Una vez recuperados, deshicimos las maletas y salimos a pasear por los alrededores del hotel. Estábamos cansados, pero eran más o menos las nueve de la noche, hora neoyorquina, y había que aprovechar cada instante. Al poco tiempo tuvimos que entrar en un bar para ir al servicio porque yo tenía muchas ganas de hacer pis. Era una sensación rara que había tenido desde que Óscar y yo nos habíamos acostado en el hotel. Nada más llegar al baño del bar e intentar hacer pis me di cuenta de que aquello tenía pinta de ser cistitis. No era la primera vez que me pasaba, así que conocía perfectamente los síntomas, pero esta vez tenía pinta de ser más fuerte.
Recorrimos varias farmacias, pero en Nueva York pasaba lo que pasa aquí, que es casi imposible conseguir antibióticos sin receta médica. Óscar me propuso llamar a un médico de urgencia, pero le dije que no era necesario porque seguramente se me pasaría. Me equivoqué. Me pasé toda la noche sentada en la taza del váter con esa sensación de querer hacer y no tener pis. La cistitis, cuando es violenta, provoca una de las sensaciones más desagradables que pueden experimentarse. Cuando llamamos al médico tenía 39 de fiebre y los antibióticos empezaron a hacer efecto a los dos días. Los mismos que me pasé yendo y viniendo del váter a la cama y de la cama al váter de la habitación del hotel de la calle 50 en Manhattan.
Cuando me recuperé lo suficiente como para levantarme de la cama ya sólo quedaba un día para regresar a Madrid. Ése fue el tiempo que tuve para ver Nueva York muy por encima. Entre las prisas y mi debilidad a consecuencia de la infección, la ciudad no terminó de gustarme. Creo que incluso le cogí un poco de manía. Normal. Aquel viaje planteado para recuperar nuestra actividad sexual después de tanto tiempo acabó con un polvo de cinco minutos que además tuvo fatales consecuencias. Definitivamente, Nueva York no era mi ciudad.
He hablado por teléfono con Carla y Julia y están bien. Óscar me dice que ha podido hablar con los padres de la niña a la que Carla empujó al autobús y han decidido finalmente no denunciarnos. Me dice mi marido que son gente muy sensata. Es verdad, si yo me pongo en su lugar no sé lo que habría hecho. Óscar también ha hablado con el psicólogo del colegio. Yo creía que era psicóloga porque se llama Rosario, pero es que Rosario también es nombre de varón. El diagnóstico de Rosario es que las niñas pueden desarrollar una conducta antisocial. A partir de la semana que viene van a empezar una terapia a la que deben ir una vez a la semana y me cuenta Óscar que también tendremos que ir él y yo. Dicen que es imprescindible.
—A mí no me sorprende tanto lo que ha pasado —me dice mi madre al contárselo.
—¿Pero qué dices? —me enfado.
—Las niñas no paran de llamar la atención. Será porque la necesitan.
—Carla y Julia tienen de todo.
—Tienen de todo, pero se pasan el día solas.
—Mamá, no te metas donde no te llaman. Son mis hijas.
—Mira, María, yo no quiero discutir… Carla ha empujado a una niña delante de un autobús y a punto ha estado de matarla.
—Pero al final no ha sido nada.
—¡María, por Dios! —me grita—. Deja de mirar para otro lado.
Tengo la tentación de contestar, pero antes de hacerlo me pongo a llorar. No sé muy bien por qué, pero no puedo evitarlo.
—¡Ven aquí, mi niña!
—¿Qué estoy haciendo mal?
Mi madre me abraza y yo lloro en su hombro.
—Verás como todo se arregla —me consuela.
Y así sigo un rato largo en el hombro de mi madre, manchándole el pecho de mocos y lágrimas como cuando era pequeña. Hacía mucho tiempo que no lloraba tanto, ni me acuerdo de la última vez. Y no, no quiero mirar para otro lado. Tengo la sensación de que las cosas no pueden seguir así, y aunque no sé cómo empezar, voy a cambiarlas.
Las oficinas de Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom en Manhattan son exactamente como me las había imaginado. Están en la planta veinticinco de un rascacielos cerca de Times Square. Desde la recepción una señorita nos acompaña hasta el despacho de William Smith.
Mi madre y yo nos sorprendemos de la cantidad de gente que trabaja en el bufete, lleno de pasillos y estancias enormes repletas de mesas contiguas en las que los empleados, bastante jóvenes en general, trabajan delante de sus ordenadores. Son oficinas modernas donde el cristal, el acero y la moqueta no necesitan más decoración que los ordenadores y el personal, ellos casi todos con camisa y corbata, ellas con esa elegancia un poco artificial que tienen las abogadas en todas partes y aquí también.
Al doblar un nuevo pasillo —esto es enorme— la decoración cambia. La moqueta es ahora verde botella, las paredes están forradas en tela beis con un toque salmón muy clarito, los muebles son coloniales y hay colgadas pinturas al óleo, paisajes y algunos retratos de presidentes americanos. Desde Washington hasta Kennedy. Al lado del despacho al que nos dirigimos hay una bandera de Estados Unidos. Los americanos son muy exagerados para sus cosas.
Mi madre y yo nos sentamos en unos sillones de piel color tabaco en una sala de espera contigua. La chica que nos ha acompañado se marcha y aparece un señor bajito, con barriga, calvo y con el pelo que le queda en la nuca largo hasta los hombros. Es muy blanco de piel, los ojitos verdes muy pequeños, el pelo que le queda rojizo, su traje color crema, su camisa blanca de seda brillante y una corbata verde. Lo que podríamos definir coloquialmente como «un cuadro». Nos saluda en español para a continuación bromear en inglés: «No hace falta que lo digan, a pesar del nombre, no me parezco al actor». Mi madre no habla inglés, así que no sabe de qué se ríe, pero al ver cómo nos reímos nosotros ella también lo hace para que no parezca que no ha entendido nada. Nos invita a su despacho y, una vez sentados en una especie de mesa de juntas, William Smith se pone serio, adquiriendo un tono más profesional.
—Perdone, señor Smith —interrumpe mi madre—, ¿podría hablar usted en español? Antes le he oído y…
—No te preocupes, mamá —le interrumpo—, yo te traduzco.
—No es un problema. Hablaré en español si lo desea —responde el abogado.
Nos ofrece tomar algo, en español, mientras nos pregunta qué tal en Nueva York. Las dos pedimos agua. Él mismo se levanta y la pide por teléfono, supongo que a su secretaria. Después de colgar, coge un sobre blanco de uno de los cajones de su mesa y lo abre. Del interior saca unos documentos.
—Debe firmar este documento, señora Puente. Es la última voluntad del señor Dawson. Debe usted firmar para que yo pueda entregarle este número.
Firmo el documento y el abogado me entrega otro sobre.
—¿Qué es? —pregunto mientras me dispongo a abrirlo.
—¿Qué es? —dice mi madre impaciente.
—Nos lo dejó Gene Dawson para usted. Es la clave de una cuenta bancaria en Suiza.
—¡Como en las películas! —exclama mi madre.
—¡Mamá, por favor! —le llamo la atención, aunque en realidad yo había pensado lo mismo.
—¿Y cuánto dinero hay? —pregunta mi madre—. Por hacernos una idea.
—Cuatro millones de euros —contesta Smith.
—¡Cielo santo! —se echa mi madre las manos a la cabeza—. ¿Y qué vas a hacer con tanto dinero?
—Pagar una deuda.
—¿Una deuda? —se extraña mi madre.
—Bueno, ya te contaré.
La secretaria de William Smith entra en el despacho con el agua para nosotras y un té para él. Lo deja en la mesa y se marcha.
—Gene Dawson sabía que iba a morir, estaba enfermo —nos desvela el abogado.
—Gene murió porque se empotró contra un camión —le recuerda mi madre.
—Eso adelantó su muerte, pero los médicos le habían pronosticado un año de vida. Por eso fue a España a buscarla.
—Debería haberlo hecho antes —protesto.
—¡A veces la inminencia de la muerte nos enseña el camino correcto! —dice mi madre, que se sorprende ella misma de la frase que le acaba de salir.
—¿Cómo? —pregunta el americano, cuyo español no da para tanto.
Tengo por un momento la tentación de traducírselo, pero no lo hago.
—Mañana iremos a la casa —nos revela Smith— para hacerle entrega del resto de cosas que el señor Dawson dejó para usted.
—¿Qué casa? —pregunto.
—¿Qué cosas? —pregunta mi madre.
—La casa en la que vivía Gene —contesta Smith—. Allí hay objetos personales que son para usted. Teníamos que entregárselos cuando él muriera y, como le dije, hacerlo sin que su marido estuviera presente.
Cuando cumplí los quince años quise buscar a mi padre biológico. Es un deseo que tenemos todas las personas que somos adoptadas. Mi madre me dijo que no sabía nada de aquel hombre, ni si estaba vivo o muerto, y, además, nunca me reveló su nombre verdadero. Me engañó, y se equivocó al hacerlo. O quizás no.
Ella buscó a Gene Dawson cuando mi empeño por conocer a mi padre biológico era insostenible. Lo encontró y descubrió en ese momento que su amante americano se había convertido en un artista reconocido mundialmente. Fue a Nueva York y le hizo saber que en España tenía una hija preciosa que quería conocerle. Mi madre no ha querido entrar en detalles sobre la negativa del escultor a conocer a su hija, pero aquel viaje no salió como ella esperaba. Al parecer, el Gene que encontró mi madre en Manhattan era un buen hombre, pero alcoholizado y enganchado a la cocaína.
Mi madre quedó con él en su apartamento de Nueva York una mañana. Abrió la puerta una asistenta negra fumando que hablaba español. Le hizo pasar a una salita con restos de una juerga que tenía pinta de ser permanente; en esa casa, según mi madre, ni con cinco asistentas negras se solucionaba el desastre. Gene tardó más de media hora en aparecer. Y cuando apareció, lo hizo con un albornoz marrón abierto y en calzoncillos. Llegó a la salita recién levantado, sin haberse lavado la cara. Era evidente por las legañas y por los surcos de las sábanas sellados en su rostro. Mi madre llevaba debajo del brazo un álbum negro de fotos de su preciosa hija desde que era bebé hasta la adolescencia para que mi padre biológico me conociera.
—¿Ésta es mi hija?
—Se llama María Puente, lleva el apellido del hombre con el que me casé.
Gene hojeó el álbum. Mi madre había seleccionado cuidadosamente cada una de las fotos, añadiendo fechas y textos explicativos. Había cumpleaños, enfados, risas, estaba yo dibujando, comiendo, jugando… Los primeros quince años de mi vida dentro de ese álbum de tapas negras.
—Es igual que tú.
—Sí, nos parecemos mucho.
Gene terminó una a una las páginas del álbum y volvió al principio.
—¡Gracias, Ernesta!
Fue lo último que acertó a decir antes de emocionarse sentado en el sofá. Cerró el álbum después de terminarlo por segunda vez y se levantó a servirse un whisky. Puso medio vaso, que apuró de un solo trago, y volvió a rellenarlo. Le ofreció uno a mi madre, que, naturalmente, rechazó. Era demasiado pronto para una copa.
—María quiere conocerte.
—¿Y por qué no la has traído?
—Quería saber primero cómo estabas.
—Has hecho bien.
—Espero que lo entiendas. Ella todavía es muy joven y no quiero que…
—Que vea lo que tú estás viendo, ¿no?
Mi madre sintió pena por Gene, pero además de pena también le dio un poco de asco. Y se sintió mal de que le pasara eso. La mente a veces es muy caprichosa y repara en pequeños detalles que hacen tomar grandes decisiones. Mi madre pensó de repente que si Gene esa mañana no se había lavado aún la cara, tampoco se habría lavado las manos después de hacer pis, que es lo primero que hace todo el mundo al levantarse. Aquel hombre en calzoncillos y albornoz que empalmaba resaca con borrachera y que además tenía las manos sucias después de hacer pis no iba a conocer a su hija por mucho artista reconocido que fuera.
—Me ha encantado verte —dijo mi madre levantándose.
Gene entendió que mi madre no iba a contarme quién era él. Posiblemente también él creyera que eso era lo mejor para mí. No quedaron en nada y a la vez todo estaba dicho.
—¡Cuídala mucho! —le dijo Gene—. ¿Puedo quedarme el álbum?
—Claro. Es para ti.
Mi madre se despidió cortésmente con un beso en la mejilla sin aceptar la mano de Gene y se fue al aeropuerto.
Es posible que se equivocara al darme pistas falsas sobre mi padre o a lo mejor no. No sé qué habría pasado si con quince años hubiera sabido que aquel hombre era mi padre. De eso y mucho más estamos hablando esta noche en un restaurante de la calle 42 mi madre y yo. Mañana vamos a ir al apartamento de Gene antes de regresar a España. El mismo en el que mi madre estuvo aquella mañana hace más de veinte años.
Mi madre se ha levantado con algo de fiebre. Es de la garganta. Últimamente tiene faringitis cada dos por tres y anda medio afónica todo el rato. Yo me río, porque tiene una voz que parece cazallera, ella que es tan de
gin-tonics
. Antes de venir fue al otorrino para hacerse unas pruebas, pero yo en cuanto me dice que tiene fiebre me acuerdo de lo que me pasó a mí la primera vez que estuve aquí con la cistitis y le propongo llamar a un médico para que le recete antibióticos antes de que sea demasiado tarde. No me hace caso y dice que con unos caramelitos de miel y limón que lleva la cosa mejorará.
Mi madre recuerda perfectamente el portal, pero dice que la casa le parece diferente. Han pasado más de veinte años y la memoria es demasiado caprichosa. Lo que mi madre recordaba como una casa caótica, sucia y oscura es un apartamento en el Upper East Side, uno de los barrios más caros de Manhattan, de más de trescientos metros en una planta veinte con vistas a Central Park.
—Yo qué sé, hija —se justifica—, cuando yo vine estaban las persianas cerradas.
—Es un apartamento apoteósico —exclama Smith—. ¿Apoteósico, se dice?
No le corrijo porque aunque él no lo sabe creo que ha dado con el calificativo correcto. Apoteósico. Gene lo vendió a una sociedad hace algunos meses, aunque podía disfrutarlo hasta su muerte.
—¿Y qué es lo que Gene me ha dejado?
—Todo.
—¿Cómo todo? —insiste mi madre.
—Todo, señora. Los cuadros, las esculturas, los libros, los muebles. Todo lo que hay en el apartamento es para usted. Está todo en este inventario. Muchas cosas no tienen demasiado valor, pero hay otras que son piezas únicas.
Me da una lista con papel oficial y sellos del estado de Nueva York. Una lista en la que están, uno a uno, todos los objetos que hay en el piso. La verdad, no soy capaz de distinguir lo bueno de lo que no lo es tanto, lo de más valor y lo de menos. Todo es tan armonioso que sientes que si sustituyes un solo cojín por otro, el nuevo siempre será peor. Mi madre y yo hacemos un recorrido por el apartamento detrás de William Smith, que va por delante abriéndonos puertas.