Lo que devora el tiempo (41 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—¿Ha oído alguna vez la expresión «El hogar del inglés es su castillo»?

Thomas le dijo que sí.

—Bueno —dijo el policía—. Ya está en él.

Thomas fue conducido de nuevo por el pasillo, escoltado por un agente de color que lo observaba impasible mientras Hodges y el sargento continuaban con su conversación en otra parte.

Thomas pudo llamar al consulado estadounidense pero solo obtuvo asentimientos y el recordatorio de que un ciudadano estadounidense acusado de un delito en territorio extranjero estaba sometido a la legislación y sanciones de las autoridades locales, no a las de su país de origen. Sopesó la posibilidad de dar el nombre de Kumi como contacto en el Departamento de Estado, por muy irrelevante que fuera su área de trabajo y puesto a ese respecto, pero no se atrevió a hacerlo.

Tampoco es que tuviera la posibilidad de hacerlo. Tan pronto como colgó cayó en la cuenta de que había gastado su única llamada. Necesitaba llamarla, no para decirle lo que había ocurrido, sino para ver qué tal estaba. Eso era más importante.

—¿Puedo hacer otra llamada? —dijo—. La pagaré.

—¿A quién? —dijo el sargento.

Thomas miró su reloj. Sería muy tarde en Tokio. Despertar a Kumi para contarle eso era demasiado. Odiaba tener que ocultárselo, pero ella le había dicho que quería normalidad.

—Da igual —dijo.

—Quizá mañana —dijo el sargento.

Thomas estaba asintiendo cuando fue consciente de lo que acababa de oír.

—¿Voy a pasar aquí la noche?

Su tono no fue tanto de indignación como de preocupación y algo parecido a la desesperación.

—Pesquisas pendientes —dijo el sargento.

—¿Acerca de qué? —dijo Thomas, montando en cólera—. ¿Qué más tienen que investigar y averiguar?

—Cuando lo trajeron aquí, antes de que admitiera haber entrado en la casa de manera ilegal —explicó el sargento—, intentamos dar con la propietaria para preguntarle cómo había dejado la puerta al marcharse.

—Pero yo ya he reconocido haberla forzado. ¿Por qué necesitan que ella lo corrobore?

—Ahora no lo necesitamos —dijo el sargento—, pero en ese momento no lo sabíamos, ¿recuerda? Sin embargo, al intentar dar con el paradero de la señorita Church dimos con algo que complica todavía más el aprieto en el que se encuentra.

—¿El qué? —preguntó Thomas.

—No logramos localizarla —dijo el sargento—. Y si seguimos sin dar con ella, el hecho de que usted estuviera merodeando por su casa comenzaría a parecer algo más que un delito de alteración del orden público, ¿no le parece?

Thomas lo miró.

—No pueden estar pensando que yo… que soy responsable de…

—Por aquí, por favor —dijo el sargento.

—¿Adónde vamos?

—Voy a tener que pedirle que se cambie de ropa, señor. Sacó un paquete envuelto en plástico y lo abrió. Contenía un mono blanco de un material que parecía papel.

—Necesitaré su ropa, señor.

—¿Para qué? —preguntó Thomas.

—Análisis forenses.

Capítulo 83

No era la primera vez que había estado encerrado, se recordó a sí mismo mientras pensaba en su celda de las bodegas de Demier. Por aquel entonces había temido por su vida. Había estado huyendo con una banda de hombres armados con piquetas pisándole los talones y se había topado con el cadáver del productor de cine, Gresham, así que había tenido un buen motivo para temer por su seguridad cuando se había despertado esposado a la cama.

En esa pequeña celda, por el contrario, estaba a salvo. No sería golpeado, torturado, o asesinado, o maniatado y tirado en alguna cantera francesa…

Entonces, ¿por qué me siento peor?

No sentía un peligro inminente, pero la sensación de fracaso y humillación era terrible. Pensó una vez más en Kumi y, de nuevo, apartó el pensamiento de su mente.

Se tumbó en el colchón de costado, mirando a la pared, sin volverse cada vez que oía deslizarse la mirilla de la puerta, que parecía ocurrir casi cada media hora. El colchón olía a caucho y a desinfectante. Intentó dormir, pero no porque estuviera cansado sino porque quería dejar de pensar en la situación, pero cuanto más lo intentaba, más alerta estaba. El mono de papel y cremallera se arrugaba cuando se movía y tuvo que estar todo el tiempo con los ojos cerrados para no sentirse como un astronauta o un esquiador.

No tenía reloj y nada en qué ocupar su mente salvo sus propios pensamientos. Tras algún tiempo (quizá dos horas, aunque no podía saberlo con certeza) oyó unos gritos, bramidos de algún borracho, con un dialecto tan distorsionado que Thomas solo entendió una palabra de cada cinco, todas ellas improperios. Los gritos duraron unos diez minutos, y luego se pararon. Tras eso, ningún sonido o ruido durante al menos otra hora. No tener reloj le enfurecía. Entonces oyó como una de aquellas puertas pesadas se cerraba. A continuación se hizo el silencio hasta que alguien volvió a deslizar la mirilla de la puerta. La luz del techo parpadeó levemente. Y entonces, finalmente, se durmió, si bien no fue un sueño profundo.

Se despertó con náuseas, pero sabía que era más una cuestión mental que corporal. Cuando una agente hindú o paquistaní le llevó el desayuno en una bandeja de plástico, lo rechazó. Lo llevaron al baño y luego a la sala de interrogatorios, donde Hodges y el sargento de custodia estaban ya esperándolo. Instantes después llegó su abogado de oficio, con una taza de café en la mano, disculpándose por llegar tarde y hablando del tráfico en el centro de la ciudad. El olor a café le revolvió el estómago, pero no dijo nada.

—Bien, señor Knight —dijo Hodges una vez en marcha la grabadora y realizadas las introducciones—. ¿Algo que quiera añadir a su declaración de ayer? Ahora que ha podido dormir. Algo.

—¿Han encontrado a Elsbeth Church? —preguntó Thomas.

La pregunta pareció sorprender a Hodges.

—¿Por qué? —dijo.

—Quiero asegurarme de que está bien —dijo Thomas, encogiéndose de hombros.

Se sentía diferente esa mañana. Se había acostumbrado a la idea de su detención, y por muy malas que fueran las cosas que estaban por llegar, había resuelto hacerles frente con la cabeza bien alta. Nunca había sido muy bueno en eso de la autocompasión. También se le había pasado por la mente que, si le hubiera ocurrido en Estados Unidos, sin duda en esos momentos estaría pidiendo a gritos un abogado, enarbolando sus derechos y rebatiéndoles cada punto. Estaba intimidado por la autoridad, y eso no era normal en él.

Por esa razón le resultaba raro haberse sentido tan diminuto y derrotado. Supuso que tendría que ver con estar allí, lejos de lo que conocía, en un entorno que le era ajeno, si bien no hostil.

No tengo la ventaja de jugar en casa, pensó, imaginándose a los Cubs de camino a Filadelfia o, peor, a Nueva York.

Pero era algo más que eso. Estaba agotado, sin fuerzas, y tenía cosas en las que pensar que nada tenían que ver con obras perdidas de Shakespeare, y tampoco es que hubiera avanzado demasiado en aquellas que sí guardaban relación.

No obstante, estaba cansado de sentirse avergonzado por su estúpida y pequeña indiscreción. ¿Podían complicarle la vida? Sin duda. Allí y de regreso a casa, probablemente también. Pero no había hecho nada demasiado malo y, desde un punto de vista moral, quizá hubiera hecho bien. Después de todo, era una nimiedad forzar la puerta de alguien si con eso podía encontrar a un asesino.

Así que cambió al «modo honrado», optando por ignorar el hecho de que estaba muy lejos de lograr desenmascarar al asesino. Es la mente la que tiene que conformar la realidad, pensó. «Pues no hay nada bueno ni malo: nuestra opinión lo hace serlo.»

Y Hamlet debería saberlo. Si alguna vez había habido un hombre que hiciera realidad la percepción, ese era Hamlet. Thomas optó por obviar que dicha percepción había acabado con una montaña de cadáveres, el del propio Hamlet incluido.

Le dijo a Hodges que lo estaban tratando de una manera totalmente desproporcionada al delito del que lo acusaban, que estaba siendo víctima de una campaña xenófoba e intimidatoria y que el consulado se pondría en cualquier momento en contacto con la comisaría. Hodges, que sin duda había tenido que hacer frente a acusaciones mucho peores en sus años de profesión, decidió no responder de manera directa, sino que contestó con tranquilidad a la primera pregunta de Thomas.

—Elsbeth Church fue localizada en Stratford, sana y salva. El agente encargado de su custodia le explicará qué es lo que pasará a continuación.

—¿Estoy libre? ¿Puedo marcharme? —dijo Thomas sin molestarse en disimular lo mucho que deseaba salir de allí.

Hodges frunció el ceño, lo miró y a continuación asintió.

—Lo ponemos en libertad bajo fianza de acuerdo con el título cuatro de la ley de enjuiciamiento criminal de 1984 —dijo—. Queda pendiente la resolución de sus cargos en virtud de la sección treinta y siete de dicha ley, modificada por el anexo dos de la ley de justicia penal de 2003. Dado que carece de domicilio fijo en Reino Unido, tendrá que presentarse en esta comisaría cada tres días, y retendremos su pasaporte como fianza de caución. Si no cumple estas condiciones, estará cometiendo un delito por el que podrá ser multado, encerrado, o ambas cosas. Dentro de dos semanas, probablemente antes, la resolución de sus cargos tendrá lugar y esta será remitida a la Fiscalía General del Estado, tras lo cual se determinarán las especificaciones del juicio, si se estimara necesario. ¿Tiene alguna pregunta, señor Knight?

—¿Tengo que pagar la fianza?

—Aquí no se hacen las cosas de esa manera, señor Knight —dijo Hodges—. ¿Alguna otra pregunta?

Thomas negó con la cabeza.

—Su ropa y efectos personales, salvo el pasaporte, le serán entregados. Cuando se haya cambiado, un agente le devolverá su coche. Lo espero aquí el miércoles.

Capítulo 84

Thomas compró otra tarjeta telefónica y sorprendió a Kumi en casa. No le habló de su detención ni del incidente en el castillo de Warwick, sino que centró la conversación en ella. No se sintió culpable por omitirle aquellos hechos esa vez. Estaba seguro de que era lo correcto. Ella le dijo que estaba bien. La radioterapia resultaba agotadora, pero no tan horrible como se había temido. Teniendo en cuenta la situación, las cosas iban todo lo bien que podían ir.

Thomas condujo hasta Hamstead Marshall, no tanto porque quisiera ir allí, sino porque no sabía qué más hacer. No había comido nada desde su detención y de repente se sentía muy hambriento. Siguió hasta el pueblo y divisó el Green Man cerca de la carretera. Aparcó, entró en el pub y se sentó en la barra. Era tarde para almorzar y el sitio estaba vacío, pero el camarero preguntó a su mujer, Doris, y esta dijo que «podían improvisar algo». Thomas estudió la carta con los ya familiares doce platos clásicos de los pubs ingleses y pidió el filete con pastel de champiñones y patatas, además de una pinta de Fuller’s. Cuando la música de fondo del pub pareció terminarse, Thomas le preguntó al camarero si tenía algo de XTC.

—Es un grupo antiguo —dijo el camarero—. Hace años que no los escucho. Espere, voy a ver qué tenemos.

Salió momentos después con una pila de álbumes y leyó en voz alta los títulos.

—The Big Express, Mummer, Skylarking, English Settlement…

—English Settlement —dijo Thomas.

—Son de aquí, ¿lo sabía?

—Sí, algo había oído.

—Nunca llegaron a ganar demasiado dinero, por lo que dicen —dijo el camarero—. La discográfica y un mánager poco fiable los jodieron pero bien. En un minuto estaban de gira con Police y Talking Heads y al otro, el grupo se había disuelto. Siguieron grabando, pero nunca llegaron a ser estrellas. Supongo que las cosas vienen como vienen. Pero jamás volvieron a hacer giras. Tiene que ser muy duro.

—Imagino que sí.

Se sentó y escuchó aquellas canciones que le eran tan conocidas mientras esperaba a que llegara su comida. Las radios estadounidenses ponían poco más que la apabullante y enojada Dear God y la alegremente ligera Mayor of Simpleton, así que le gustó mucho volver a oír de nuevo esas canciones. Le hicieron regresar al pasado, como solo la música puede hacer, a momentos concretos que sucedieron tiempo atrás. La exuberancia de Yatch Dance, la lastimera introspección de All of a Sudden (It’s Too Late)…

Justo lo que necesito, pensó Thomas. Más cavilaciones acerca del tiempo y la muerte.

Su comida llegó, cortesía de Doris, una mujer rosada y oronda con una agradable sonrisa. Thomas le dio las gracias y se abalanzó sobre el pastel, que tenía un relleno generoso y una rica masa de hojaldre, y las patatas (grandes y gordas), que aderezó con vinagre. Se sentía como si no hubiera comido en días.

Mientras estaba sentado allí, comiendo y escuchando la música, Thomas volvió a plantearse las preguntas acerca de qué podía haber en la obra para que algunas personas estuvieran dispuestas a matar por mantenerla oculta, considerando las especulaciones de Robson sobre la cuestión de la autoría o la orientación religiosa y sexual de Shakespeare. ¿Qué secretos podía revelar Trabajos de amor ganados sobre el hombre que lo escribió como para que alguien quisiera esconder su existencia?

La conclusión a la que llegó fue una vez más el presentimiento de siempre, golpeándolo con fuerza en el estómago. No había nada en aquella obra desaparecida, concluyó; no había un gran secreto, ni una verdad codificada acerca de la vida, el universo o el autor. Ningún mensaje cifrado sobre la religión, ni detalles biográficos que pudieran cambiar el mundo. No lo creía.

Como profesor, como estudiante, como lector, siempre se había resistido al concepto de que el arte y la literatura pudieran reducirse a una verdad, lo que sus estudiantes llamaban un «mensaje» o «significado oculto» y lo que el mundo editorial había llegado a llamar un «código» o «secreto». Cualquier libro que pudiera ser reducido a un único significado no merecía la pena ser leído. Siempre había opinado así, y la tendencia actual de novelas y películas que encontraban pistas en pinturas y estatuas, mapas en la declaración de independencia y demás no había hecho más que confirmar su intuición. El arte tenía varias interpretaciones, era complejo, susceptible de mil lecturas diferentes, fuente de preguntas y cavilaciones, no de soluciones metódicas. La literatura tenía múltiples facetas, al igual que la historia, que cambiaba con la luz de la perspectiva, y la idea de que la literatura se valía de sus historias y personajes como un mero vehículo para señalar una verdad oculta reducía todo texto a la menor de las alegorías. Era absurdo, y si había algún arte que obrara así, para Thomas aquello solo hacía que su valor disminuyera. Pensaba que Shakespeare no fue capaz de tal cosa, y si eso lo convertía en un viejo humanista, que así fuera. Shakespeare no trataba sus obras como terrenos en los que esconder un tesoro. No podía, no quería, creerlo.

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