría comportado y no estaría ahora adentrándose en el Atlántico a bordo del Queen Mary. Yo le dije que no era culpa mía que él bebiese, pero ella estuvo cortante conmigo.

—Lo de anoche fue la gota que colmó el vaso —me dijo—, y tú tuviste parte en ello.

47

Los viernes son alegres para los profesores. Sales del instituto con una cartera llena de ejercicios para leerlos y corregirlos, con libros para leer. Este fin de semana te pondrás al día sin duda con todos esos ejercicios pendientes de corregir y de calificar. No quieres que se te acumulen en los armarios como le pasaba a la señorita Mudd, para que dentro de varias décadas un profesor joven se abalance sobre ellos para mantener ocupadas a sus clases. Te llevarás los ejercicios a casa, te servirás un vaso de vino, pondrás en el tocadiscos a Duke Ellington, a Sonny Rollins y a Héctor Berlioz e intentarás leerte ciento cincuenta redacciones de estudiantes. Sabes que a algunos no les importa lo que hagas con su trabajo con tal de que les pongas una nota decente para que puedan aprobar y dedicarse a la vida real en sus talleres. Otros se tienen por escritores y quieren que les devuelvas los ejercicios corregidos y con buenas notas. Los donjuanes de la clase quieren que comentes sus ejercicios y que los leas en voz alta para gozar de las miradas de admiración de las muchachas. A los que les da igual les interesan a veces unas mismas muchachas y se intercambian amenazas orales de pupitre a pupitre, porque a los que les da igual no están fuertes en expresión escrita. Si un muchacho es buen escritor tienes que procurar no alabarlo demasiado porque corre el peligro de sufrir un accidente en las escaleras. A los que les da igual no les gustan los empollones.

Piensas irte directamente a casa con tu cartera, pero entonces descubres que el viernes por la tarde es la hora de la cerveza y del esparcimiento de los profesores. Puede que algún que otro profesor diga que tiene que volver a su casa con su mujer, hasta que se encuentra con Bob Bogard que está junto al reloj de fichar para recordarnos que lo primero es lo primero, que el bar Meurot está a pocos pasos, puerta con puerta en realidad, y ¿qué puede tener de malo una cerveza, una sola? Bob no está casado y quizás no comprenda los peligros que corre un hombre que puede pasar de una sola cerveza, un hombre que puede tener que afrontar la ira de una mujer que ha guisado un buen pescado para el viernes y ahora está sentada en la cocina viendo cómo se solidifica la grasa.

Nos quedamos de pie en el bar Meurot y pedimos nuestras cervezas. Hay charla intrascendente propia de profesores. Cuando se habla de mujeres de buen ver del personal, o incluso de estudiantes núbiles, levantamos los ojos al cielo. ¡Qué no haríamos si fuésemos chicos de instituto en estos tiempos! Nos las damos de duros cuando hablamos de los muchachos problemáticos. Una palabra más de ese condenado chico y se va a ver suplicando que lo cambien de instituto. Nos unimos en nuestra hostilidad contra la autoridad, contra todas las personas que asoman de sus oficinas para supervisarnos y para observarnos y para decirnos lo que debemos hacer y cómo debemos hacerlo, unas personas que pasaron el mínimo tiempo posible en el aula y que confunden el culo con las témporas en cuestión de enseñanza.

Puede que se pase un profesor joven, que acaba de salir de la universidad, que ha recibido hace poco su licencia de profesor. Todavía le zumba en los oídos el rumor de los catedráticos universitarios y la cháchara de las cafeterías de las facultades, y si quiere hablar de Camus y de Sartre y de si la existencia precede a la esencia o viceversa acabará hablando solo ante el espejo del bar Meurot.

Ninguno de nosotros había seguido el Gran Camino Americano, la escuela elemental, el instituto, la universidad, y profesor a los veintidós años. Bob Bogard combatió en la guerra en Alemania y seguramente fue herido. No lo dice. Claude Cambell sirvió en la Marina, terminó la carrera en Tennessee, publicó una novela cuando tenía veintisiete años, es profesor de Lengua Inglesa, tiene seis hijos con su segunda esposa, se sacó un master en el Colegio Universitario de Brooklyn con una tesis titulada
Tendencias de la ideación en la novela americana
, lo arregla todo en su casa, la electricidad, la fontanería, la carpintería. Cuando lo veo recuerdo los versos de Goldsmith sobre el maestro de escuela:

Y lo miraban atónito y crecía su admiración

De que le cupiese en una cabeza pequeña tanto como sabía.

Y Claude ni siquiera ha cumplido la edad que tenía Cristo cuando lo crucificaron, los treinta y tres.

Cuando Stanley Garber se pasa a tomarse una Coca Cola nos dice que tiene muchas veces la impresión de que ha cometido un error al no dedicarse a la enseñanza universitaria, en la que vas por la vida pensando que cagas buñuelos de crema y sufres si tienes que dar más de tres horas de clase cada semana. Dice que podría haber escrito una tesis doctoral de camelo sobre la fricativa bilabial en el período medio de Thomas Chatterton, que murió a los diecisiete años, porque esas son las mierdas a que se dedican en las facultades mientras los demás defendemos el frente ante unos chicos que no quieren sacar la cabeza de entre los muslos y ante unos supervisores que están satisfechos con tener la cabeza metida en el culo.

Esta noche habrá problemas en Brooklyn. Había quedado en cenar con Alberta en un restaurante árabe, el Oriente Próximo, al que te tienes que llevar tu propio vino, pero son las seis, casi las siete, y si llamo ahora se quejará de que lleva horas esperándome, de que no soy más que un borracho irlandés como mi padre, y dirá que le da igual que me quede en la isla de Staten durante el resto de mi vida, adiós.

Así que no llamaré. Mejor no hacerlo. No sirve de nada tener dos peleas, una por teléfono ahora, otra cuando llegue a casa. Es más fácil quedarse sentado en el bar, donde hay ardor y se discuten cuestiones importantes.

Estamos de acuerdo en que a los profesores nos disparan desde tres frentes: los padres, los chicos, los supervisores, y que tenemos dos opciones, o ser diplomáticos o decirles a todos que nos besen el culo. Los profesores somos los únicos profesionales que tenemos que salir cuando suena un timbre cada cuarenta y cinco minutos y ponernos a pelear. Muy bien, clase, sentaos. Sí, tú también, siéntate. Abrid los cuadernos, eso es, los cuadernos, ¿es que hablo en una lengua extranjera, chico? ¿Que no te llame chico? De acuerdo, no te llamaré chico. Tú siéntate. Las notas están a la vuelta de la esquina y te puedo mandar a las listas de beneficencia. Muy bien, que venga tu padre, que venga tu madre, que venga toda tu maldita tribu. ¿No tienes pluma, Pete? Muy bien, toma una pluma. Adiós, pluma. No, Phyllis, no te puedo dar el pase. Me da igual que tengas cien reglas, Phyllis, porque lo que quieres hacer de verdad es verte con Eddie y desaparecer los dos en el sótano, donde tu futuro podría quedar marcado por una suave bajada de bragas y por un raudo movimiento hacia arriba del miembro impaciente de Eddie, comienzo de una pequeña aventura de nueve meses en la que acabarás chillando que a Eddie más le vale casarse contigo, y a él le apuntará la escopeta a la región frontal inferior y sus sueños habrán muerto. De modo que os estoy salvando, Phyllis, a Eddie y a ti, y no, no hace falta que me des las gracias.

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