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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (57 page)

BOOK: Lo es
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Denise, que tenía algo menos de treinta años, solía llegar tarde a clase, y yo la amenazaba con suspenderla, hasta que escribió una redacción autobiográfica que yo le pedí que leyera en voz alta a la clase.

Ah, no, ella no podía hacer eso. Le daría vergüenza que la gente se enterara de que tenía dos hijos cuyo padre la había abandonado para volver a Monserrat y que no les manda nunca ni un centavo. No, no le importaría que leyese yo la redacción en clase si no decía quién la había escrito.

Había descrito un día en su vida. Se despertaba temprano para hacer sus ejercicios del vídeo de Jane Fonda mientras daba gracias a Jesús por el don de un nuevo día. Se daba una ducha, levantaba a sus hijos, a su hijo de ocho años, a su hijo de seis años, y los llevaba a la escuela, después de lo cual iba corriendo a sus clases de la universidad. Por la tarde se iba directamente a su trabajo en un banco del centro de Brooklyn y de ahí iba a la casa de su madre. Su madre ya había recogido a los niños de la escuela, y Denise no sabía qué haría sin ella, sobre todo teniendo en cuenta que su madre padecía esa enfermedad terrible que te retuerce los dedos y te los agarrota y cuyo nombre no sabía escribir Denise. Después de llevarse a los niños a casa, de meterlos en la cama y de preparar su ropa para el día siguiente, Denise rezaba junto a la cama de ellos, miraba la cruz, volvía a dar gracias a Jesús por otro día maravilloso, e intentaba quedarse dormida viendo en sus sueños la imagen de su pasión.

A las mujeres de las Antillas les pareció un relato maravilloso y se miraban las unas a las otras preguntándose quién lo había escrito, y cuando Ray dijo que él no creía en Jesús, le dijeron que se callase, que qué sabría él, que rondaba por los andenes del metro. Ellas trabajaban, cuidaban de sus familias, iban a clase, y aquél era un país maravilloso donde podías hacer lo que quisieras aunque fueras negro como la noche, y si a él no le gustaba podía volverse a África, si es que la encontraba sin que le hostigase la policía.

Yo dije a las mujeres que eran unas heroínas. Dije al puertorriqueño que era un héroe, y dije a Ray que también él podía ser un héroe si se hacía adulto. Ellos me miraron perplejos. No me creían, y se adivinaba lo que les pasaba por la cabeza, que sólo estaban haciendo lo que debían hacer, conseguir una educación, y ¿por qué los llamaba héroes aquel profesor?

Mis alumnos del Stuyvesant no se quedaron satisfechos. ¿Por qué les contaba cuentos de las mujeres de las Antillas y de puertorriqueños y de griegos, cuando el mundo se iba al infierno?

—Porque las mujeres de las Antillas creen en la educación. Podréis hacer manifestaciones y agitar el puño, quemar las fichas de reclutamiento y cortar el tráfico con los cuerpos, pero, al final de todo, ¿qué sabéis? Para las señoras de las Antillas sólo hay una cosa pertinente, la educación. Es lo único que conocen. Es lo único que conozco yo. Es lo único que me hace falta conocer.

A pesar de todo, yo tenía en la cabeza una confusión y una oscuridad, y era preciso que comprendiera lo que hacía en aquel aula o que la dejase. Si tenía que salir ante esas cinco clases, no podía dejar pasar los días poco a poco entre la rutina de instituto, de la gramática, la ortografía, el vocabulario, la búsqueda del significado profundo en la poesía, los pedazos de literatura que se van distribuyendo para las pruebas con preguntas de respuesta múltiple que se realizarían a continuación, para que se pudiera enviar a las universidades a los mejores y a los más listos. Era preciso que yo empezase a disfrutar del acto de enseñar, y la única manera que yo tenía para conseguirlo era volver a empezar, enseñar lo que me gustaba y mandar a la porra el programa.

El año que nació Maggie dije a Alberta una cosa que solía decir mi madre, que los recién nacidos empiezan a ver a las seis semanas, y que si eso era verdad deberíamos llevarla a Irlanda para que su primera imagen fueran los cielos irlandeses de humor cambiadizo, un chaparrón pasajero mientras brilla el sol a través de las nubes.

Paddy y Mary Clancy nos invitaron a alojarnos en su granja de Carrick-on-Suir, pero los periódicos decían que Belfast estaba en llamas, una ciudad de pesadilla, y yo estaba deseoso de ver a mi padre. Viajé al Norte con Paddy Clancy y con Kevin Sullivan, y la noche en que llegamos nos paseamos por las calles del Belfast católico. Las mujeres estaban en la calle dando golpes en la acera con las tapas de los cubos de la basura para avisar a sus hombres de que llegaban las patrullas de reconocimiento. Nos miraron con sospecha hasta que reconocieron a Paddy, el de los famosos hermanos Clancy, y pudimos pasar sin problemas.

Al día siguiente, Paddy y Kevin se quedaron en el hotel mientras yo iba a casa de mi tío Gerard para que éste me llevase a ver a mi padre en Andersonstown. Cuando mi padre abrió la puerta saludó con la cabeza al tío Gerard y me miró a mí sin verme. El tío dijo:

—Este es tu hijo.

—¿Es el pequeño Malachy? —dijo mi padre.

—No. Soy tu hijo Frank.

—Es triste que tu propio padre no te reconozca —dijo el tío Gerard.

—Pasad —dijo mi propio padre—. Sentaos. ¿Queréis una taza de té?

Ofreció el té pero no dio muestras de ponerse a prepararlo en su cocinilla hasta que llegó una mujer de la casa de al lado y lo preparó. El tío Gerard dijo en voz baja:

—Míralo. Nunca mueve un dedo. No le hace falta, tal como las señoras de Andersonstown están a su servicio para lo que haga falta. Lo tientan diariamente con sopa y con platos exquisitos.

Mi padre se fumaba su pipa pero no tocaba su taza de té. Estaba muy ocupado preguntándome por mi madre y por mis tres hermanos.


Och
, vino a verme tu hermano Alphie. Es un muchacho callado tu hermano Alphie.
Och
, sí. Es un muchacho callado. ¿Y estáis todos bien en América? ¿Cumplís con vuestros deberes religiosos?
Och
, tenéis que ser buenos con vuestra madre y cumplir con vuestros deberes religiosos.

Me dieron ganas de reírme. Jesús, ¿está predicando este hombre? Me dieron ganas de decirle: «Papá, ¿es que no tienes memoria?»

No, de qué serviría. Más me valía dejar a mi padre con sus demonios, aunque de sus modales tranquilos con su pipa y su taza de té se translucía que los demonios no pasaban del umbral de su puerta. El tío Gerard dijo que debíamos marcharnos antes de que oscureciera en Belfast, y yo me pregunté cómo debía despedirme de mi padre. ¿Debía darle la mano? ¿Abrazarlo?

Le di la mano, porque eso era lo único que hacíamos siempre, salvo una vez que yo estaba en el hospital con el tifus y él me dio un beso en la frente. Ahora me suelta la mano, me recuerda una vez más que debo ser un buen muchacho, que obedezca a mi madre y que recuerde el poder del rosario diario.

Cuando regresamos a casa de mi tío, dije a éste que me gustaría darme un paseo por la zona protestante, la carretera de Shankill. Él sacudió la cabeza. Era un hombre callado.

—¿Por qué no? —dije yo.

—Porque se darán cuenta.

—¿De qué se darán cuenta?

—Se darán cuenta de que eres católico.

—¿Cómo se darán cuenta?


Och
, se darán cuenta.

Su mujer estaba de acuerdo.

—Tienen modos de saberlo —dijo.

—¿Queréis decirme que si bajase un protestante por esta calle, vosotros sabríais reconocerlo?

—Sabríamos.

—¿Cómo?

Y mi tío sonrió.


Och
, son años de práctica.

Mientras nos tomábamos otra taza de té hubo tiros por la calle Leeson. Una mujer gritaba, y cuando me acerqué a la ventana el tío Gerard me dijo:


Och
, aparta la cabeza de la ventana. Los soldados están tan nerviosos que al menor movimiento sueltan una ráfaga de balas.

La mujer volvió a gritar y tuve que abrir la puerta. Llevaba un niño en los brazos y una niña asida de sus faldas, y la obligaba a retroceder un soldado que la empujaba con el fusil terciado. Ella le suplicaba que la dejase cruzar la calle Leeson para reunirse con sus otros hijos. Pensé en ayudarla llevando en brazos a la niña que se agarraba a ella, pero cuando fui a cogerla la mujer corrió alrededor del soldado y cruzó la calle. El soldado se volvió hacia mí y me apoyó en la frente el cañón del fusil.

—Vuelve dentro, Paddy, o te vuelo la jodida cabeza.

Mi tío y su esposa, Lottie, me dijeron que había hecho una tontería que no servía para nada. Me dijeron que, ya fueras católico o protestante, en Belfast había una manera de hacer las cosas que los de fuera no podían entender.

A pesar de todo, volviendo al hotel en un taxi católico, soñé que podía recorrer tranquilamente Belfast con un lanzallamas vengador. Dispararía con él a aquel desgraciado de la boina roja y lo reduciría a cenizas. Haría pagar caro a los británicos los ochocientos años de tiranía. Ay, Jesús, haría mi parte con una ametralladora del calibre cincuenta. Vaya si lo haría, y me dieron ganas de cantar «Roddy McCorley va a morir hoy en el puente de Toome», hasta que recordé que aquella era la canción de mi padre y decidí, por el contrario, tomarme una buena pinta en paz con Paddy y con Kevin en el bar de nuestro hotel de Belfast, y que antes de acostarme esa noche llamaría a Alberta por teléfono para que ella pusiera el teléfono ante Maggie y yo me llevase a mis sueños el gorjeo de mi hija.

Mamá vino en avión y pasó una temporada con nosotros en nuestro piso alquilado de Dublin. Alberta se fue de compras por la calle Grafton y mamá se vino conmigo a dar un paseo por Saint Stephen's Green, con Maggie en su cochecito. Nos sentamos junto al agua y tiramos migas de pan a los patos y a los gorriones. Mamá decía que era precioso estar en este sitio de Dublin a finales de agosto, sintiendo que llegaba el otoño al ver pasar alguna que otra hoja por delante de ti y el cambio de la luz en el lago. Miramos a los niños que se peleaban en la hierba y mamá dijo que sería precioso quedarse aquí algunos años y ver crecer a Maggie con acento irlandés, no es que ella tuviera nada en contra del acento americano, pero daba gusto oír a aquellos niños, y ella se imaginaba a Maggie creciendo y jugando en aquel mismo césped.

Cuando yo dije que sería precioso recorrió mi cuerpo un escalofrío y ella dijo que alguien había pisado mi tumba. Vimos jugar a los niños y miramos la luz en el agua y ella dijo:

—No quieres volver, ¿verdad?

—-Volver ¿a dónde?

—A Nueva York.

—¿Cómo lo sabes?

—No me hace falta apartar la tapadera para saber lo que hay en la olla.

El portero del hotel Shelbourne dijo que no le molestaría en absoluto vigilar el cochecito de Maggie, que dejamos junto a la verja de fuera mientras nosotros nos sentábamos en el salón, un jerez para mamá, una pinta para mí, un biberón de leche para Maggie en el regazo de mamá. Dos mujeres que estaban en la mesa de al lado dijeron que Maggie era para caerse la baba, para caerse la baba de verdad, ay, qué rica, y que verdad que era el vivo retrato de mamá.

—Ah, no —dijo mamá—, yo sólo soy la abuela.

Las mujeres bebían jerez, como mi madre, pero los tres hombres trasegaban pintas y se veía por sus gorras de
tweed
, sus caras rojas y sus manos grandes y rojas que eran granjeros. Uno de ellos, que llevaba una gorra verde oscuro, dijo en voz alta a mi madre:

—Puede que la niñita sea una niña encantadora, señora, pero usted tampoco está tan mal.

Mamá se rió y le respondió en voz alta:

—Ah, desde luego, usted tampoco está tan mal.

—Por Dios, señora, si usted fuera un poco mayor me escaparía con usted.

—Bueno —dijo mamá—, si usted fuera un poco más joven yo accedería.

La gente de todo el salón se reía, y mamá echó atrás la cabeza y también se rió, y se veía en el brillo de sus ojos que lo estaba pasando como nunca en su vida. Se rió hasta que Maggie empezó a lloriquear y mamá dijo que había que cambiar a la niña y que tendríamos que marcharnos. El hombre de la gorra verde oscuro hizo como que le suplicaba.


Yerra
, no se vaya, señora. Su futuro está conmigo. Soy un viudo rico y tengo granja y tierras.

—El dinero no lo es todo —dijo mamá.

—Pero yo tengo tractor, señora. Podríamos pasearnos juntos, y ¿qué le parecería eso?

—Me incita —dijo mamá—, pero sigo siendo una mujer casada, y cuando me ponga los lutos de viuda, usted será el primero en enterarse.

—Me parece justo, señora. Vivo en la tercera casa de la izquierda según se entra en la costa del sudoeste de Irlanda, en un lugar magnífico llamado Kerry.

—He oído hablar de él —dijo mamá—. Tiene fama por sus ovejas.

—Y por sus carneros potentes, señora, potentes.

—Usted siempre tiene preparada una respuesta, ¿verdad?

—Véngase conmigo a Kerry, señora, y pasearemos por las colinas en silencio.

Alberta ya estaba en el apartamento preparando estofado de cordero, y cuando se pasó Kevin Sullivan con Ben Kiely, el escritor, hubo bastante para todos y bebimos vino y cantamos, porque no hay en el mundo una canción que no se sepa Ben. Mamá contó el rato que habíamos pasado en el hotel Shelbourne.

—Dios del cielo —dijo—, aquel hombre tenía algo, y si no hubiera sido porque había que cambiar y que limpiar a Maggie, yo ya iría camino de Kerry.

En los años setenta, mamá ya había cumplido los sesenta. El enfisema que tenía por haber fumado tantos años la dejaba tan sin aliento, que ya le daba miedo salir del apartamento, y cuanto más se quedaba en su casa más peso cogía. Estuvo una temporada viniendo a Brooklyn para cuidar de Maggie los fines de semana, pero dejó de venir cuando ya no podía subir las escaleras del metro. Yo la acusé de no querer ver a su nieta.

—Sí que quiero verla, pero me cuesta trabajo moverme.

—¿Por qué no pierdes peso?

—A una mujer mayor le cuesta trabajo perder peso, y, en todo caso, ¿por qué voy a perderlo?

—¿No quieres hacer alguna vida que no sea pasarte todo el día sentada en tu apartamento, mirando por la ventana?

—Yo ya he tenido mi vida, ¿no?, y ¿de qué me ha servido? Sólo quiero que me dejen en paz.

Tenía ataques que la dejaban jadeante, y cuando visitó a Michael en San Francisco éste tuvo que llevarla urgentemente al hospital. Le decíamos que nos estaba estropeando las vidas con esa costumbre de ponerse enferma siempre en las fiestas, en Navidad, Nochevieja, Semana Santa. Ella se encogía de hombros y se reía y decía: «Pues qué pena me dais.»

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