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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Lo es (49 page)

BOOK: Lo es
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—Hombre, ¿tiene usted mi paraguas? ¿Ha hecho eso por mí? ¿Me lo ha guardado aquí mismo? ¿Quieren beber algo? ¿Celebrarlo?

Alberta me indicó que no con un leve movimiento de la cabeza.

Yo dije a Byron que lo sentía, que íbamos a reunirnos con unos amigos que nos iban a dar una fiesta.

—Tiene suerte de tener amigos, hombre. Selma y yo nos vamos a comer un bocadillo y nos iremos al cine. A mí no me importa. Cuando está viendo la película no habla, ja, ja, ja. Gracias por cuidarme el paraguas.

Byron y Selma se marcharon y yo me caí de risa contra la pared. Alberta intentó mantener un poco de la dignidad propia de la ocasión, pero se rindió cuando vio que Brian y Joyce también se reían. Yo intentaba contarles que el pensar en el paraguas verde me había salvado de reírme del ceceo, pero cuanto más intentaba hablar, más impotente me sentía, hasta que cuando bajábamos en el ascensor nos agarrábamos los unos a los otros de risa, y nos secamos los ojos fuera, al sol de agosto.

Dimos un corto paseo hasta el bar de Diamond Dan O'Rourke, donde tomamos copas y bocadillos con amigos, Frank Schwake y su esposa, Jean, y Jim Collins y su nueva esposa, Sheila Malone. Después habría una fiesta en Queens, organizada por Brian y Joyce, quienes nos llevarían a Alberta y a mí en su Volkswagen.

Schwake me invitó a una copa. Collins y Brian hicieron otro tanto. El camarero nos invitó a una ronda y yo le invité a él a una copa y le dejé una buena propina. Él se rió y me dijo que debería casarme todos los días. Invité a copas a Schwake, a Collins y a Brian y todos querían invitarme a mí a otra. Joyce dijo algo en voz baja a Brian y yo comprendí que estaba preocupada por lo que se bebía. Alberta me dijo que fuera más despacio. Se hacía cargo de que era el día de mi boda, pero era temprano y yo debía tener respeto por ella y por los invitados a la recepción más tarde. Yo le dije que apenas llevábamos casados cinco minutos y ya me estaba diciendo lo que tenía que hacer. Claro que tenía respeto por ella y por los invitados. Lo único que había tenido siempre era respeto, y ya estaba cansado de tener respeto. Le dije que parara el carro, y había tal estado de tensión que intervinieron Collins y Brian. Brian dijo que aquello era tarea suya, que para eso están los padrinos. Collins dijo que él me conocía desde antes que Brian, pero Brian dijo:

—No, no es así. Yo fui compañero suyo en la universidad.

Collins dijo que no lo sabía.

—McCourt, ¿por qué no me dijiste que habías sido compañero de universidad de McPhillips?

Yo le dije que nunca me había parecido necesario decir a todo el mundo con quién había ido a la universidad, y por algún motivo eso nos hizo reír a todos. El camarero dijo que era muy bonito ver feliz a la gente en el día de su boda, y nosotros nos reímos todavía más pensando en los ceceos y en los paraguas verdes y en Alberta, que me decía que tuviese respeto por ella y por los invitados. Claro que tuve respeto por ella en el día de nuestra boda, hasta que fui a los servicios y me puse a pensar en cómo me había rechazado por otro hombre y me dispuse a salir y enfrentarme a ella, hasta que resbalé en el suelo de los servicios del bar de Diamond Dan O'Rourke y me di un golpe tan fuerte en el coco con el gran urinario que me dio un dolor de cabeza que me hizo olvidar el rechazo. Alberta me preguntó por qué tenía mojada la espalda de la chaqueta, y cuando le dije que había una gotera en el servicio de caballeros no me creía.

—Te has caído, ¿verdad?

—No, no me he caído. Había una gotera.

No me quería creer, me dijo que estaba bebiendo demasiado, y aquello me irritó tanto que estaba dispuesto a largarme e irme a vivir con una bailarina en un ático del Greenwich Village, hasta que Brian dijo:

—Ay, vamos, no seas burro, hoy es el día de la boda de Alberta también.

Antes de ir a Queens teníamos que recoger una tarta de boda en Schrafft, en la calle Cincuenta y Siete Oeste. Joyce dijo que conduciría ella porque Brian y yo nos habíamos entusiasmado demasiado con las celebraciones en el bar de Diamond Dan, mientras Alberta y ella se reservaban para la fiesta de aquella noche. Se detuvo en la acera de enfrente de Schrafft y dijo que no cuando Brian se brindó a recoger la tarta, pero él insistió y se puso a esquivar el tráfico. Joyce sacudió la cabeza y dijo que se iba a matar. Alberta me dijo que fuese a ayudarle, pero Joyce volvió a sacudir la cabeza y dijo que eso sólo serviría para empeorar las cosas. Brian salió de Schrafft sujetando contra el pecho una caja grande de tarta y volvió a esquivar los coches hasta que un taxi lo rozó ligeramente en la línea divisoria de la calzada y la caja cayó al suelo. Joyce apoyó la frente sobre el volante.

—Ay, Dios —dijo, y yo dije que iba a ayudar a mi padrino, Brian.

—No, no —dijo Alberta—, iré yo.

Yo le dije que esa era una tarea para hombres, que no estaba dispuesto a poner en peligro su vida con esos taxis locos de la calle Cincuenta y Siete, y fui a ayudar a Brian, que estaba a cuatro patas protegiendo la tarta destrozada del tráfico que le pasaba zumbando a derecha e izquierda. Me arrodillé a su lado, arranqué de la caja una lengüeta de cartón y volvimos a meter con ella la tarta en la caja, con trozos que colgaban aquí y allá. Las figurillas del novio y la novia tenían un aspecto mustio, pero las limpiamos y las volvimos a colocar en la tarta, no en la parte superior porque ya no sabíamos dónde estaba la parte superior, sino en alguna parte de la tarta donde pudimos meterlas bien para que estuvieran a salvo. Joyce y Alberta nos gritaban desde el coche que más nos valía salir de la calle antes de que llegara la policía, o nos mataban, y en todo caso ellas estaban cansadas de esperar, que nos diésemos prisa. Cuando nos metimos en el coche, Joyce dijo a Brian que pasara la tarta a Alberta, que estaba en el asiento de atrás, para que ésta la cuidara, pero él se puso terco y dijo que no, que después de lo mal que lo había pasado la llevaría hasta que llegásemos al apartamento, y así lo hizo, a pesar de que tenía trozos de nata y de pequeñas decoraciones verdes y amarillas por las rodillas y por todo el traje en general.

Nuestras mujeres nos trataron con frialdad durante el resto del viaje en el coche, hablando sólo entre ellas y haciendo comentarios sobre los irlandeses y sobre lo poco que se puede fiar uno de ellos para una tarea sencilla como es cruzar una calle con una tarta de boda, sobre cómo estos irlandeses no se pueden tomar una copa o dos y aguantarse hasta la recepción, ah, no, tenían que charlar y que invitarse a rondas los unos a los otros hasta que se quedaban en tal estado que no se les podía siquiera mandar al colmado por un litro de leche.

—Míralo —decía Joyce, y cuando vi que Brian estaba dormido con la barbilla en el pecho yo eché también una cabezada mientras nuestras mujeres seguían con sus lamentaciones sobre los irlandeses en general y sobre aquel día en particular.

—Todo el mundo me advirtió que los irlandeses son estupendos para salir con ellos, pero que no me casara con ninguno —decía Alberta. Yo querría haber defendido a mi raza y haberle dicho que sus antepasados yanquis no podían estar orgullosos del modo en que habían tratado a los irlandeses con esos letreros por todas partes que decían «Irlandeses abstenerse», sólo que estaba cansado de la tensión de que me hubiera casado un hombre que ceceaba mientras yo llevaba el paraguas verde de Byron y de mi pesada responsabilidad como novio y como anfitrión en el bar de Diamond Dan O'Rourke. Si no me hubiera quedado hundido de cansancio le habría recordado que sus antepasados ahorcaban a las mujeres a diestro y siniestro por brujas, que todos tenían una mentalidad cochina, que levantaban los ojos al cielo llenos de susto y de horror cuando se hablaba del sexo pero que lo pasaban en grande entre los muslos escuchando en los tribunales las declaraciones de las doncellas puritanas histéricas que afirmaban que el diablo se les aparecía bajo diversas formas y retozaba con ellas en el bosque, y que se quedaban tan prendadas de él que toda su honestidad se iba por la ventana. Habría contado a Alberta que los irlandeses no se comportaron nunca de ese modo. En toda la historia de Irlanda sólo se ahorcó a una bruja, y seguramente sería inglesa y se lo merecería. Y, para rematar, le habría contado que la primera bruja que fue ahorcada en Nueva Inglaterra era irlandesa, y que la ahorcaron porque rezaba en latín y no quería dejarlo.

En vez de decir todo esto, me quedé dormido hasta que Alberta me sacudió y me dijo que ya habíamos llegado. Joyce insistió en quitar la tarta a Brian. No quería que se cayera hacia delante por las escaleras y aplastase la tarta del todo, y todavía tenía esperanzas de reconstruirla para que se pareciera un poco a una tarta y la gente pudiera cantar
La novia corta la tarta
.

Llegaba la gente y se comía, se bebía, se bailaba y había malos entendidos entre todas las parejas, casadas y por casar. Frank Schwake no se hablaba con su esposa, Jean. Jim Collins discutía en un rincón con su esposa, Sheila. Había todavía frialdad entre Alberta y yo y entre Brian y Joyce. Otras parejas resultaron afectadas y había islas de tensión por todo el apartamento. La noche se habría estropeado si no hubiera sido porque todos nos unimos contra un peligro exterior.

Un amigo de Alberta, un alemán llamado Dietrich, salió en su Volkswagen para reponer las existencias de cerveza, y cuando volvió hubo problemas con el propietario de un Buick con el que había chocado al dar marcha atrás. Alguien me dijo que había problemas fuera y, dado que yo era el novio, era mi deber hacer las paces. El hombre del Buick era un gigante y estaba empujando con el puño la cara del amigo de Alberta.

Cuando me interpuse entre los dos soltó un puñetazo con su gran puño. Rodeó con el brazo mi nuca y golpeó a Dietrich en el ojo y todos caímos al suelo. Forcejeamos un poco, los unos con los otros, sin hacer distinciones, hasta que Schwake, Collins y McPhillips nos separaron mientras el hombre del Buick amenazaba con arrancar a Dietrich la cabeza de los hombros. Cuando entramos a rastras al alemán yo descubrí que tenía desgarrada la rodillera del pantalón y que me sangraba la rodilla. También me sangraban los nudillos de la mano derecha, de rozarlos con el suelo.

En el piso de arriba, Alberta se echó a llorar diciéndome que estaba estropeando toda la velada. Me sulfuré un poco y le dije que lo único que había intentado era hacer las paces y que no tenía la culpa de que me hubiera derribado ese babuino del vecino. Por otra parte, yo había ido a ayudar a su amigo alemán y ella debería estar agradecida.

La discusión habría proseguido si no fuera porque Joyce entró a llamar a todos a la mesa para cortar la tarta. Cuando retiró el paño que la cubría, Brian se rió y la besó por ser una artista tan genial que no se notaba que aquella tarta había sido recogida de la calzada hacía poco rato. Las figurillas de la novia y el novio estaban firmes, aunque la cabeza de él se tambaleó y se cayó y yo dije a Joyce:

—El novio que tiene cabeza está inquieto.

Todos cantaron
La novia corta la tarta
,
el novio corta la tarta
, y Alberta parecía haberse ablandado, a pesar de que no podíamos cortar porciones como es debido y la tarta se tuvo que repartir a trozos.

Joyce dijo que iba a preparar café y Alberta dijo que eso estaría bien, pero Brian dijo que debíamos tomarnos una copa más para brindar por los recién casados, y yo asentí y Alberta se enfadó tanto que se arrancó del dedo la alianza y la tiró por la ventana, aunque recordó de pronto que era la alianza de su abuela, de principios de siglo, y ahora la había tirado por la ventana y estaba Dios sabía en qué parte de Queens y qué iba a hacer ella, era todo por culpa mía, y era un gran error por su parte el haberse casado conmigo. Brian dijo que tendríamos que encontrar ese anillo. No teníamos linterna, pero pudimos iluminar la noche con cerillas y con encendedores mientras recorríamos a gatas el césped que estaba debajo de la ventana de Brian, hasta que Dietrich gritó que tenía el anillo y todo el mundo le perdonó que hubiese provocado los problemas con el hombretón del Buick. Alberta se negó a volverse a poner el anillo. Dijo que lo guardaría en su bolso hasta que estuviera segura de aquel matrimonio. Ella y yo cogimos un taxi con Jim Collins y con Sheila. Ellos nos iban a dejar en nuestro apartamento de Brooklyn y seguirían en el taxi hasta Manhattan. Sheila no se hablaba con Jim y Alberta no se hablaba conmigo, pero cuando tomamos la calle State la cogí y le dije:

—Voy a consumar este matrimonio esta noche.

—Ay, consúmame el culo —dijo ella, y yo dije:

—Con eso bastará.

El taxi se detuvo y yo me bajé del asiento trasero que había compartido con Sheila y con Alberta. Jim se bajó del asiento de junto al conductor y se acercó a donde yo estaba en la acera. Quería darme las buenas noches y volver a subir con Sheila, pero Alberta cerró la portezuela y el taxi se marchó.

—Dios Todopoderoso —dijo Collins—, ésta es tu maldita noche de bodas, McCourt. ¿Dónde está tu esposa? ¿Dónde está la mía?

Subimos las escaleras hasta mi apartamento, encontramos en la nevera seis latas de cerveza Schlitz, nos sentamos en el sofá los dos y vimos caer a los indios de la televisión bajo las balas de John Wayne.

46

En el verano de 1963 me llamó por teléfono mamá para decirme que había recibido una carta de mi padre. Éste afirmaba que era un hombre nuevo, que llevaba tres años sin beber y que ahora trabajaba de cocinero en un monasterio.

Yo le dije que si mi padre era cocinero de un monasterio, los monjes debían de estar guardando ayuno permanente.

Ella no se rió, y esto indicaba que estaba inquieta. Me leyó un párrafo de la carta que decía que él venía con pasaje de ida y vuelta para tres semanas en el Queen Mary, y que esperaba el día en que pudiésemos estar todos juntos y ella y él compartiesen la cama y la tumba, porque él sabía y ella sabía que lo que Dios había unido no lo separase el hombre.

Parecía insegura. ¿Qué debía hacer? Malachy ya le había dicho que por qué no. Ella quería conocer mi opinión. Yo le devolví la pregunta: ¿Qué te parece a ti? Al fin y al cabo, aquel era el hombre que había hecho de su vida un infierno en Nueva York y en Limerick, y ahora quiere venir en barco a su lado, a un puerto seguro en Brooklyn.

—No sé qué hacer —dijo ella.

No sabia qué hacer porque estaba sola en ese sitio sórdido de la avenida Flatbush y ahora estaba confirmando aquel dicho irlandés: «Más vale llevarse mal que estar solos.» Podía volver a recibir a aquel hombre o, a sus cincuenta y cinco años, hacer frente a los años sola. Le dije que la vería para tomar café en el restaurante de Junior.

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