Los días de entre semana la acompañaba a pie hasta la escuela y después cogía el tren para ir a mis clases en el Instituto Stuyvesant. Mis alumnos adolescentes luchaban con las hormonas o se debatían con los problemas de familia, los divorcios, las batallas por la custodia de los hijos, el dinero, las drogas, la muerte de la fe. Yo sentía lástima de ellos y de sus padres. Yo tenía a la niñita perfecta y yo no tendría jamás los problemas de ellos.
Los tuve, y los tuvo Maggie. El matrimonio se desmoronaba. Los católicos irlandeses criados en los barrios pobres no tienen nada en común con las muchachas agradables de Nueva Inglaterra que tenían visillos en las ventanas de sus dormitorios, que llevaban guantes blancos hasta el codo, iban a los bailes del instituto con muchachos agradables y habían estudiado etiqueta con monjas francesas que les decían: «Niñas, vuestra virtud es como un jarrón que se cae al suelo. Podéis arreglar la rotura, pero la grieta estará siempre allí.» Los católicos irlandeses criados en los barrios pobres podían recordar lo que decían sus padres: «Después de llenar la tripa, todo es poesía.»
Los viejos irlandeses me lo habían dicho, y mi madre me lo había advertido: «Trátate con tu gente. Cásate con tu gente. Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.»
Cuando Maggie tenía cinco años, yo me marché de casa y me alojé con un amigo. Aquello no duró. Yo quería pasar mis mañanas con mi hija. Quería sentarme en el suelo ante el fuego, contarle cuentos, escuchar Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band. Sin duda, después de tantos años, yo podría esforzarme por el matrimonio, llevar corbata, acompañar a Maggie a fiestas de cumpleaños por Brooklyn Heights, encantar a las esposas, jugar al squash, fingir que me interesaban las antigüedades.
Acompañaba a pie a Maggie a la escuela. Le llevaba la mochila de los libros, ella llevaba su tartera de Barbie. Cuando tenía cerca de ocho años, me anunció:
—Mira, papá, quiero ir a la escuela con mis amigos.
Naturalmente, se estaba distanciando, se estaba independizando, se estaba protegiendo. Debía de saber que su familia se estaba desintegrando, que su padre no tardaría en marcharse para siempre como se había marchado hacía mucho tiempo el padre de él, y yo me marché definitivamente una semana antes de que ella cumpliese los ocho años.
Cuando miro las cubiertas de libros enmarcadas en la pared del bar de la Cabeza del León, sufro de envidia. ¿Estaré yo allí arriba alguna vez? Los escritores viajan por todo el país, firmando libros, apareciendo en programas de entrevistas en la televisión. Hay fiestas, y mujeres, y romances por todas partes. La gente les escucha. Nadie escucha a los profesores. Los compadecen por sus sueldos lastimosos.
Pero hay días potentes en el aula 205 del Instituto Stuyvesant, cuando la discusión de una poesía abre la puerta que da paso a una luz blanca cegadora y todos comprenden la poesía y comprenden la comprensión, y cuando se apaga la luz nos sonreímos los unos a los otros como si hubiéramos regresado de un viaje.
Aunque mis alumnos no lo saben, ese aula es mi refugio, a veces es mi fuerza, es el marco de mi infancia retrasada. Exploramos el
Madre Ganso anotado
y el
Alicia en el País de las Maravillas anotado
, y cuando mis alumnos traen a clase los libros de sus primeros años hay gozo en el aula.
—¿Tú también leías ese libro? Guau.
Un «guau» en cualquier clase significa que está pasando algo.
No se habla siquiera de cuestionarios ni de exámenes, y si hay que dar notas para los burócratas, bueno, los alumnos serán capaces de evaluarse a sí mismos. Entendemos lo que significa
Caperucita roja
, que si no sigues el camino tal como te lo dice tu madre te vas a encontrar con ese lobo feroz y tendrás problemas, tío, problemas, así que ¿por qué se queja todo el mundo de la violencia en la televisión y nadie dice una palabra de la maldad del padre y de la madrastra en
Hansel y Gretel
, por qué?
Del fondo del aula surge el grito airado de un muchacho:
—Qué gilipollas son los padres.
Y dedicamos una clase entera a una discusión acalorada de
Humpty Dumpty.
Humpty Dumpty se sentó en el muro.
Humpty Dumpty tuvo una gran caída.
Todos los caballos y todos los hombres del rey
No pudieron volver a recomponer a Humpty.
—Así pues, ¿qué pasa en esta poesía infantil? —pregunto.
Levantan las manos.
—Bueno, como si este huevo se cae de la pared; si se estudia biología o física se sabe que un huevo no puede volver a recomponerse. O sea, que es de sentido común.
—¿Quién ha dicho que es un huevo? —pregunto.
—Claro que es un huevo. Todo el mundo lo sabe.
—¿Dónde dice que sea un huevo?
Se ponen a pensar. Repasan el texto en busca del huevo, de cualquier mención, de cualquier alusión a un huevo. No se rinden.
Hay más manos levantadas y más afirmaciones indignadas a favor del huevo. Han conocido esa poesía de toda la vida y nunca han dudado que Humpty Dumpty fuera un huevo. Ellos se sienten cómodos con la idea del huevo, y ¿por qué tienen que llegar los profesores a destruirlo todo con tanto análisis?
—Yo no destruyo nada. Sólo quiero saber de dónde os habéis sacado la idea de que Humpty es un huevo.
Porque, señor McCourt, sale así en todas las ilustraciones, y el que dibujó la primera ilustración debía de conocer al tipo que escribió la poesía, porque de otro modo no lo habría dibujado como un huevo.
—Está bien. Si os basta la idea del huevo, la dejaremos pasar, pero yo sé que los futuros abogados que están en esta clase no aceptarán nunca un huevo sin que haya pruebas de que sea un huevo.
Con tal de que no exista la amenaza de las notas, se sienten a gusto con la cuestión de la infancia, y cuando les sugiero que escriban sus propios libros para niños no se quejan, no se resisten.
—Ah, sí, sí, qué gran idea.
Deben escribir, ilustrar y encuadernar sus libros, trabajos originales, y cuando los terminen yo los llevaré a una escuela elemental próxima, en la Primera Avenida, para que los lean y los evalúen los críticos verdaderos, los que leerían estos libros, los de tercero y cuarto de primaria.
—Ah, sí, sí, los pequeños, eso sería una monada.
Un día helado de enero llegan los pequeños al Stuyvesant, traídos por su profesora.
—Ay, jo, miradlos. Qué c-u-c-o-s. Mirad qué abriguitos, qué calientaorejas, qué manoplas, qué botitas de colores y qué caritas heladas. Ay, qué cucos.
Todos los libros están dispuestos a lo largo de una mesa larga, libros de todas las formas y tamaños, y el aula resplandece de color. Mis alumnos se sientan y se quedan de pie cediendo sus asientos a sus pequeños críticos, quienes se sientan en los pupitres, con los pies colgando muy por encima del suelo. Vienen uno a uno a la mesa a seleccionar los libros que leen y a comentarlos. Yo ya he advertido a mis alumnos que estos niños pequeños mienten muy mal, que de momento sólo conocen la verdad. Leen las hojas que su profesora les ha ayudado a preparar.
—El libro que he leído es
Petey y la araña del espacio
. Este libro está bien, menos el principio, la mitad y el final.
El autor, un muchacho alto de tercer curso del Stuyvesant, sonríe débilmente y mira al techo. Su novia lo abraza. Otra crítica.
—El libro que he leído se llamaba
A ese lado
, y no me gustó porque la gente no debería escribir de la guerra y de la gente que se pega tiros en la cara y que se hace sus necesidades en los pantalones porque tiene miedo. La gente no debería escribir de cosas así cuando puede escribir de cosas agradables como las flores y las tortitas.
La pequeña crítica recibe un aplauso cerrado de sus compañeros de clase y un silencio sepulcral por parte de los escritores del Stuyvesant. El autor de
A ese lado
tiene una mirada furibunda perdida sobre la cabeza de su crítica.
La profesora había pedido a sus alumnos que respondieran a la pregunta: «¿Comprarías este libro para ti o para alguien?»
—No, no compraría este libro para mí ni para nadie. Este libro ya lo tengo. Lo escribió el doctor Seuss.
Los compañeros de clase de la crítica se ríen y su profesora les chista, pero no pueden dejar de reírse y el plagiario, sentado en el alféizar de la ventana, se pone colorado y no sabe dónde poner los ojos. Ha sido un mal muchacho, ha hecho una cosa mal hecha, ha dado a los pequeños munición para sus burlas, pero yo quiero consolarle porque entiendo por qué ha hecho esa cosa mal hecha, que no podía estar de humor para crear un libro para niños cuando sus padres se habían separado durante las vacaciones de Navidad, que él está atrapado en el encarnizamiento de una lucha por la custodia, que no sabe qué hacer cuando su madre y su padre tiran de él en direcciones opuestas, que él quiere irse corriendo con su abuelo, que está en Israel, que con todo eso sólo puede hacer sus deberes de Lengua Inglesa grapando algunas páginas en las que ha copiado un cuento del doctor Seuss y lo ha ilustrado con monigotes, que seguramente éste es el punto más bajo de su vida y cómo afronta uno la humillación cuando te pilla con las manos en la masa esta niña sabihonda de tercero de primaria que está allí riéndose y siendo el centro de atención. Me mira desde el otro extremo del aula y yo sacudo la cabeza, esperando que comprenda que yo lo comprendo. Me parece que debo ir a su lado, pasarle el brazo por los hombros, consolarle, pero me contengo porque no quiero que los de tercero de primaria ni los de tercero de secundaria se crean que tolero el plagio. De momento, tengo que mantener la postura moral y dejar que sufra.
Los pequeños se ponen sus ropas de invierno y se marchan, y mi aula se queda en silencio. Un escritor del Stuyvesant que ha sufrido una crítica negativa dice que ojalá se pierdan en la nieve esos niños condenados. Otro alumno alto de tercero, Alex Newman, dice que él se siente bien porque su libro recibió alabanzas, pero que lo que han hecho esos niños con algunos de los escritores ha sido vergonzoso. Dice que algunos de esos niños son unos asesinos, y hay conformidad con él en el aula.
Pero se han ablandado para la Literatura Americana del tercer curso, preparados para las imprecaciones de
Pecadores en manos de un Dios airado
. Entonamos a Vachel Lindsay y a Robert Service y a T. S. Eliot, a quien se puede reclutar a ambas orillas del Atlántico. Contamos chistes, porque todo chiste es un cuento corto con detonante y explosión. Volvemos a la infancia para hacer juegos y poesías de jugar en la calle,
Miss Lucy
y el corro de la patata, y los educadores que nos visitan se preguntan qué pasa en este aula.
—Y, dígame, señor McCourt, ¿de qué modo sirve esto para preparar a nuestros hijos para la universidad y para las exigencias de la sociedad?
En la mesa que está junto a la cama en el apartamento de mi madre había frascos de píldoras, de tabletas, de cápsulas, de medicinas líquidas, tómese esto para eso y eso para esto tres veces al día cuando no son cuatro, pero no si conduce o maneja maquinaria pesada, tómelo antes, durante y después de las comidas evitando el alcohol y otros estimulantes, y procure no mezclar la medicación, cosa que hacía mamá, que confundía las píldoras para el enfisema con las píldoras para el dolor de su cadera nueva y con las píldoras que la hacían dormir o que la despertaban, y la cortisona que la hinchaba y le hacía crecer pelo en la barbilla de tal modo que a ella le producía terror salir de la casa sin su maquinilla de afeitar de plástico azul, por si tenía que pasarse fuera una temporada corriendo el peligro de que le saliera pelo de todas clases, y ella se moriría de vergüenza, vaya que sí, se moriría de vergüenza.
El ayuntamiento envió a una mujer que la cuidaba, la bañaba, le hacía la comida, la sacaba de paseo si ella tenía fuerzas. Cuando no tenía fuerzas, veía la televisión y la mujer la veía con ella, aunque más tarde contaba que mamá se pasaba una buena parte de su tiempo mirando un punto de la pared o mirando por la ventana recordando con placer los tiempos en que su nieto Conor la llamaba a voces y charlaban mientras él se colgaba de los barrotes de hierro que protegían las ventanas de ella.
La mujer del ayuntamiento ordenaba los envases de píldoras y advertía a mamá que debía tomarlas en un orden determinado durante la noche, pero a mamá se le olvidaba y estaba tan confundida que nadie sabía lo que podía haberse hecho a sí misma, y la ambulancia tenía que llevarla al hospital de Lenox Hill, donde ya la conocían bien.
La última vez que estuvo en el hospital la llamé desde mi instituto para preguntarle cómo estaba.
—Ah, no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Estoy harta. Me están metiendo cosas en el cuerpo y me están sacando cosas del cuerpo.
Después, me dijo en voz baja:
—Si vienes a verme, ¿podrás hacerme un favor?
—Podré. ¿De qué se trata?
—No se lo debes contar a nadie.
—No lo contaré. ¿De qué se trata?
—¿Puedes traerme una maquinilla de afeitar de plástico azul?
—¿Una maquinilla de afeitar de plástico? ¿Para qué?
—No te preocupes. Tú tráemela y deja de hacerme preguntas.
Se le quebró la voz y se oyeron sollozos.
—Muy bien, la llevaré. ¿Estás ahí?
Casi no podía hablar por los sollozos.
—Y cuando llegues, dale la maquinilla a la enfermera y no pases hasta que ella te lo diga.
Esperé mientras la enfermera entraba con la maquinilla y ocultaba a mamá de la vista del mundo. Cuando salió la enfermera, me dijo en voz baja:
—Se está afeitando. Es por la cortisona. Le da vergüenza.
—Muy bien —dijo mamá—, ya puedes pasar, y no me preguntes nada, aunque no hayas hecho lo que te he pedido.
—¿Qué quieres decir?
—Te pedí una maquinilla de plástico azul y me la has traído blanca.
—¿Qué diferencia hay?
—Hay una diferencia muy grande, pero tú no la puedes entender. No voy a decir ni una palabra más al respecto.
—Parece que estás bien.
—No estoy bien. Estoy harta, ya te lo he dicho. Sólo quiero morirme.
—Ay, deja de decir esas cosas. Te habrán dado de alta en Navidad. Estarás bailando.
—No estaré bailando. Mira, todo el país está lleno de mujeres que van corriendo a abortar a diestro y siniestro y yo no puedo morirme siquiera.