Lo que devora el tiempo (40 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Ya en el interior, el sargento encargado de su custodia escuchó el relato de su detención y a continuación le preguntó por su nombre.

—¿Podría repetirlo, señor?

—Knight —dijo Thomas, consciente de que estaba murmurando—. Thomas Knight.

Thomas rebuscó en los bolsillos y sacó la cartera y el pasaporte.

—¿Un turista del otro lado del charco? —dijo el sargento, satisfecho, como si hubieran pillado a Thomas sin pasar por la aduana en Gatwick. El agente pelirrojo que lo había detenido lo miró durante bastante tiempo.

—Vacíe sus bolsillos, por favor —dijo el sargento—. Quítese todas las joyas, el cinturón y los cordones y a continuación pase por aquí.

Thomas lo miró.

—No he hecho nada, de verdad —dijo—. Solo quería ver si…

—El cinturón, por favor.

Thomas estaba aturdido. Los dedos no le respondían. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por desabrocharse la hebilla. Era como si pertenecieran a otra persona.

—Y los cordones, señor. Por favor.

—Eso no es necesario —empezó Thomas.

—Me temo que sí, señor.

Thomas miró a otro lado.

Esto no puede estar pasando.

—Ahora voy a registrar sus bolsillos, señor.

Lo hizo.

—Tiene derecho a llamar a su consulado antes del interrogatorio si así lo desea.

Thomas negó rápidamente con la cabeza. No sabía muy bien por qué, pero no quería hablar con nadie de lo que había ocurrido y no quería que nadie de su país se enterara de su idiotez. En el mejor de los casos, podría costarle su puesto de trabajo, aunque lo cierto era que en esos momentos no estaba siendo tan práctico. Lo que no podía soportar era la idea de tener que reconocer lo que había hecho a algún agente para quien todo aquello no sería más que una estúpida molestia.

—¿Comprende los motivos de su detención?

Asintió.

—Robo con allanamiento de morada —dijo—. No me llevé nada, pero sí.

—Esa acusación no implica que haya sustraído nada —dijo el sargento—. Pero se trata de un delito que el Tribunal Superior de lo Penal pena con hasta catorce años de cárcel.

Thomas, que había bajado la mirada, la alzó de nuevo.

—¿Está seguro de que no quiere hablar con su consulado? —preguntó el sargento.

Thomas lo meditó y a continuación negó con la cabeza de nuevo, más despacio esta vez.

¿Catorce años…?

Cerró los ojos.

Lo fotografiaron y le tomaron las huellas dactilares, una por una, y a continuación las de las palmas de ambas manos. Se las lavó, pero no fue capaz de quitarse la tinta. El sargento le dio un trozo de tela impregnado en alcohol de quemar que eliminó la tinta salvo bajo las uñas, pero que le dejó un hedor del que le costaría librarse por mucho que se lavara. Lo cachearon. Le enseñaron lo que el sargento llamó (desconocía si con sarcasmo o no) la «suite de custodia». Era una habitación pequeña, de unos tres por tres y medio con una sola y estrecha ventana (con barrotes y un cristal inusualmente grueso) situada a una cabeza de él: una celda.

Entró dentro y cuando estaba a punto de decir algo (no sabía muy bien el qué, tan solo algo), la puerta de grueso metal se movió y cerró de un portazo a sus espaldas.

El cierre de una mirilla se giró y el sargento dijo:

—Estaré aquí vigilándolo.

Y se marchó.

La habitación era de ladrillo, si bien estaba pintado con una pintura brillante y densa de color crema. El suelo era de hormigón. Había una estructura sólida y larga apoyada contra una pared, una cama al parecer, pero más bien era una plataforma de ladrillo (parte de la estructura de la habitación) sobre la que se encontraba un colchón manchado, cubierto por un plástico. Había un váter en un rincón cuya cisterna se activaba por control remoto desde el exterior. A Thomas le entraron ganas de usarlo, pero no pudo. Sopesó la idea de pedir asistencia letrada, pero no soportaba la idea de tener que hablar con alguien.

Capítulo 81

Fueron a buscarlo una media hora después.

—Por aquí, por favor —dijo el sargento.

Thomas sonrió levemente ante su educación y mantuvo la cabeza gacha mientras los seguía. Todavía se sentía aturdido, falto de energía, de ganas de combatir, estúpido y culpable. Pensó en Kumi y apartó su imagen, apenas conteniendo un grito de horror y vergüenza.

Lo llevaron a otra sala con una enorme grabadora color plata donde podía leerse «Neal Interview Recorder 7000 Series». Tenía dos carretes. En una de las paredes había un espejo y en el rincón, sobre un soporte fijo en el techo, una cámara. Había una mesa con cuatro sillas de acero fino y tubular y respaldos y asientos de madera, muy parecidas a las que tenía en su aula en Evanston.

Un hombre en mangas de camisa estaba ya en la sala. Le indicó a Thomas que se sentara junto a él. Echó un vistazo rápido a Thomas y a continuación siguió leyendo una hoja de papel. El sargento no se sentó, sino que permaneció de pie junto a la puerta, cual guardia.

El agente que lo había detenido cogió dos carretes de cinta.

—Le ruego confirme que están sellados —dijo, mirando a Thomas.

—¿Qué?

—Los carretes de cinta. ¿Puede confirmar que están sellados?

Thomas los miró y a continuación miró al policía como si le hubiera pedido que realizara un extraño conjuro.

—Supongo que sí —dijo.

El policía encendió la grabadora.

—Este interrogatorio está siendo grabado y tiene lugar en la sala de interrogatorios de la comisaría de Newbury —dijo en el tono monótono de alguien que ha dicho lo mismo miles de veces antes—. Si su caso es llevado a juicio, esta grabación podrá presentarse como prueba. Al final del interrogatorio le daré una notificación explicando lo que va a ocurrir con las cintas y cómo puede obtener una copia de estas. Según mi reloj, son las cinco y treinta y cinco de la tarde y la fecha es veintiuno de junio de 2008. Soy el sargento Jeff Hodges, el agente responsable de la detención. Estoy acompañado por el sargento de custodia Harry Philips. Dado que el sospechoso no es ciudadano británico, se le ha proporcionado un abogado, el señor Devan Cummings. Si no está conforme con él, el sospechoso podrá solicitar otro letrado.

Miró a Thomas expectante. Thomas negó instantes después con la cabeza.

—El sospechoso ha expresado su negativa moviendo la cabeza.

Thomas lo miró. Todo aquello era surrealista, se sentía como en un programa de televisión.

—Para que tales datos queden registrados en la grabación —prosiguió Hodges—, ¿podría decir su nombre, edad y dirección?

—Thomas Knight, treinta y ocho años. 1247 de la calle Sycamore, Evanston, Illinois.

—Eso se encuentra en los Estados Unidos de América, ¿verdad?

—Así es.

—¿Puede hablar un poco más alto? Para que se grabe.

—Sí. Disculpe.

—¿Confirma que la gente cuyos nombres acabo de dar son las únicas personas presentes en la habitación?

—Sí.

—Un poco más alto, por favor.

—Sí, son las únicas personas de la sala.

—El papel que estoy entregándole en estos momentos es la notificación que se proporciona a las personas que son interrogadas. Por favor, le ruego que lo lea. Si tiene alguna pregunta, el interrogatorio se pospondrá hasta que se las hayamos respondido de manera satisfactoria.

Thomas miró el impreso, pero su mente no podía procesar lo que ponía. Miró a Hodges.

—¿Puedo continuar? —dijo el policía.

—Sí.

—Señor Knight, ha sido detenido porque fue visto saliendo de una casa que no es de su propiedad. ¿Le importaría decirnos qué estaba haciendo allí?

Thomas había sabido desde el momento en que lo habían detenido que empezarían por ahí, pero aun así no se le ocurría nada que decir. ¿Cómo iba a explicarles que estaba investigando la muerte de unas muchachas acaecida veintiséis años atrás para poder seguirles la pista a dos asesinatos más recientes y a una obra de Shakespeare desaparecida? Parecería absurdo. No, peor que eso. Sería absurdo.

No es que lo parezca, lo es, pensó.

Por vez primera desde que Escolme lo llamara, todo le parecía completamente ridículo, y la perspectiva de contarles la historia hacía que se sintiera todavía más avergonzado.

Pero la contó, despacio, titubeante, volviendo sobre sus pasos para aclarar los puntos importantes, hablando con voz baja y monótona, mientras los demás permanecían sentados en silencio, escuchando. Les dio los nombres de Polinski en Evanston y de Robson en Kenilworth, como si el hecho de conocer someramente a dos agentes de la ley fuera a serle de alguna ayuda, e insistió en que no había cogido nada de la casa de Elsbeth Church, que tan solo había echado un vistazo y se había marchado.

—¿Estaba la puerta trasera abierta? —preguntó Hodges.

Thomas vaciló, consciente de que había eludido responder esa pregunta hasta ese momento, que se trataba de una bifurcación en la carretera que supondría una gran diferencia. Si reconocía haber forzado la puerta, presentarían cargos contra él. Si mentía y decía que la puerta estaba abierta quizá pudiera librarse, pero podía meterse en muchos más problemas cuando Church afirmara haber cerrado la puerta con llave.

—Probé y se abrió —dijo.

—¿«Probé» implica el uso de esto? —dijo Hodges.

Cogió una bolsa de plástico transparente que contenía la MasterCard caducada de Thomas.

—Se lo digo porque parece rayada —dijo Hodges, fingiendo haberlo descubierto en ese momento—. ¿Y ve aquí? Hay una muesca en uno de los bordes inferiores, como si alguien la hubiera…

—Sí, usé la tarjeta de crédito —dijo Thomas.

Hodges se sentó en su silla y se lo quedó mirando. Durante unos instantes no dijo nada.

—Su pasaporte dice que usted es profesor —dijo—. ¿Es eso correcto?

—Sí.

—Lo siento, necesito que hable más alto.

—He dicho que sí, es correcto —dijo Thomas, levantando la cabeza.

—Y todo este asunto detectivesco que está llevando a cabo, es un poco como sus vacaciones de verano, ¿no? Algo de diversión antes de volver a las clases.

Thomas se encogió de hombros.

—Estaba intentando ayudar —dijo. Aquello sonó patéticamente inadecuado—. Quería limpiar el nombre de Escolme, demostrar que lo que había dicho era cierto. Fue alumno mío…

Silencio.

—¿Y dice que no se llevó nada de la casa de la señorita Church?

—Nada —respondió Thomas—. Usted me vio nada más salir. Se quedó con mis cosas.

—Tiene una herida muy fea —dijo Hodges mientras le miraba la frente a Thomas.

Thomas se la frotó.

—Me caí, junto al molino de agua del castillo de Warwick.

—Y su hombro no está mucho mejor —dijo Hodges—. ¿También fue por una caída?

—No. Me dispararon. En Chicago. Puede comprobarlo llamando a Polinski.

—Qué vida tan intensa, señor Knight. Para ser un profesor, se entiende.

—No sé qué quiere que responda a eso —dijo Thomas.

—¿Encontró lo que estaba buscando en la casa de Elsbeth Church?

—No estoy muy seguro de qué estaba buscando —dijo—. No, creo que no. Ahora tengo la confirmación de que Dagenhart, mi antiguo profesor, conocía a Daniella Blackstone cuando se produjo el incendio, pero eso ya lo sabía.

—Así que tanto esfuerzo y trabajo para esto —dijo Hodges—. Espero que en lo que le queda de vacaciones le vaya mejor.

—¿Es eso probable?

—Bueno, veremos —dijo Hodges mientras miraba por encima de una pila de notas—. Está aquí bajo sospecha de robo…

—Ya se lo he dicho —dijo Thomas—. ¡No cogí nada!

—El robo con allanamiento de morada es un delito complejo —dijo Hodges—. No es necesario haberse llevado nada. El artículo nueve, puntos «a» y «be» de la ley de robo dice que el robo con allanamiento tiene varios componentes posibles, que incluyen el robo, pero que también pueden incluir la violación, lesiones corporales graves o menoscabos materiales o morales contrarios a derecho.

—No he hecho nada de eso.

—No es necesario haber cometido alguno de esos delitos si la intención del allanamiento era cometerlos.

—¿Por qué iba a querer agredir a Elsbeth Church o destrozar sus bienes?

—No soy la persona indicada para decirlo —dijo Hodges—. Pero lo que sí puedo decirle es esto. Pueden acusarlo de distintos delitos tras interrogar a la propietaria. Como mínimo, intromisión ilegítima civil. O podemos remontarnos al venerable derecho consuetudinario inglés, según el cual el derecho se preserva no a través de leyes parlamentarias, sino mediante su práctica desde tiempos inmemoriales, y acusarlo de un delito de alteración del orden público. O podemos ponernos creativos y acusarlo de haberlo encontrado en una propiedad cerrada con intención de provocar un menoscabo material o moral contrario a derecho, en virtud de la ley de vagos y maleantes de 1824. Pero tenemos que absolverlo primero de robo con allanamiento de morada antes de probar con todas estas y queda mucho para eso, ¿no le parece? Así que la respuesta a su pregunta, señor Knight, es no: no creo que sus vacaciones vayan a ir a mejor.

Capítulo 82

Hodges le preguntó si pensaba que la legislación inglesa no le era aplicable. Se preguntó en voz alta si Thomas confiaba en su ciudadanía para librarse de sus problemas y si como estadounidense estaba acostumbrado a pensar que se hallaba por encima de las leyes y costumbres de otros países, que sus intereses y deseos (por muy frívolos y absurdos que fueran) triunfaran por encima de las demás preocupaciones. Si eso era lo que pensaba, dijo el policía, estaba muy, pero que muy equivocado.

Thomas apenas dijo nada, se limitó a negar con la cabeza y a decir cada cierto tiempo:

—No, señor, no pienso eso.

Los policías estaban siendo estudiadamente corteses y metódicos, pero Thomas no podía evitar preguntarse si no habría metido el dedo en la llaga. Había leído suficientes periódicos ingleses como para ser consciente de una preocupación recurrente ante la prepotencia estadounidense con respecto al mundo, la tendencia a actuar de acuerdo con su autoridad moral independientemente de lo que el resto de los países pensaran. Sabía que muchos europeos estaban resentidos con los estadounidenses por eso. Para ellos Estados Unidos no era el policía del mundo. Probablemente tampoco les gustara ver a estadounidenses jugando a detectives privados por allí…

Lo último que Hodges le dijo fue un tópico, a medio camino entre una explicación y una afirmación desafiante:

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