Por muy mal que estuviera de salud, por muy sin aliento que estuviera, subía la cuesta para ir al bingo de Broadway hasta que una noche se cayó y se rompió la cadera. Después de la operación la enviaron a un sanatorio en el campo y después estuvo conmigo en un bungalow de verano en el cabo de las Brisas, en la punta de la península de Rockaway. Siempre dormía hasta bien entrado el día, y cuando se despertaba se quedaba sentada, repantigada, en el borde de la cama, mirando fijamente por la ventana a una pared. Al cabo de un rato se arrastraba hasta la cocina para desayunar, y cuando yo la reñía a voces por comer demasiado pan con mantequilla, diciéndole que se iba a poner como una casa, ella me devolvía las voces diciéndome:
—Por el amor de Dios, déjame en paz. El pan y la mantequilla son el único consuelo que me queda.
Cuando Henry Wozniak impartía clases de Creación Literaria y de Literatura Inglesa y Americana, se ponía todos los días camisa, corbata y chaqueta de sport. Era profesor asesor de la revista literaria del Instituto Stuyvesant, Caliper, y de la Organización General de los estudiantes, y era activo en el sindicato, la Federación Unida de Profesores.
Cambió. El primer día de clases del mes de septiembre de 1973, subió rugiendo por la calle Quince en una moto Harley Davidson y la aparcó delante del instituto. Los estudiantes le dijeron «Hola, señor Wozniak», aunque casi no lo reconocían con su cabeza afeitada, su pendiente, su chaqueta de cuero negro, su camisa negra sin cuello, sus pantalones vaqueros gastados, tan ceñidos que no les hacía falta el ancho cinturón con gran hebilla, el manojo de llaves que le colgaban del cinturón, las botas de cuero negro con tacones altos.
Devolvió el «hola» a los estudiantes, pero no se entretuvo ni sonrió como solía sonreír cuando no le importaba que los estudiantes le llamaran
El Woz
. Ahora los trataba con reserva, a ellos y a los profesores cuando se encontraba con ellos junto al reloj de fichar. Dijo al jefe del departamento de Lengua Inglesa, Roger Goodman, que quería dar clases de Lengua Inglesa normal, que estaba dispuesto incluso a hacerse cargo de los estudiantes de primero y de segundo y enseñarles gramática, ortografía, vocabulario. Dijo al director que se retiraba de todas las actividades no docentes.
A causa de Henry, yo pasé a ser el profesor de Creación Literaria.
—Tú puedes hacerlo —me dijo Roger Goodman, y me invitó a una cerveza y a una hamburguesa en el bar Gashouse, a la vuelta de la esquina, para darme fuerzas—. Puedes llevarlo —me decía. Al fin y al cabo, ¿no había escrito yo cosas para el
Village Voice
y otros periódicos, y no pensaba escribir más?
—Está bien, Roger, pero ¿qué demonios es la Creación Literaria y cómo se enseña?
—Pregúntaselo a Henry —dijo Roger—, él lo hacía antes que tú.
Encontré a Henry en la biblioteca y le pregunté cómo se enseñaba la Creación Literaria.
—Disneylandia —me dijo.
—¿Qué?
—Haz una visita a Disneylandia. Todos los profesores deberían visitarla.
—¿Por qué?
—Porque es una experiencia enriquecedora. Mientras tanto, recuerda una breve poesía infantil, y que sea tu mantra.
La pequeña Bo Peep ha perdido sus ovejitas
Y no sabe dónde encontrarlas.
Déjalas en paz y volverán a casa solas,
Meneando los rabitos.
Fue lo único que me dijo Henry, y, aparte de algún «hola» por el pasillo de vez en cuando, no volvimos a cruzar palabra nunca.
Escribo mi nombre en la pizarra y recuerdo el comentario del señor Sorola, según el cual la enseñanza es en un cincuenta por ciento procedimientos; y, si es así, ¿cómo debo proceder? Esta asignatura es optativa, y eso significa que si están aquí es porque lo han querido, y que si les pido que escriban algo no deberá haber lamentaciones.
Tengo que darme un respiro. Escribo en la pizarra: «Piras funerarias, doscientas palabras, redactarlo ahora mismo».
—¿Cómo? ¿Las piras funerarias? ¿Qué clase de tema es ése para escribir? Y, en todo caso, ¿qué es una pira funeraria?
—Sabéis lo que es una funeraria, ¿verdad? Y sabéis lo que es una pira. Habréis visto fotos de las mujeres de la India subiendo a las piras funerarias de sus maridos, ¿verdad? Eso se llama el suti, una palabra nueva para vuestro vocabulario.
—Es repugnante, verdaderamente repugnante —exclama una muchacha.
—¿El qué?
—Que las mujeres se maten sólo porque sus maridos hayan muerto. Es verdaderamente asqueroso.
—Ellas creen en eso. Quizás sea una forma de manifestar su amor.
—¿Cómo pueden manifestar su amor cuando el hombre ha muerto? ¿Es que esas mujeres no tienen dignidad?
—Claro que la tienen, y la demuestran realizando el suti.
—El señor Wozniak jamás nos habría dicho que escribiésemos cosas como ésta.
—El señor Wozniak no está aquí, de modo que escribid vuestras doscientas palabras.
Escriben y me entregan sus líneas garrapateadas, y yo me doy cuenta de que no he empezado con buen pie, aunque también me doy cuenta de que siempre que quiera iniciar un debate animado en clase puedo recurrir al suti.
Los sábados por la mañana, mi hija Maggie ve los dibujos animados de la televisión con su amiga Claire Ficarra, que vive en la misma calle. Sueltan risitas, chillan, se abrazan, dan saltos, mientras yo leo el periódico en la cocina con una sonrisa de desprecio. Entre la charla de ellas y el ruido de la televisión capto fragmentos de una mitología completamente americana de los sábados por la mañana, nombres que se repiten todas las semanas: el Correcaminos, el Pájaro Loco, el pato Donald, la familia Partridge, Bugs Bunny, los Brady, Heckel y Jeckel. La idea de la mitología me suaviza la sonrisa de desprecio y cojo mi café para sentarme con las niñas ante el televisor.
—Ay, papá, ¿vas a verlo con nosotras?
—Voy a verlo.
—Guau, Maggie —dice Claire—, tu papá es genial.
Estoy sentado con ellas porque me han ayudado a unir violentamente a dos personajes dispares, Bugs Bunny y Ulises.
Maggie había dicho:
—Qué malo es Bugs Bunny con Elmer.
Y Claire había dicho:
—Sí, Bugs es simpático y divertido y listo, pero ¿por qué es tan malo con Elmer?
Cuando volví a mis clases el lunes por la mañana, anuncié mi gran descubrimiento, las semejanzas entre Bugs Bunny y Ulises, que los dos eran tramposos, románticos, astutos, encantadores, que Ulises había sido el primero que había intentado librarse del reclutamiento, mientras que Bugs no daba muestras de haber servido nunca a su país ni de haber hecho nunca nada por nadie, más que travesuras, que la diferencia principal entre los dos era que Bugs no hacía más que ir de travesura en travesura, mientras que Ulises tenía una misión, la de volver a su casa con Penélope y Telémaco.
Todo lo cual me llevó a hacer una sencilla pregunta que provocó una explosión en clase:
—Cuando eras pequeño, ¿qué veías los sábados por la mañana?
Una erupción del ratón Mickey, Flotsam y Jetsam, Tom y Jerry, Superratón, el Conejo Cruzado, perros, gatos, ratones, monos, pájaros, hormigas, gigantes. Basta. Basta.
Tiré trozos de tiza. Vamos, tú, y tú, y tú, salid a la pizarra. Escribid los nombres de esos personajes de dibujos y de esos programas. Clasificadlos. Esto será lo que estudiarán los sabios dentro de mil años. Esta es vuestra mitología. Bugs Bunny. El pato Donald.
Las listas llenaron todas las pizarras y todavía faltaba sitio. Podrían haber llenado el suelo y el techo y haber seguido por el pasillo, mientras los treinta y cinco estudiantes de cada clase dragaban los detritos de incontables programas del sábado por la mañana. Dije en voz alta para hacerme oír entre el alboroto:
—¿Tenían sintonía y música esos programas?
Otra erupción. Canciones, tarareos, música ambiental, reminiscencias de escenas y de episodios favoritos. Podrían haber seguido cantando y entonando y representando hasta mucho después de que sonara el timbre, y hasta bien entrada la noche. Copiaban en sus cuadernos las listas de la pizarra y no preguntaban por qué, no protestaban. Se decían los unos a los otros, y me decían a mí, que les parecía increíble haber visto tanta televisión en sus vidas. Horas y horas. Guau. «¿Cuántas horas?», les pregunté, y ellos me dijeron que días, meses, años quizás. Guau, otra vez. Si tenías dieciséis años, probablemente te habías pasado tres años de tu vida delante de un televisor.
Antes de que naciera Maggie yo había soñado con ser un papá Kodak. Blandiría una cámara y reuniría un álbum de fotos de momentos cruciales, Maggie a los pocos instantes de nacer, Maggie en su primer día del jardín de infancia, Maggie al terminar el jardín de infancia, la escuela elemental, el bachillerato y, sobre todo, la universidad.
La universidad no sería un conjunto extenso de edificios urbanos, como la Universidad de Nueva York, la de Fordham, la de Columbia. No, mi hija preciosa pasaría cuatro años en una de esas coquetas universidades de Nueva Inglaterra, tan exquisitas que consideran vulgares a las de la
Ivy League
. Ella sería rubia y estaría morena, se pasearía por el césped del campus con un episcopaliano, estrella del lacrosse, vástago de una familia de brahmanes de Boston. Se llamaría Doug. Tendría los ojos azules y luminosos, hombros poderosos, una mirada franca y directa. Me llamaría «señor» y me estrujaría la mano con su manera varonil y sincera. Maggie y él se casarían en la honrada iglesia de piedra episcopaliana del campus, les echarían una lluvia de confeti bajo un arco de palos de lacrosse, el deporte de una gente de mejor clase.
Y allí estaría yo, el orgulloso papá Kodak, esperando a mi primer nieto, mitad irlandés católico, mitad episcopaliano brahmán de Boston. Habría un bautizo y una fiesta al aire libre, y yo dispararía con mi Kodak, las carpas blancas, las mujeres con sus sombreros, todos en tonos pastel, Maggie con la niña, comodidad, clase, seguridad.
Soñaba con eso cuando le daba el biberón, cuando le cambiaba los pañales, cuando la bañaba en la pila de la cocina, cuando grababa sus gorjeos infantiles. En sus primeros tres años, yo la sujetaba en una cestita y paseaba con ella en mi bicicleta por Brooklyn Heights. Cuando supo gatear, la llevaba al parque infantil, y mientras ella descubría la arena y a los demás niños, yo curioseaba lo que decían las madres a mi alrededor. Hablaban de los chicos, de los maridos, de que no veían la hora de volver a sus propias carreras profesionales en el mundo real. Bajaban la voz y hablaban en voz baja de aventuras amorosas, y yo me preguntaba si debía abordarlas. No. Ya les parecía sospechoso. ¿Quién era aquel tipo que se sentaba con las madres una mañana de verano, cuando los hombres de verdad estaban en el trabajo?
Ellas no sabían que yo había nacido de clase baja, que me servía de mi hija y de mi esposa para abrirme camino en su mundo. Ellas se preocupaban por algo que viene antes del jardín de infancia, el preescolar, y yo me estaba enterando de que a los niños hay que tenerlos ocupados. Está bien que pasen unos minutos de desenfreno jugando con la arena, pero en realidad el juego debe estar estructurado y supervisado. Toda estructuración es poca. Si un niño es agresivo, tienes que preocuparte. ¿Que es callado? Te preocupas igualmente. Todo es conducta antisocial. Los niños deben aprender a adaptarse o atenerse a las consecuencias.
Yo quería enviar a Maggie a una escuela elemental pública, o incluso a la escuela católica de la misma calle, pero Alberta insistió en que fuera a un montón de piedras cubierto de hiedra que había sido en otros tiempos una escuela para niñas episcopalianas, y yo no tuve estómago para soportar la pelea. Seguramente sería más respetable y conoceríamos a una gente de mejor clase.
Ah, sí que la conocimos. Había agentes de bolsa, banqueros, ingenieros, herederos de antiguas fortunas, catedráticos, ginecólogos. Había fiestas en las que me preguntaban: «¿Y a qué se dedica usted?», y cuando yo les decía que era maestro, ellos se apartaban de mí. No importaba que tuviésemos una casa de piedra arenisca parda con hipoteca en Cobble Hill, ni que nos mantuviésemos a la altura de las demás parejas que aburguesan el barrio, poniendo al descubierto nuestros ladrillos, nuestras vigas, a nosotros mismos.
Era demasiado para mí. Yo no sabía ser marido, padre, propietario de una casa con dos inquilinos, miembro certificado de la clase media. No sabía comportarme, ni vestir, ni charlar de la Bolsa en las fiestas, ni jugar al squash ni al golf, ni dar un apretón de manos testosterónico mirando a los ojos al otro diciéndole: «Encantado de conocerlo, señor.»
Alberta decía que quería cosas bonitas, y yo no sabía nunca lo que significaba aquello. O no me importaba. Quería ir a buscar antigüedades por la avenida Atlantic y yo quería charlar con Sam Colton en su librería de la calle Montague o tomarme una cerveza con Yonk Kling en el Rosa de Blarney. Alberta hablaba de mesas Reina Ana, de aparadores Regencia, de aguamaniles Victorianos, y a mí no me importaba aquello un pedo de violinista. Sus amigos hablaban del buen gusto, y se me echaban encima cuando yo les decía que el buen gusto es lo que surge cuando se muere la imaginación. El aire estaba cargado de buen gusto y yo sentía que me ahogaba.
El matrimonio se había convertido en una riña constante, y Maggie estaba atrapada en el medio. Todos los días, después de volver de la escuela, tenía que seguir la rutina que había heredado de una abuela yanqui de Rhode Island. Cámbiate de ropa, bebe leche, come galletas, haz los deberes, porque no saldrás de la casa mientras no los hayas hecho. Eso es lo que debes hacer. Eso es lo que hizo tu madre. Después podrás jugar con Claire hasta la hora de cenar, cuando tendrás que sentarte con unos padres que sólo se comportan con educación porque estás tú delante.
Las mañanas me consolaban de las noches. Cuando Maggie pasó de gatear a andar y a hablar, venía a la cocina en su estado onírico, hablando de sus sueños, de que había volado con Claire por encima del barrio y habían aterrizado en la calle, delante de la casa. En abril miraba el magnolio que florecía ante la ventana de la cocina y me preguntaba por qué no podía tener ese color para siempre. ¿Por qué se iba el rosa encantador al llegar las hojas verdes? Yo le dije que todos los colores debían tener su momento en el mundo, y aquello pareció satisfacerla.
Las mañanas con Maggie eran tan doradas o tan rosadas o tan verdes como las mañanas que pasaba yo con mi padre en Limerick. Yo tenía a mi padre sólo para mí hasta que se marchó. Tuve a Maggie hasta que todo se deshizo.