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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (55 page)

BOOK: Lo es
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Cuando nos mudamos a la calle Warren perdimos el contacto con Virgil durante cierto tiempo, aunque yo quería que fuera padrino en el bautizo de Maggie. En vez de ello, recibimos la llamada de un abogado que me informó de la muerte de Virgil Frank y de las disposiciones de su testamento en lo que a nosotros nos concernía.

—No obstante —dijo el abogado—, cambió de opinión respecto de la
Summa Theologica
y de las corbatas, de modo que lo único que reciben ustedes es el dinero. ¿Lo aceptan?

—Sí, desde luego, pero ¿por qué cambió de opinión?

—Se enteró de que usted había hecho una visita a Irlanda, y eso lo molestó porque usted contribuyó a la fuga de oro.

—¿Qué quiere decir?

—Según el testamento del señor Frank, el presidente Johnson dijo hace años que los americanos que viajaban al extranjero estaban dilapidando el oro del país y estaban debilitando la economía, y por eso no recibe usted las corbatas que no tienen nada de sombrías ni los tres volúmenes de Santo Tomás de Aquino. ¿De acuerdo?

—Ah, desde luego.

Ahora que teníamos parte de una entrada nos pusimos a buscar una casa en el barrio. Nuestra casera, Hortensia Odones, se enteró de que estábamos buscando y un día subió por la escalera de incendios exterior, por la parte trasera de la casa, y me dio un susto cuando le vi la cabeza en la ventana de la cocina con su gran peluca rizada.

—Frankie, Frankie, abre la ventana. Aquí fuera hace frío. Déjame pasar.

Extendí los brazos para ayudarle pero ella soltó un grito: «Cuidado con mi pelo, cuidado con mi pelo», y yo tuve que realizar la dura tarea de izarla por la ventana de la cocina mientras ella se sujetaba la peluca.

—Buf—dijo—, buf. Frankie, ¿tienes algo de ron?

—No, Hortensia, sólo vino o whiskey irlandés.

—Dame un whiskey, Frankie. Tengo el culo helado.

—Toma, Hortensia. Dime: ¿Por qué no subes por las escaleras?

—Porque ahí abajo está oscuro, por eso, y no puedo permitirme tener las luces encendidas día y noche, y la escalera de incendios la veo día y noche.

—Ah.

—Y ¿qué me cuentan? ¿Es verdad que Alberta y tú buscáis una casa? ¿Por qué no os compráis ésta?

—¿Cuánto?

—Cincuenta mil.

—¿Cincuenta mil?

—Eso es. ¿Es demasiado?

—Ah, no. Está bien.

El día que firmamos el contrato tomamos ron con ella mientras ella nos decía cuánto la entristecía dejar esa casa después de todos los años que había pasado allí, no con su marido, Odones, sino con su novio, Louis Weber, célebre porque llevaba la lotería clandestina del barrio, y aunque era puertorriqueño no tenía miedo a nadie, ni siquiera a la Cosa Nostra, que intentó apoderarse del negocio hasta que Louis se presentó en la casa del Don allí abajo, en Carroll Gardens, y dijo «¿Qué mierda es esta?», perdonad la manera de hablar, y el Don admiró a Louis por los huevos que tenía y mandó a sus matones: «Dejadlo en paz, no molestéis a Louis», y, tú sabes, Frankie, que nadie se mete con los italianos en Carroll Gardens. Ahí abajo no se ve gente de color ni pe erres, no señor, y si se ven es que van de paso.

Puede que la Mafia dejara en paz a Louis, pero Hortensia decía que no se podía fiar uno de ellos y que siempre que Louis y ella iban a dar un paseo en coche llevaban dos pistolas entre los dos, la de él y la de ella, y él le tenía dicho que si se presentaba alguien con problemas y lo dejaba fuera de combate, ella debía dar un tirón al volante hacia la acera para que chocaran con algún peatón en vez de con un coche, y la compañía de seguros se haría cargo, y si no se hacía cargo y daba problemas a Hortensia, él le dejaría una lista de números de teléfono de algunos tipos, pe erres, los de la maldita Mafia no eran los únicos que funcionaban en la ciudad, y aquellos tipos se encargarían de la compañía de seguros, de esos avaros desgraciados, y perdona la manera de hablar, Alberta, ¿queda algo de ron, Frankie?

—Pobre Louis —decía—, tenía encima a los de la Comisión Kefauver, pero murió en su cama y yo ya no voy de paseo en coche, pero me dejó una pistola que tengo abajo, ¿quieres ver mi pistola, Frankie? ¿No? Bueno, pues la tengo, y si se presenta alguien en mi apartamento sin invitación, se la carga, Frankie, entre los ojos, bam, bum, se acabó.

Los vecinos sonreían y asentían con la cabeza y nos decían que nos habíamos comprado una mina de oro, que todo el mundo sabía que Louis había enterrado dinero en el sótano de nuestra casa nueva, donde seguía viviendo Hortensia, o sobre nuestras cabezas, en el falso techo del cuarto de estar. Lo único que teníamos que hacer era retirar ese falso techo y los billetes de cien dólares nos llegarían hasta los sobacos.

Cuando se marchó Hortensia hicimos excavaciones en el sótano para instalar un desagüe nuevo. No había dinero enterrado. Retiramos los falsos techos, dejamos a la vista los ladrillos y las vigas. Dimos golpecitos en las paredes, y alguien nos recomendó que consultásemos a un vidente.

Encontramos una muñeca vieja con el pelo a mechones, sin ojos, sin brazos, con una sola pierna. La conservamos para nuestra hija de dos años, Maggie, quien la llamaba La Bestia y la quería más que a todas sus demás muñecas.

Hortensia se mudó a un apartamento pequeño al nivel de la calle en la calle Court y vivió allí hasta que se murió o se volvió a Puerto Rico. Yo solía pensar que me habría gustado pasar más tiempo con ella y con una botella de ron, o habérsela presentado a Virgil Frank para que hubiésemos tomado juntos ron y whiskey irlandés y para que hubiésemos hablado de Louis Weber y de la fuga de oro y de las maneras de reducir la factura del teléfono con un reloj de arena.

51

Es 1969 y estoy impartiendo clases como sustituto de Joe Curran, que está de baja unas semanas por la bebida. Sus alumnos me preguntan si sé griego, y parecen desilusionados cuando les digo que no. Al fin y al cabo, el señor Curran se sentaba en su escritorio y les leía o les recitaba de memoria largos pasajes de
La Odisea
, sí, en griego, y recordaba a sus alumnos todos los días que él se había licenciado en la Escuela de Latín de Boston y en el Colegio Universitario de Boston, y les decía que una persona que no supiera griego ni latín no se podía considerar educada, nunca podía pretender llamarse caballero.

—Sí, sí, puede que éste sea el Instituto Stuyvesant —dice el señor Curran—, y puede que vosotros seáis los chicos más listos de aquí a las estribaciones de las Montañas Rocosas, que tengáis las cabezas llenas a rebosar de ciencia y de matemáticas, pero lo único que necesitáis en esta vida es a Homero, a Sófocles, a Platón, a Aristóteles, a Aristófanes para los momentos más ligeros, a Virgilio para los lugares oscuros, a Horacio para huir de lo mundanal, y a Juvenal para cuando estéis completamente cabreados con el mundo. La grandeza, muchachos, la grandeza que era Grecia y la gloria que era Roma.

Lo que les encantaba a sus alumnos no eran los griegos ni los romanos, eran los cuarenta minutos que se pasaba Joe hablando con voz monótona o declamando, y mientras tanto ellos podían soñar despiertos, ponerse al día con los deberes de otras asignaturas, dibujar garabatos, dar bocados a los bocadillos que se habían traído de casa, grabar sus iniciales en unos pupitres donde se podían haber sentado James Cagney, Thelonius Monk o ciertos premios Nobel. O podían soñar con las nueve muchachas a las que acababan de admitir por primera vez en la historia del instituto. Las nueve vírgenes vestales, las llamaba Joe Curran, y se recibían quejas de los padres, que decían que su manera de hablar insinuante era inadecuada.

—Ay, inadecuada, y una leche —decía Joe—. ¿Por qué no pueden hablar sencillamente? ¿Por qué no pueden decir una palabra sencilla, como «mala»?

Sus alumnos decían que sí, que ¿no era todo un espectáculo ver a las chicas en el pasillo, nueve chicas, casi tres mil chicos, y qué se puede decir de los chicos del instituto que no querían que hubiera chicas, un cincuenta por ciento, por Dios, qué se podía decir de ellos? Debían de estar muertos de cintura para abajo, ¿verdad?

Entonces pensabas en el propio señor Curran que está allí arriba y cambia al inglés para hablar de
La Ilíada
y de la amistad de Aquiles y Patroclo, no dejaba de hablar de esos dos griegos antiguos y de que Aquiles se había enfadado tanto con Héctor por haber matado a Patroclo que había matado a Héctor y había llevado su cadáver arrastrándolo tras su carro para mostrar la fuerza de su amor hacia su amigo muerto, de un amor que no osa expresar su nombre.

—Pero, muchachos, ay, muchachos, ¿acaso existe un momento más dulce en toda la literatura universal que ese momento en que Héctor se quita el yelmo para calmar los miedos de su hijo? Ay, ojalá se hubieran quitado el yelmo todos nuestros padres.

Y cuando Joe lloriqueaba en su pañuelo gris y decía palabras como «culo», se sabía que había salido del instituto a la hora del almuerzo para tomarse una copita en el bar Gashouse, a la vuelta de la esquina. Había días en que volvía tan emocionado por las cosas que se le habían ocurrido sentado en el taburete del bar que quería dar gracias a Dios por haberle marcado el camino de la enseñanza, para así poder olvidarse un rato de los griegos y cantar las alabanzas del gran Alexander Pope y su Oda a la soledad:

Dichoso el hombre que ciñe sus deseos

A las estrechas yugadas paternas,

Satisfecho de respirar el aire de su tierra

En su propia heredad.

Y recordad, muchachos y muchachas, ¿hay aquí alguna muchacha? Que levanten las manos las que sean muchachas, ¿no hay muchachas?, recordad, muchachos, que Pope se inspiró en Horacio y que Horacio se inspiró en Homero y que Homero se inspiró en Dios sabe quién. ¿Me prometéis por la gloria de vuestras madres que lo recordaréis? Si recordáis lo que debía Pope a Horacio, sabréis que nadie sale plenamente desarrollado de la cabeza de su padre. ¿Lo recordaréis?

—Lo recordaremos, señor Curran.

¿Qué debo decir yo a los alumnos de Joe, que se quejan de que tienen que leer
La Odisea
y todas esas cosas viejas? ¿A quién le importa lo que pasó en la antigua Grecia o en Troya, donde morían los hombres a diestro y siniestro por esa tonta de Elena? ¿A quién le importa? Los chicos de la clase decían que ellos no estaban dispuestos a matarse peleando por una chica que no los quería. Sí, entendían lo de
Romeo y Julieta
porque muchas familias se ponen tontas cuando quieres salir con una chica de otra religión, y entendían
West Side Story
y lo de las bandas, pero no se creían que unos hombres hechos y derechos se marchasen de sus casas como se marchó Ulises, dejando a Penélope y a Telémaco, para irse a luchar por esa tía estúpida que no tenía dos dedos de frente. Tienen que reconocer que Ulises era legal, por el modo en que intentó librarse del reclutamiento, haciéndose el loco y todo eso, y a todos les gusta el modo en que lo había engañado Aquiles, porque Aquiles no era tan listo como Ulises ni mucho menos, pero no se creen que pudiera pasarse veinte años fuera de su casa, luchando y haciendo el tonto por ahí, y esperarse que Penélope se quedara allí sentada, hilando y tejiendo y mandando a paseo a los pretendientes. Las muchachas de la clase dicen que se lo creen, que se lo creen de verdad, que las mujeres pueden ser fieles eternamente porque así son las mujeres, y una chica dice a la clase lo que ha leído en una poesía de Byron, que el amor del hombre es una cosa aparte de su vida, pero que es toda la existencia de la mujer. Los chicos la abuchean, pero las chicas le aplauden y les dicen lo que dicen todos los libros de psicología, que los chicos de su edad van tres años por detrás de ellas en desarrollo mental, aunque en esta clase hay algunos que deben de ir seis años por detrás por lo menos, y que, por lo tanto, deberían callarse. Los chicos intentan ser sarcásticos, enarcan las cejas y se dicen los unos a los otros: «Ay, tra la la, huéleme, estoy desarrollado», pero las chicas se miran las unas a las otras, se encogen de hombros, sacuden el pelo y me preguntan con tono altivo si podemos volver a la lección, por favor.

¿La lección? ¿De qué me están hablando? ¿Qué lección? Lo único que recuerdo son los lamentos habituales de los institutos de secundaria sobre por qué tenemos que leer esto y por qué tenemos que leer aquello, y mi irritación, mi reacción tácita, es que tenéis que leerlo, maldita sea, porque está en el programa y porque yo os digo que lo leáis, yo soy el profesor, y si no os dejáis de lamentaciones y de protestas os vais a encontrar en vuestro boletín con una nota de Lengua Inglesa a cuyo lado un cero os parecería un don de los dioses, porque estoy aquí de pie escuchándoos y mirándoos, a los privilegiados, a los escogidos, a los mimados, que no tenéis nada que hacer más que ir al instituto, perder el tiempo, estudiar un poco, ir a la universidad, meteros en un negocio para ganar dinero, llegar a los cuarenta y echar tripa, todavía quejándoos, todavía protestando, cuando existen millones de personas en todo el mundo que se dejarían cortar los dedos de las manos y de los pies para estar en vuestros asientos, bien vestidos, bien comidos, con el mundo cogido por los huevos.

Eso es lo que me gustaría decir y no diré nunca, porque podrían acusarme de usar un lenguaje inadecuado, y eso me daría un ataque a la manera de Joe Curran. No. No puedo hablar de ese modo porque tengo que encontrar mi rumbo en este sitio, que es muy distinto del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee.

En la primavera de 1972, el director del departamento de Lengua Inglesa, Roger Goodman, me ofrece un puesto permanente en el Instituto Stuyvesant. Tendré cinco clases propias y un encargo de edificio por el cual cuidaré, una vez más, del orden en la cafetería de alumnos y me encargaré de que nadie deje caer al suelo envoltorios de helados ni trozos de perritos calientes, aunque aquí se permite que los chicos y las chicas se sienten juntos y el romance quita el apetito.

Tendré una tutoría pequeña, con las primeras nueve chicas, de último curso y a punto de graduarse. Las chicas son amables. Me traen cosas, café, rosquillas, periódicos. Son críticas. Me dicen que debería hacerme algo con el pelo, dejarme las patillas, estamos en 1972 y debería ponerme al día, ser moderno, y hacer algo con mi ropa. Dicen que visto como un viejo y que no tengo por qué parecer tan viejo, aunque tenga algunos pelos grises. Me dicen que parezco tenso, y una me aplica un masaje en el cuello y en los hombros. Relájese, me dice, relájese, no le vamos a hacer nada, y se ríen como se ríen las mujeres cuando comparten un secreto y tú te crees que se refiere a ti.

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