Lo es (60 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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—En nombre de Dios, ¿qué tienes que ver tú con que las mujeres aborten?

Se le llenaron de lágrimas los ojos.

—Estoy metida en esta cama, muriéndome o no muriéndome, y tú me atormentas con cuestiones teológicas.

Entró en la habitación mi hermano Michael, que había venido de San Francisco. Rondó por los alrededores de la cama de mi madre. La besó y le dio un masaje en los hombros y en los pies.

—Esto te relajará —le dijo.

—Ya estoy relajada —dijo ella—. Si estuviera más relajada, estaría muerta, y qué alivio sería.

Michael la miró y me miró a mí y recorrió la habitación con la vista y tenía los ojos húmedos. Mamá le dijo que debía volver a San Francisco con su esposa y sus hijos.

—Volveré mañana.

—Bueno, pues no te ha valido la pena un viaje tan largo, ¿verdad?

—Tenía que verte.

Se quedó dormida, y nosotros nos fuimos a un bar de la avenida Lexington a tomarnos unas copas con Alphie y con el hijo de Malachy, Malachy hijo. No hablamos de mamá. Escuchamos a Malachy hijo, que tenía veinte años y no sabía qué hacer de su vida. Yo le dije que como su madre era judía podía irse a Israel y alistarse en el ejército. Él dijo que no era judío, pero yo insistí en que sí lo era, que tenía el derecho de regreso. Le dije que si se presentaba en el consulado de Israel y anunciaba que quería alistarse en el ejército israelí, aquello sería un golpe publicitario para ellos. Imagínatelo: Malachy McCourt hijo, con ese nombre, alistado en el ejército israelí. Saldría en primera página de todos los periódicos de Nueva York.

Él dijo que no, que no quería que le volasen el culo de un tiro esos árabes locos. Michael le dijo que él no iría al frente, que estaría a retaguardia, donde pudieran aprovecharlo con fines propagandísticos, y que todas esas muchachas israelíes exóticas se le echarían encima.

Volvió a decir que no, y yo le dije que era una pérdida de tiempo invitarle a copas cuando no era capaz de hacer una cosa tan sencilla como alistarse en el ejército israelí y labrarse una carrera profesional. Le dije que si yo tuviera una madre judía, me presentaría en Jerusalén al momento.

Aquella noche volví a la habitación de mamá. Había un hombre a los pies de su cama. Era calvo, tenía barba gris y llevaba traje gris con chaleco. Hacía sonar la calderilla en el bolsillo de sus pantalones y decía a mi madre:

—Sabe usted, señora McCourt, tiene todo el derecho del mundo a estar enfadada cuando está enferma, y tiene derecho a expresar su enfado.

Se dirigió a mí.

—Soy su psiquiatra.

—Yo no estoy enfadada —dijo mamá—. Lo único que quiero es morirme, y ustedes no me dejan. Ella se dirigió a mí.

—¿Quieres decirle que se marche?

—Márchese, doctor.

—Perdone usted, soy su médico.

—Márchese.

Se marchó, y mamá se quejó de que la estaban atormentando con curas y con psiquiatras, y aunque ella era pecadora ya había hecho penitencia por sus pecados más de cien veces, había nacido haciendo penitencia.

—Me muero de ganas de tener algo en la boca —dijo—, algo ácido, como una limonada.

Le traje un limón artificial lleno de zumo concentrado y se lo vertí en un vaso con un poco de agua. Ella lo probó.

—Te he pedido limonada, y lo único que me has dado es agua.

—No, es limonada.

Vuelve a derramar lágrimas.

—Una cosita que te pido, una sola cosita, y no eres capaz de hacérmela. ¿Sería mucho pedir que me movieses los pies? ¿Sería mucho pedir? Llevan todo el día en el mismo sitio.

Quiero preguntarle por qué no mueve los pies ella misma, pero eso sólo produciría más lágrimas, de modo que se los muevo.

—¿Qué tal así?

—¿Qué tal qué?

—Los pies.

—¿Qué pasa con mis pies?

—Que te los he movido.

—¿Me los has movido? Pues no lo he notado. No me quieres dar limonada. No me quieres mover los pies. No me quieres traer una maquinilla de afeitar como es debido, de plástico azul. Ay, Dios, ¿de qué sirve tener cuatro hijos si no consigues que te muevan los pies?

—Está bien. Mira. Te estoy moviendo los pies.

—¿Que mire? ¿Cómo voy a mirar? Me cuesta trabajo levantar la cabeza de la almohada para mirarme los pies. ¿Has acabado ya de atormentarme?

—¿Quieres algo más?

—Esto es un horno. ¿Quieres abrir la ventana?

—Pero si afuera está helando.

Hay lágrimas.

—No me puedes traer limonada, no me...

—Está bien, está bien.

Abro la ventana y entra una oleada de aire frío de la calle Setenta y Siete que le congela el sudor en la cara. Tiene los ojos cerrados y cuando la beso no tiene sabor a sal.

¿Debo quedarme un rato, o incluso toda la noche? No parece que les moleste a las enfermeras. Podría recostarme en esta silla, apoyar la cabeza en la pared y dormitar. No. Para el caso, puedo volverme a casa. Maggie cantará mañana con el coro en la Iglesia de Plymouth y yo no quiero que me vea hundido y con los ojos rojos.

Durante todo el viaje de vuelta a Brooklyn tengo la sensación de que debería volver al hospital, pero un amigo mío da una fiesta por la noche para inaugurar su bar, el bar de la Estación de la Calle Clark. Hay música y charla alegre. Me quedo fuera. No puedo entrar.

Cuando llama Malachy a las tres de la madrugada no hace falta que diga las palabras. Lo único que puedo hacer yo es preparar una taza de té como la preparaba mamá a horas raras y quedarme sentado en la cama en una oscuridad más oscura que la oscuridad, sabiendo que ya la habrán llevado a un sitio más frío, ese cuerpo gris y carnoso que nos trajo al mundo a siete. Bebo mi té caliente para aliviarme, porque hay sentimientos que yo no esperaba. Pensaba que conocería el dolor del hombre adulto, el luto riguroso y elegante, el sentido elegíaco adecuado para la situación. No sabía que me sentiría como un niño al que han estafado.

Estoy sentado en la cama con las rodillas subidas hasta el pecho y hay lágrimas que no me quieren subir a los ojos, sino que baten como un pequeño mar alrededor de mi corazón.

Por una vez, mamá, no tengo la vejiga cerca del ojo, y ¿por qué no la tengo?

Aquí estoy, mirando a mi hija encantadora de diez años, Maggie, con su vestido blanco, que canta himnos protestantes con el coro en la Iglesia de los Hermanos de Plymouth, cuando debería estar en misa rezando por el descanso del alma de mi madre, Ángela McCourt, madre de siete hijos, creyente, pecadora, aunque cuando considero los setenta y tres años que pasó en la tierra no me creo que Dios Todopoderoso, sentado en Su trono, pudiera soñar siquiera con enviarla a las llamas. Un Dios así no se merecería que le dieran ni la hora. La vida de mi madre ya tuvo bastante de purgatorio, y sin duda está en el sitio mejor con sus tres hijos, Margaret, Oliver, Eugene.

Después del servicio religioso digo a Maggie que se ha muerto su abuela, y ella me pregunta por qué tengo los ojos secos.

—¿Sabes, papá? No tiene nada de malo que llores.

Mi hermano Michael ha regresado a San Francisco, y yo he quedado en reunirme con Malachy y Alphie para desayunar en la calle Setenta y Dos Oeste, cerca de la funeraria Walter B. Cooke. Cuando Malachy pide un desayuno copioso, Alphie dice:

—No sé cómo puedes comer tanto habiendo muerto tu madre.

Y Malachy le dice:

—Tengo que sustentar mi dolor, ¿no?

Después, en la funeraria, nos reunimos con Diana y con Lynn, las esposas de Malachy y de Alphie. Nos sentamos en semicírculo ante el escritorio del asesor de pompas fúnebres. Lleva un anillo de oro, un reloj de oro, un alfiler de corbata de oro, gafas de oro. Maneja una pluma de oro y exhibe una sonrisa de consuelo dorada. Pone sobre el escritorio un libro grande y nos dice que la primera caja es un artículo muy elegante y que costaría algo menos de diez mil dólares, precioso. Nosotros no damos muestras de interés. Le hacemos seguir pasando páginas hasta que llega al último artículo, un ataúd que cuesta menos de tres mil.

—¿Cuál es el precio más tirado posible? —pregunta Malachy.

—Bueno, señor, ¿será entierro o cremación?

—Cremación.

Antes de que responda, yo intento aligerar el momento contándole a él y a mi familia la conversación que tuve con mamá hace una semana:

«—¿Qué quieres que hagamos contigo cuando ya no estés?

—Ah, me gustaría que me llevaran y me enterraran con mi familia en Limerick.

—Mamá, ¿sabes cuánto cuesta transportar a una persona de tu tamaño?

—Bueno, pues reducidme —dijo.»

Al asesor de pompas fúnebres no le hace gracia. Dice que podríamos hacerlo por mil ochocientos dólares, embalsamamiento, presentación, cremación. Malachy le pregunta por qué tenemos que pagar un ataúd si lo van a quemar en todo caso, y el hombre dice que lo manda la ley.

—Entonces —dice Malachy—, ¿por qué no podemos meterla sin más en una bolsa de basura gigante y dejarla en la calle para que la recojan?

Todos nos reímos, y el hombre tiene que salir de la sala un momento.

—Allá va una vida entera de unción extrema —comenta Alphie, y cuando regresa el hombre parece desconcertado por nuestra risa.

Queda arreglado. El cuerpo de mi madre quedará expuesto durante un día en su ataúd para que los niños puedan ver a su abuela muerta y decirle adiós. El hombre nos pregunta si queremos alquilar una limusina para asistir a la cremación, pero sólo Alphie tiene deseos de hacer el viaje hasta North Bergen, en Nueva Jersey, e incluso él cambia de opinión.

Mamá tenía una amiga en Limerick, Mary Patterson, que decía:

—¿Sabes una cosa, Ángela?

—No, ¿qué, Mary?

—Yo solía preguntarme qué aspecto tendría cuando estuviera muerta, y ¿sabes lo que he hecho, Ángela?

—No lo sé, Mary.

—Me puse mi hábito pardo de la Orden Tercera de San Francisco, y ¿sabes qué hice después, Ángela?

—No lo sé, Mary.

—Me eché en la cama con un espejo a los pies, crucé las manos con el rosario alrededor y cerré los ojos, y ¿sabes qué hice después, Ángela?

—No lo sé, Mary.

—Abrí un ojo y me eché una miradita a mí misma en el espejo, y ¿sabes qué, Ángela?

—No lo sé, Mary.

—Parecía que tenía mucha paz.

Nadie puede decir que parezca que mi madre tiene mucha paz en su ataúd. Toda la miseria de su vida se refleja en su cara hinchada por los medicamentos del hospital, y hay mechones de pelo perdidos que se escaparon a su maquinilla de plástico.

Maggie se arrodilla a mi lado mirando a su abuela, el primer cadáver que ve en sus diez años de vida. No tiene vocabulario para esto, ni religión, ni oración, y eso es otra tristeza. Lo único que puede hacer es mirar a su abuela y decir:

—¿Dónde está ahora, papá?

—Si existe el cielo, Maggie, está allí y es su reina.

—¿Existe el cielo, papá?

—Si no existe, Maggie, es que no entiendo lo que hace Dios.

Ella no entiende mis divagaciones, ni yo tampoco, porque salen las lágrimas y ella vuelve a decirme:

—No tiene nada de malo que llores, papá.

Cuando ha muerto tu madre no puedes quedarte sentado con aire lúgubre, recordando sus virtudes, recibiendo las condolencias de los amigos y de los vecinos. Tienes que ponerte de pie ante el ataúd con tus hermanos Malachy y Alphie y los hijos de Malachy, Malachy, Conor, Cormac, unir los brazos y cantar las canciones que gustaban a tu madre y las canciones que no gustaban nada a tu madre, porque ésa es la única manera que tenéis de estar seguros de que está muerta, y cantamos:

El amor de una madre es una bendición

Vayas donde vayas,

Cuídala mientras la tengas,

La echarás de menos cuando falte.

y

Adiós, Johnny querido, cuando estés lejos,

No te olvides de tu vieja madre querida

Muy lejos, más allá del mar.

Escríbele una carta de cuando en cuando

Y mándale todo lo que puedas,

Y no olvides, vayas donde vayas,

Que eres irlandés.

Los visitantes se miran y sabes que están pensando: «¿Qué clase de duelo es éste en que los hijos y los nietos cantan y bailan delante de la caja de la pobre mujer? ¿Es que no tienen ningún respeto a su madre?»

La besamos, y yo le pongo en el pecho un chelín que le había tomado prestado hacía mucho tiempo, y cuando vamos por el largo pasillo que conduce al ascensor vuelvo la vista para mirarla en el ataúd, mi madre gris en un ataúd gris barato, del color de la mendicidad.

56

En enero de 1985 llamó mi hermano Alphie para decirme que se había recibido una triste noticia de nuestros primos de Belfast, que nuestro padre, Malachy McCourt, había muerto a primera hora de esa mañana en el hospital Royal Victoria.

No sé por qué usó Alphie la palabra «triste». Esta palabra no describía cómo me sentía yo, y recordé un verso de Emily Dickinson: «Después de un gran dolor llega un sentimiento solemne.»

Yo tenía el sentimiento solemne, pero no tenía dolor.

Mi padre y mi madre han muerto y soy huérfano.

Alphie había visitado siendo adulto a nuestro padre, por curiosidad, o por amor, o por cualesquiera que fuesen los motivos que tuviera para querer ver a un padre que nos había abandonado cuando yo tenía diez años y Alphie apenas tenía uno. Ahora Alphie decía que iba a coger un vuelo aquella noche para asistir al funeral el día siguiente, y en su voz había algo que decía: «¿No vienes?»

Aquello era más suave que «¿Vienes?», menos exigente, porque Alphie conocía las emociones embrolladas de él mismo y de sus hermanos Frank, Malachy, Michael.

¿Ir? ¿Por qué voy a ir en avión a Belfast para asistir al funeral de un hombre que se fue a trabajar a Inglaterra y se bebía hasta el último penique de su sueldo? Si mi madre viviera todavía, ¿iría ella al funeral de una persona que la había dejado reducida a la mendicidad?

No, puede que ella no fuera al funeral, pero me diría a mí que fuese. Diría que no importaba lo que nos hubiera hecho, porque tenía la debilidad, la maldición de la raza, y un padre sólo muere y sólo se le entierra una vez. Diría que no era el peor del mundo y que quién somos nosotros para juzgarlo, que para eso está Dios, y con su alma caritativa encendería una vela y elevaría una oración.

Fui en avión al funeral de mi padre en Belfast con la esperanza de descubrir por qué iba en avión al funeral de mi padre en Belfast.

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