Sé que lo que me hizo apoyarme en la pared con un ataque de remordimiento no fue el vino que había bebido en la cena. Fue el pensar que mi madre se sentía tan sola que tenía que sentarse en un banco de la calle, tan sola que echaba de menos la compañía de una vagabunda sin hogar con bolsas de la compra. Ella siempre tuvo la mano tendida y la puerta abierta, hasta en los malos tiempos de Limerick, y ¿por qué no podía yo ser así con ella?
Era más fácil impartir nueve horas de clase a la semana en el Colegio Universitario Comunitario de Nueva York, en Brooklyn, que veinticinco horas a la semana en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee. Las clases tenían menos alumnos, los estudiantes eran mayores y no había ninguno de los problemas de los que tiene que ocuparse un profesor de secundaria, el pase para el baño, los lamentos por las tareas, la masa de papeleo creada por unos burócratas que no tienen nada que hacer más que crear nuevos formularios. Yo podía complementar mi sueldo reducido impartiendo clases en el Instituto Nocturno Washington Irving o haciendo sustituciones en el Instituto Seward Park y en el Instituto Stuyvesant.
El director del departamento de Lengua Inglesa del colegio universitario comunitario me preguntó si quería llevar una clase de paraprofesionales. Yo dije que sí, a pesar de que no tenía ni idea de qué era un paraprofesional.
Me enteré en aquella primera clase. Allí estaban treinta y seis mujeres, afro-americanas y algunas hispanas, de edades entre los veintipocos hasta los cincuenta y muchos, profesoras auxiliares de escuela elemental y que ahora estudiaban en la universidad con ayuda estatal. Recibirían títulos asociados después de dos años, y quizás pudieran seguir estudiando para convertirse algún día en profesoras plenamente cualificadas.
Aquella noche me quedó poco tiempo para impartir clase. Cuando hube pedido a las mujeres que escribieran una breve redacción autobiográfica para la clase siguiente, ellas recogieron sus libros y fueron saliendo, llenas de aprensión, todavía inseguras de sí mismas, de las demás, de mí. Mi piel era la más blanca del aula.
Cuando volvimos a reunirnos, el ambiente era el mismo, con la excepción de una mujer que estaba sentada con la cabeza apoyada en el pupitre, sollozando. Le pregunté qué sucedía. Ella levantó la cabeza, con lágrimas en las mejillas.
—He perdido mis libros.
—Ah, bueno —le dije—, le darán otro juego de libros. Basta con que vaya al Departamento de Lengua Inglesa y les explique lo que ha pasado.
—¿Quiere decir que no me botarán de la universidad?
—No, no la botarán, no la expulsarán de la universidad.
Me dieron ganas de darle palmaditas en la cabeza, pero yo no sabía cómo se daban palmaditas en la cabeza de una mujer de mediana edad que había perdido sus libros. Sonrió, sonreímos todos. Ya podíamos empezar. Les pedí sus redacciones y les dije que leería algunas en voz alta, aunque no usaría sus nombres verdaderos.
Las redacciones eran rígidas, cohibidas. Mientras las leía escribía en la pizarra algunas de las faltas de ortografía más corrientes, sugería cambios de la estructura, señalaba los errores gramaticales. Todo fue seco y monótono hasta que sugerí a las señoras que escribieran con sencillez y con claridad. Para su próxima tarea podían escribir de cualquier cosa que quisieran. Parecieron sorprendidas. ¿De cualquier cosa? Pero si nosotras no tenemos nada de qué escribir. No tenemos aventuras.
No tenían nada de qué escribir, nada más que las tensiones de sus vidas, los disturbios de verano que estallaban a su alrededor, los asesinatos, los maridos que solían desaparecer con tanta frecuencia, los hijos destrozados por las drogas, sus propios afanes diarios en las tareas domésticas, el trabajo, los estudios, la crianza de los hijos.
Les encantaban las curiosidades de las palabras. Durante un debate sobre la delincuencia juvenil, la señora Williams proclamó:
—Ningún chico mío va a ser adoleciente.
—¿Adoleciente?
—Sí, ya sabe. Adoleciente.
Y me enseñó un periódico cuyos titulares aullaban: «Adolescente asesina a su madre.»
—Ah —dije yo, y la señora Williams siguió diciendo:
—Estos adolecientes, ya se sabe, van por ahí asesinando a la gente, e incluso matándola. Si un chico mío se presenta en mi casa comportándose como un adoleciente, se va a la calle con el ya-saben-qué por delante.
La mujer más joven de la clase, Nicole, me devolvió la pelota. Se sentaba en un rincón, al fondo de la clase, y no habló nunca hasta que yo pedí a las estudiantes de la clase que escribieran de sus madres. Entonces ella levantó la mano.
—¿Qué hay de la madre de usted, señor McCourt?
Las preguntas se me echaron encima como una lluvia de balas. ¿Vive? ¿Cuántos hijos tuvo? ¿Dónde está el padre de usted? ¿Tuvo ella todos esos hijos con un solo hombre? ¿Dónde vive? ¿Con quién vive? ¿Que vive sola? ¿Su madre vive sola, y tiene cuatro hijos? ¿Cómo puede ser?
Fruncieron el ceño. Lo desaprobaron. La pobre señora, con cuatro hijos, no debería vivir sola. La gente debería cuidar de sus madres, pero ¿qué sabrán los hombres? A un hombre no se le puede explicar nunca lo que es ser madre, y si no fuera por las madres América se caería en pedazos.
En abril mataron a Martin Luther King y se suspendieron las clases durante una semana. Cuando volvimos a reunirnos yo quería pedir perdón en nombre de mi raza. En vez de ello, les pedí las redacciones que les había encargado. La señora Williams se puso indignada.
—Mire, señor McCourt, cuando están intentando quemar tu casa tú no te quedas sentada escribiendo
redasiones
.
En junio mataron a Bobby Kennedy. Mis treinta y seis señoras se preguntaban qué pasaba con el mundo, pero estuvieron de acuerdo en que había que seguir adelante, que la educación era el único camino que conducía a la cordura. Cuando hablaban de sus hijos se les iluminaban las caras y dejaban de tenerme en cuenta en su conversación. Yo me quedaba sentado en mi escritorio mientras ellas se decían las unas a las otras que ahora que ellas mismas iban a la universidad, vigilaban a sus chicos para asegurarse de que hacían los deberes.
En la última noche de clases, en junio, hubo un examen final. Yo veía aquellas cabezas oscuras inclinadas sobre los ejercicios, madres de doscientos doce niños, y sabía que con independencia de lo que escribieran o dejaran de escribir en esos ejercicios, ninguna suspendería.
Terminaron. Se había entregado el último ejercicio, pero nadie se marchaba. Yo les pregunté si tenían alguna otra clase allí. La señora Williams se puso de pie y tosió.
—Ah, señor McCourt, tengo que decir, o sea, tenemos que decir, que ha sido maravilloso venir a la universidad y aprender tanto de la Lengua Inglesa y de todo lo demás, y que le hemos traído un regalito esperando que le guste y tal.
Se sentó sollozando y yo pensé: Esta clase comienza y termina con lágrimas.
Me pasaron el regalo, una botella de loción para el afeitado en una caja roja y negra de fantasía. Cuando la olí estuve a punto de caerme de espaldas, pero volví a olerla con delectación y dije a las señoras que conservaría esa botella para siempre en recuerdo de ellas, de esta clase, de sus adolecientes.
En vez de volverme a casa después de esa clase, cogí el metro hasta la calle Noventa y Seis en Manhattan y llamé a mi madre desde una cabina de la calle.
—¿Te apetece merendar algo?
—No lo sé. ¿Dónde estás?
—Estoy a pocas manzanas de distancia.
—¿Por qué?
—Me he pasado por el barrio, eso es todo.
—¿A visitar a Malachy?
—No. A visitarte a ti.
—¿A mí? ¿Por qué vas a visitarme a mí?
—Por Dios, eres mi madre, y lo único que quería era invitarte a salir a merendar algo. ¿Qué te apetece comer?
Parecía indecisa.
—Bueno, me encantan esas gambas gigantes que tienen en los restaurantes chinos.
—Muy bien. Comeremos gambas gigantes.
—Pero no sé si seré capaz de comerlas ahora mismo. Creo que preferiría ir al griego a tomarme una ensalada.
—Muy bien. Te veré allí.
Entró en el restaurante jadeando, y cuando le besé la mejilla noté el sabor de la sal de su sudor. Dijo que tendría que sentarse un rato antes de pensar siquiera en comer, que si no hubiera dejado el tabaco ya estaría muerta.
Pidió la ensalada de feta, y cuando yo le pregunté si le gustaba me dijo que le encantaba, que sería capaz de vivir comiendo sólo eso.
—¿Te gusta ese queso?
—¿Qué queso?
—El queso de cabra.
—¿Qué queso de cabra?
—Eso blanco. El feta. Eso es queso de cabra.
—No lo es.
—Lo es.
—Bueno, pues si hubiera sabido que era queso de cabra no lo habría probado, porque una vez me atacó una cabra en el campo en Limerick y yo no quiero comer nada que me haya atacado.
—Menos mal que no te ha atacado nunca una gamba gigante —le dije.
En 1971 nació mi hija Maggie en el hospital Unity, de la zona de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn. No corría el riesgo de llevarme a casa a la niña que no era, pues parecía que era la única blanca de todo el nido.
Alberta quería un parto natural Lamaze, pero los médicos y las enfermeras del hospital Unity no tenían paciencia con las mujeres de clase media ni con sus caprichos. No tenían tiempo que perder con aquella mujer y con sus ejercicios de respiración, y le inyectaron un anestésico para acelerar el parto. Pero su efecto fue, en cambio, reducir tanto el ritmo que el médico, impaciente, aprisionó con el fórceps la cabeza de Maggie y la arrancó del vientre de su madre, y a mí me dieron ganas de darle de puñetazos por la manera en que le había dejado aplanadas las sienes.
La enfermera se llevó a la niña a un rincón para limpiarla y lavarla, y cuando terminó me llamó con un gesto indicándome que ya podía ver a mi hija con su cara roja y atónita y con sus pies negros.
Tenía las plantas de los pies negras.
Dios, ¿qué especie de marca de nacimiento han infligido a mi hija? Yo no podía decir nada a la enfermera porque ella era negra y podría ofenderla que a mí no me parecieran atractivos los pies negros de mi hija. Me imaginé a mi hija cuando fuera una mujer joven, tomando el sol en la playa, encantadora en traje de baño, pero obligada a llevar calcetines para ocultar su desfiguración.
La enfermera preguntó si la niña iba a tomar el pecho. No. Alberta había dicho que no tendría tiempo cuando volviera al trabajo, y el médico hizo algo para secarle la leche. Preguntaron el nombre de la niña, y aunque Alberta había barajado el de Michaela, todavía estaba anestesiada e impotente y yo dije a la enfermera que se llamaba Margaret Ann, en recuerdo de mis dos abuelas y de mi hermana que había muerto a los veintiún días de edad en este mismo distrito de Brooklyn.
Volvieron a llevar a Alberta a su cuarto en la camilla con ruedas y yo llamé a Malachy para darle la buena noticia, que había nacido una niña, pero que sufría pies negros. Se me rió en el oído y me dijo que yo era un zopenco, que seguramente la enfermera le había tomado las huellas de los pies en vez de las huellas dactilares. Dijo que me esperaba en la Cabeza del León, donde todo el mundo me invitó a una copa y yo me puse borracho perdido, tan borracho que Malachy tuvo que llevarme a casa en un taxi que me mareó tanto que vomité a lo largo de todo Broadway mientras el taxista gritaba que tenía que cobrarme veinticinco dólares más por la limpieza del taxi, exigencia poco razonable que le costó la propina y que lo llevó a amenazarnos con llamar a la policía
—¿Y qué les va a decir? —dijo Malachy—. ¿Les va a decir que conduce haciendo eses de un lado a otro de Broadway y mareando a todo el mundo? ¿Es eso lo que les va a decir?
Y el taxista se enfadó tanto que quería salir del coche y enfrentarse a Malachy, pero cambió de opinión cuando mi hermano, sujetándome, se plantó de pie en la acera, tan grande como era y con su barba roja, y preguntó al taxista con educación si quería hacer algún comentario más antes de ir a reunirse con su Hacedor. El taxista soltó obscenidades sobre nosotros y sobre los irlandeses en general y se saltó un semáforo rojo, sacando el brazo izquierdo por la ventanilla y levantando al aire muy tieso el dedo medio.
Malachy me trajo aspirinas y vitaminas y me dijo que estaría fresco como una lechuga al día siguiente, y yo me pregunté qué quería decir aquello, fresco como una lechuga, aunque me quitó de la cabeza esta pregunta la imagen de Maggie y de sus sienes aplanadas por el fórceps, y yo estuve dispuesto a saltar de la cama para ir a buscar a ese médico condenado que no pudo dejar nacer a mi hija cuando le diera la gana a ella, pero las piernas no me obedecían y me quedé dormido.
Malachy tenía razón. No tuve resaca, sólo placer porque una niñita de Brooklyn llevara mi apellido y yo tuviera por delante una vida de verla crecer, y cuando llamé a Alberta apenas podía hablar con las lágrimas que tenía en la garganta y ella se rió y repitió la frase de mi madre: «Tienes la vejiga cerca del ojo.»
Aquel mismo año, Alberta y yo nos compramos la casa de piedra arenisca parda donde habíamos sido inquilinos en el piso principal. Si pudimos comprarla fue porque nuestros amigos Bobby y Mary Ann Baron nos prestaron dinero y porque Virgil Frank se murió y nos dejó ocho mil dólares.
Cuando vivíamos en el 30 de la calle Clinton, en Brooklyn Heights, Virgil vivía dos pisos por debajo de nosotros. Tenía más de setenta años, tenía una cabellera completa de pelo blanco peinado hacia atrás, la nariz vigorosa y sus dientes propios y apenas tenía una pizca de carne en los huesos. Yo lo visitaba con regularidad porque pasar una hora con él era mejor que el cine, que la televisión y que la mayoría de los libros.
Su apartamento era una habitación con cocina pequeña y cuarto de baño. Su cama era un catre contra la pared, y detrás había un escritorio y una ventana con un aparato de aire acondicionado. En el lado opuesto a la cama había una librería llena de tomos sobre flores, árboles y aves, a los que se dedicaría, según decía él, en cuanto se comprase unos prismáticos.
—Para comprarte unos prismáticos hay que tener cuidado, porque cuando vas a la tienda ¿cómo los vas a probar? Los dependientes de la tienda te dicen: «Ah, están bien, son potentes», y ¿cómo lo sabes tú? No te los dejan sacar a la calle para mirar arriba y abajo de la calle Fulton, por si te escapas corriendo con los prismáticos, y eso es una tontería. ¿Cómo demonios te vas a escapar corriendo si tienes setenta años?