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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (51 page)

BOOK: Lo es
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A lo largo de la barra se dicen cosas que jamás se oirían en el aula, a no ser que un profesor perdiese el juicio por completo. Sabes que nunca puedes negar el pase para el baño a una Phyllis menstrual por miedo a que te lleven ante el tribunal más elevado del país, donde los de las togas negras, que son todos hombres, te desollarán por haber insultado a Phyllis y a las futuras madres de América.

A lo largo de la barra se habla de ciertos profesores eficientes, y estamos de acuerdo en que no nos gustan ni nos gusta el modo en que sus clases están tan organizadas que van zumbando de timbre a timbre. En estas clases hay monitores para todas las actividades de todas las partes de la lección. Hay un monitor que sube inmediatamente a la pizarra a escribir el número y el título de la lección del día, Lección 32, Estrategias para Resolver el Participio Colgante. Los profesores eficientes son célebres por sus estrategias, que es la nueva palabra favorita de la Junta de Educación.

El profesor eficiente tiene normas para la toma de apuntes y para la organización del cuaderno, y hay monitores de cuaderno que recorren el aula para comprobar que se observan las formas establecidas, en la parte superior de la página el nombre del alumno, el nombre de su clase, el nombre de la asignatura y la fecha con el mes en letra, no en cifra, hay que escribirlo en letra para que el alumno practique el escribir las cosas en letra porque en este mundo hay demasiada gente, gente de empresa y otros, que es demasiado perezosa como para escribir los nombres de los meses en letra. Deben respetarse los márgenes establecidos y no debe haber garabatos. Si el cuaderno no se ciñe a las normas, el monitor anotará puntos negativos en la ficha del alumno, y cuando llegue el tiempo de las notas habrá sufrimientos y no habrá piedad.

Los monitores de deberes recogen y devuelven las tareas, los monitores de asistencia se hacen cargo de las fichitas del registro de asistencia y recogen los justificantes de ausencia y de retrasos. La falta de justificantes por escrito produce más sufrimientos y no habrá piedad.

Algunos estudiantes tienen fama por su habilidad para redactar justificantes de los padres y de los médicos, y lo hacen a cambio de favores en la cafetería o en lo más recóndito del sótano.

Los monitores que llevan los borradores de la pizarra al sótano para sacudir el polvo de tiza deben prometer primero que no se hacen cargo de esta tarea importante para fumar a hurtadillas o para besuquearse con el chico o la chica de su elección. El director ya se está quejando de que hay demasiada actividad en el sótano y le gustaría saber qué pasa por ahí.

Hay monitores que reparten libros y que recogen los recibos, monitores que se ocupan del pase del baño y de la hoja de entrada y salida, monitores que ponen en orden alfabético todo lo que hay en el aula, monitores que llevan la papelera por los pasillos entre los pupitres en la guerra contra los desperdicios, monitores que decoran el aula para dejarla tan vistosa y tan alegre que el director se la enseña a visitantes de Japón y de Liechtenstein.

El profesor eficiente es un monitor de monitores, aunque puede aliviar su carga como monitor nombrando a monitores que controlen a los demás monitores, o puede designar a monitores de disputas que resuelvan las discusiones entre los monitores que acusan a otros monitores de entrometerse en su tarea. El monitor de disputas tiene la tarea más peligrosa de todas, por lo que puede sucederle en las escaleras o en la calle.

Al estudiante al que se le descubre intentando sobornar a un monitor se le denuncia inmediatamente al director, quien incluye en su historial definitivo una anotación que manchará su reputación. Es una advertencia a todos los demás de que una mancha así podría ser un obstáculo para una carrera profesional en chapistería, fontanería, mecánica del automóvil, cualquier cosa.

Stanley Garber dice con un bufido que con tanta actividad eficiente queda poco tiempo para la enseñanza, pero, qué demonios, los alumnos están en sus asientos, completamente controlados y comportándose, y eso agrada al profesor, al jefe de estudios, al director y a sus adjuntos, al inspector, a la Junta de Educación, al alcalde, al gobernador, al Presidente y al mismo Dios.

Eso dice Stanley.

Si un profesor universitario habla de
La feria de las vanidades
o de cualquier otra cosa, sus alumnos le escuchan con los cuadernos abiertos y empuñando las plumas. Si no les gusta la novela, no se atreven a quejarse por miedo a perder nota.

Cuando yo repartí
La feria de las vanidades
a mi clase de tercer curso del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, se oyeron lamentos en el aula. ¿Por qué tenemos que leer este libro tonto? Yo les dije que trataba de dos mujeres jóvenes, Becky y Amelia, y de sus aventuras con los hombres, pero mis alumnos dijeron que estaba escrito en ese inglés antiguo y que quién es capaz de leer eso. Cuatro muchachas lo leyeron y dijeron que era precioso y que deberían hacer la película. Los muchachos hacían como que bostezaban y me decían que todos los profesores de Lengua Inglesa eran iguales. Sólo pensaban en hacerte leer esas cosas viejas y ¿de qué te sirve eso para arreglar un coche o un aparato de aire acondicionado estropeado, eh?

Yo podía amenazarlos con el suspenso. Si se negaban a leer este libro, suspenderían la asignatura y no obtendrían el título, y todo el mundo sabía que las chicas no querían salir con nadie que no tuviera el título del instituto.

Pasamos tres semanas leyendo trabajosamente
La feria de las vanidades
. Yo intentaba todos los días motivarlos y animarlos, hacerlos entrar en el debate de lo que supone abrirte camino en el mundo cuando eres una mujer joven del siglo diecinueve, pero a ellos les daba igual. Uno escribió en la pizarra: «Muera Becky Sharp».

Después, tal como mandaba el plan de estudios del instituto, pasamos a
La letra escarlata
. Éste sería más fácil. Les hablaría de las cazas de brujas de Nueva Inglaterra, de las acusaciones, de la histeria, de los ahorcamientos. Les hablaría de Alemania en los años treinta y de cómo se lavó el cerebro a toda una nación.

Pero no a mis alumnos. A ellos no les lavaba nadie el cerebro. No señor, allí no se salía nadie con aquello. Nunca podrían engañarnos de ese modo.

Yo les recité: «Winston sabe bien como...», y ellos terminaron la frase.

Yo les canté: «Mi cerveza es Rheingold, la cerveza seca...», y ellos terminaron la cancioncilla publicitaria.

Yo les recité de nuevo: «Se preguntará dónde ha ido a parar el amarillo...», y ellos terminaron el eslogan.

Les pregunté si sabían más, y hubo una erupción de canciones publicitarias de la radio y de la televisión, prueba del poder de la publicidad. Cuando les dije que tenían lavado el cerebro, se indignaron. Ah, no, no tenían lavado el cerebro. Podían pensar por su cuenta y nadie podía decirles lo que tenían que hacer. Negaban que les hubieran dicho qué cigarrillos debían fumar, qué cerveza debían beber, qué pasta de dientes debían usar, aunque reconocían que cuando estás en el supermercado compras la marca que tienes en la cabeza. No, nadie compraría nunca unos cigarrillos de la marca Nabo.

Sí, habían oído hablar del senador McCarthy y de todo eso, pero eran demasiado pequeños y sus padres y sus madres decían que era un hombre muy bueno para librar al país de los comunistas.

Me esforcé día tras día por establecer relaciones entre Hitler y McCarthy y las cazas de brujas de Nueva Inglaterra, intentando ablandarlos para
La letra escarlata
. Los padres llamaban indignados.

—¿Qué está diciendo este tipo a nuestros chicos del senador McCarthy? Dígale que pare el carro. El senador McCarthy era un buen hombre, luchó por su país. Joe el artillero de cola. Libró al país de los comunistas.

El señor Sorola me dijo que no quería entrometerse, pero si tenía la bondad de decirle si estaba dando clases de Lengua Inglesa o de Historia. Le hablé de lo que me costaba hacer que los chicos leyeran algo. Me dijo que no debía hacerles caso.

—Dígales, sin más: «Vais a leer
La letra escarlata
, os guste o no, porque esto es el instituto y eso es lo que hacemos aquí, y eso es lo que hay, y si no te gusta, chico, suspendes.»

Cuando repartí el libro se quejaron.

—Ya estamos otra vez con las cosas viejas. Creíamos que usted era un buen tipo, señor McCourt. Creíamos que era diferente.

Yo les dije que este libro trataba de una mujer joven de Boston que se metió en líos por haber tenido un hijo con un hombre que no era su marido, aunque no podía decirles quién era el hombre para no estropearles el libro. Me dijeron que les daba igual quién fuera el padre. Un muchacho dijo que en todo caso nunca sabes quién es tu padre porque él tenía un amigo que descubrió que su padre no era su padre en absoluto, que su padre verdadero había muerto en Corea, pero que el padre fingido era con quien se había criado, un buen tipo, así que a quién le importa una mierda esa mujer de Boston.

La mayoría de los estudiantes de la clase estaban de acuerdo, aunque no les gustaría descubrir una mañana al despertarse que sus padres no eran sus padres verdaderos. A algunos les gustaría tener otros padres, pues sus padres eran tan malos que les obligaban a venir al instituto y a leer libros tontos.

—Pero ése no es el argumento de
La letra escarlata
—les dije.

—Ay, señor McCourt, ¿es que tenemos que hablar de esas cosas viejas? Ese tipo, Hawthorne, ni siquiera sabía escribir para que lo entendamos, y usted siempre nos dice: «Escribid con sencillez, escribid con sencillez.» ¿Por qué no podemos leer el
Daily News
? Ahí tienen buenos redactores. Esos escriben con sencillez.

Entonces recordé que estaba sin blanca y eso fue lo que me llevó a
El guardián en el centeno
y a
Cinco grandes obras de Shakespeare
y a un cambio en mi carrera profesional en la enseñanza. Tenía cuarenta y ocho centavos para volver a casa en el transbordador y en el metro, no tenía dinero para el almuerzo, ni siquiera para tomarme un café en el transbordador, y dije de improviso a la clase que si querían leer un buen libro que no tenía palabras complicadas ni frases largas y que trataba de un muchacho de su edad que estaba furioso contra el mundo, yo se lo podía conseguir, pero tendrían que pagarlo, un dólar y veinticinco centavos por cabeza, y podrían pagarlo a plazos a partir de ahora, de modo que si tenéis cinco o diez centavos o más podéis pasarlos y yo apuntaré en un papel vuestro nombre y la cantidad y encargaré hoy los libros a la distribuidora de libros Coleman, de Yonkers, y mis alumnos no se enterarán nunca de que me estaba llenando el bolsillo de calderilla para el almuerzo y quizás para tomarme una cerveza en el Meurot, ahí al lado, aunque eso no se lo dije porque podían quedarse escandalizados.

Me pasaron la calderilla y cuando llamé a la distribuidora me ahorré diez centavos llamando desde el teléfono del director adjunto, porque es ilegal hacer que los estudiantes compren libros cuando los almacenes de libros están llenos a rebosar de ejemplares de
Silas Marner
y de
Gigantes en la tierra
.

Los ejemplares de
El guardián en el centeno
llegaron a los dos días y yo los repartí, estuvieran pagados o no. Algunos estudiantes no llegaron a ofrecer nunca ni un centavo, otros dieron menos de lo que les tocaba, pero con el dinero que recogía podía ir tirando hasta el día de cobro, cuando saldaría la cuenta con la distribuidora.

Cuando repartí los libros alguien descubrió la palabra «mierda» en la primera página, y con eso se hizo el silencio en el aula. Esa palabra no se encontraría jamás en ninguno de los libros que se guardaban en el almacén de libros de Lengua Inglesa. Las muchachas se tapaban la boca y soltaban risitas, y los muchachos se reían calladamente al leer las páginas escandalosas. Cuando sonó el timbre no hubo una estampida hacia la puerta. Tuve que pedirles que se marchasen, pues tenía que entrar otra clase.

Los de la clase que entraba sintieron curiosidad por los de la clase que salía y por qué miraban todos ese libro, y por qué no podían leerlo ellos si era tan bueno. Yo les recordé que eran de último curso y que los que salían eran de penúltimo. Sí, pero ¿por qué no podían ellos leer aquel libro pequeño en vez de
Grandes esperanzas
? Yo les dije que podían leerlo, pero que tendrían que comprárselo, y ellos dijeron que pagarían lo que fuera con tal de no leer
Grandes esperanzas
.

Al día siguiente entró en el aula el señor Sorola con su adjunta, la señorita Seested. Fueron de pupitre en pupitre arrebatando los ejemplares de
El guardián en el centeno
y echándolos en dos bolsas de la compra. Si los libros no estaban en los pupitres, exigían a los alumnos que los sacaran de sus carteras. Contaron los libros que llevaban en las bolsas de la compra y los compararon con el registro de asistencia a clase y amenazaron con graves consecuencias a los cuatro alumnos que no habían entregado sus libros.

—Que levanten las manos las cuatro personas que tienen todavía el libro.

No se levantó ninguna mano, y cuando el señor Sorola salía me dijo que fuera a verlo en su despacho inmediatamente después de esta clase, ni un minuto más tarde.

—¿Se ha metido en un lío, señor McCourt?

—Señor McCourt, era el único libro que yo había leído en mi vida y ahora ese hombre me lo ha quitado.

Se quejaron de la pérdida de sus libros y me dijeron que si me pasaba algo harían huelga, y que así aprendería una lección la escuela. Se daban codazos y se intercambiaban guiños al hablar de la huelga, y sabían que yo sabía que no sería más que una nueva excusa para no ir a clase y que yo no debía prestarle mucha atención.

El señor Sorola estaba sentado tras su escritorio leyendo
El guardián en el centeno
, dando caladas a su cigarrillo y haciéndome esperar mientras pasaba la página, sacudía la cabeza y dejaba el libro.

—Señor McCourt, este libro no figura en el programa.

—Ya lo sé, señor Sorola.

—Ha de saber que he recibido llamadas de diecisiete padres, y ¿sabe por qué?

—¿No les gustaba el libro?

—Así es, señor McCourt. En este libro hay una escena en que el chico está en una habitación de hotel con una prostituta.

—Sí, pero no pasa nada.

—No es eso lo que creen los padres. ¿Me está diciendo que aquel chico estaba en aquella habitación para cantar? Los padres no quieren que sus chicos lean basura de esta especie.

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