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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá (7 page)

BOOK: Lo que Dios ha unido, que no lo separe Mamá
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Gran revuelo y trajín. Se lo he advertido a mi madre.

—Mamá, una cosa es una cosa y otra es otra.

—Te explicas divinamente, hijo.

—Mira, Mamá, la gente de casa no va a entender que organices una fiesta en honor de un concejal que ha sido elegido por defender que los burgueses sean guillotinados. Es más, en el mitin del último día, que se celebró en la plaza central del pueblo, dijo algo relacionado con tu cabeza y la mía. Algo así, según me ha contado Tomás, como «y un día veremos rodar las cabezas de esa pareja de tiranos».

Pero a Mamá no le ha impresionado mi discurso.

—Se hará la fiesta, Susú.

Termino de levantarme, y Tomás me ha informado que el Rastrojen desea verme. Como ya es concejal le he dicho a Tomás que le haga esperar en el despacho y que le dé tratamiento de «señor concejal».

—Antes me pego un tiro, señor marqués. Yo no le doy tratamiento a ese genocida en ciernes.

Así las cosas, me he lavado un poco menos de lo habitual, para estar a la altura de las circunstancias, y he acudido a interesarme por la visita del Rastrojera. Ahí está, de pie en el despacho, un tanto turbado.

—Salud, señor marqués.

—Buenos días, Julio, usted dirá.

—Pues digo, señor marqués, que su señora madre me ha hecho una canallada. En el Partido se han enterado de la fiesta en mi honor, y he sido expulsado fulminantemente. Por ello, he debido renunciar a mi escaño de concejal, y me ha sustituido Juan
el Matacuras.
No olvidaré jamás esta afrenta contra mí y contra el pueblo, y le juro que el día que estalle la nueva revolución, a usted y a su madre me los voy a cepillar yo mismo, personalmente, con dedicación y esmero. Se lo prometo por Stalin, por Lumumba, por Fidel Castro y por Ana Belén.

Dicha la parrafada, ha saludado puño en alto y se ha dirigido a la puerta gritando cosas muy raras. La verdad es que no me ha impresionado nada de nada.

—Julio, la cuneta del puentecillo de la dehesa habría que adecentarla un poco.

—Lo haré, señor marqués, ¡viva Stalin!

Y se ha ido.

—¿No ves, hijo, cómo tenía razón? —me ha comentado Mamá tras oír mi relato pormenorizado del debate con el ex concejal. Esta mujer es sabia. Tomás ha celebrado mucho el desenlace del enojoso asunto. El administrador casi se muere de pánico, porque he cambiado la historia y le he dicho que el primer guillotinado va a ser él. Como dice el poema de un argentino que no recuerdo cómo se llama, «sonseras, cosas del campo»…

Marisol con los ojos en blanco.

—¿Le dijo que le iba a matar y usted no hizo nada?

—Lo que oyes, niña. Mano izquierda, aguante y victoria.

Nos hemos ahorrado el copetín.

Vacas

Calor insoportable. Mamá se ha mudado ya al ala norte de casa, pero aun así este verano nos agobia. Añoro a Gus y me he quedado sin El Acebuchal del tío Juan José. Hay que salir de aquí, aunque sea por poco tiempo. Sin decirle nada a Mamá lo he preparado todo. Nos acompañarán Tomás y Flora. A don Ignacio que le
den fuet,
porque lleva una época de egoísmo insoportable.

—Mamá; he reservado una
suite
en el Hotel Real de Santander. Nos vamos mañana.

Me esperaba una resistencia que no ha tenido lugar.

—Gracias, Susú; nos vendrá muy bien a todos. Llevo muchos años sin ir al Real.

—¡Bravo por esa decisión, Cristian Ildefonso! Nos vendrá de perlas un cambio de aires —ha exclamado don Ignacio mientras se frotaba de gusto sus ordinarias manos.

—Usted se queda —le he anunciado con laconismo nada estudiado.

Entonces don Ignacio ha dicho lo peor de lo peor:

—¡Leches!

El viaje bueno. En Santander, la temperatura maravillosa. Paseos y excursiones. La playa del Puntal preciosa. El gasolino a Pedreña, el olor a mar del Sardinero, el prodigio del paisaje desde el paseo de Pereda. El hotel de dulce, y Mamá feliz. Hacemos excursiones, y nos acompañan Flora y Tomás, que se lo están pasando casi mejor que nosotros. Hemos ido a Potes, a San Vicente, a Comillas, a Ruiloba —este lugar me ha encantado-, a Roiz, a Vallines y a Mazcuerras. Aquí hemos comprado unos árboles en un vivero muy famoso, el de los Escalante, que no hay otro así en España. Nos mandan todo a La Jaralera. Lo único negativo, las vacas. Mamá odia a las vacas, y siempre hay alguna en el paisaje.

La verdad es que las vacas no son nada expresivas. Mamá dice que se parecen a una prima suya, Popis Hendings, que murió soltera y sin compromiso porque era horrorosa. Y sosa como nadie. Tomás no ha estado nada oportuno con su comentario.

—Están tristes porque se pasan el día tocándoles las ubres y no las besan después.

Mamá tajante:

—Tomás, a la próxima, se va a casa.

—No me refería a la señorita Popis, que en paz descanse, sino a las vacas, señora marquesa.

—Precisamente por eso, Tomás —ha sentenciado Mamá para cerrar el debate.

Otro día fuimos a Bilbao, a ver el Guggenheim.

—Está como espachurrado —dijo Mamá tras su primera impresión.

Ella es así de tronchante. Compramos para don Ignacio una medallita de la Virgen de Begoña, muy aparente y a buen precio. De alpaca, porque la plata es ostentosa y no queremos acostumbrarle a lo superfluo. Seiscientas pesetas menos. Pero al fin y al cabo, un detalle de afecto y un recuerdo cariñoso.

Lo pasamos tan bien, que en el hotel se las vieron y desearon para ampliar nuestra estancia. Mamá desconocida, rodeada de amigas y a merienda diaria. Pero todo se acaba, y la vuelta ha estado teñida de nostalgias y memorias. No recordaba tantos verdes diferentes, y los valles escondidos, y esos pueblos tan opuestos a los nuestros, con sus casas de piedra, sus solanas floridas, sus escudos… Hablando de escudos, he comprado uno para casa. Estaba en una casona en ruinas, sobre un portalón grandioso. Diré que es de la rama montañesa de los Sotoancho. La gente se traga todo.

Calorazo a la vuelta. Al llegar a La Jaralera, hemos acudido a saludar a don Ignacio. Poco receptivo. Sigue chivado.

—Le hemos traído una medalla preciosa de la Virgen de Begoña que le compramos en Bilbao —le ha dicho Mamá con bastante efusión.

—Gracias —ha respondido con una sequedad exagerada.

Me he quedado solo en el ala sur de la casa. Tengo que trabajar. Pero me siento nuevo. Quizá, si las cosechitas no nos van mal este año, y siempre que Dios lo permita, compre una casa en la Montaña. Será mi refugio y mi descanso. Y llenaré el prado de vacas. Así no vendrá Mamá.

El reloj

Lo que ha sucedido rompe cualquier esquema. Todo muy raro. Me figuro a un hombre bueno y honrado, temblando de miedo, y que al llegar a su casa le dice a su mujer e hijos:

—Uno ya no se puede fiar de nadie.

Y tendría toda la razón del mundo. Paso a relatarles.

Ha fallecido sor Dolores, una monjita de clausura muy querida por mi madre. Superada la primera impresión, Mamá ha decidido acudir a Sevilla para rendir a sus restos mortales el último homenaje de su amistad y devoción. Se ha llevado a Flora para que le haga compañía. Ella ha sido —Flora— la que me ha contado el acontecimiento, terrible y escalofriante.

Tras el velatorio, Mamá ha querido dar un paseo por Sevilla. Se sentía bien pero mal, o mal pero bien, que es lo mismo según se mire desde el ánimo. En un momento dado, un sujeto bien trajeado y con excelente aspecto ha tropezado con mi madre, se ha excusado y seguido su camino. Pero a Mamá le ha dado la quemazón de la sospecha, y se ha fijado al segundo en su muñeca derecha. Le había desaparecido el reloj. Un reloj muy especial, que le trajo Papá de Zúrich, cuando mi padre viajaba a Suiza a no se sabe qué.

—¡Flora, me han robado el reloj!

Tremendo disgusto y ninguna resignación.

—Ha huido por allí.

Y Mamá se ha propuesto seguir los pasos del forajido.

En efecto, allí estaba, contemplando un escaparate. Según Flora, que Mamá no ha dudado ni un instante. Alcanzada la altura del delincuente, Mamá se ha colocado a sus espaldas, ha sacado un bolígrafo, se lo ha clavado al truhán en el riñón derecho y abriendo el bolso le ha dicho con voz de cólera contenida:

—Deposite inmediatamente el reloj en mi bolso.

El canalla, al notar el instrumento punzante en su espalda ha dejado caer el reloj en el bolso de Mamá, que se lo presentaba abierto para facilitarle la devolución. Acto seguido, como un cobarde, el hombre huyó calle arriba, rumbo a Sierpes.

—No ha nacido el que le robe el reloj a la marquesa de Sotoancho —ha comentado Mamá a Flora, que aún padecía de un temblequeo de piernas agudísimo. La gente del servicio suele tener unas rodillas azoradas, nada resistentes a las contingencias imprevistas. Quizá por ello se desmayan tanto con las emociones.

En el camino de vuelta, Flora se lo ha contado a Manolo el chófer, que ha felicitado a Mamá por su valentía y coraje. Lo malo viene ahora. Al llegar a casa y subir a su cuarto, Mamá se ha apercibido de un detalle que no es insignificante para el desarrollo de este relato. Sobre la bandeja de plata de su escritorio, estaba su reloj. Con las urgencias de la marcha, a Mamá se le había olvidado ponerse el reloj. Por todo ello, la conclusión era terrible. Aquel señor que la empujó no le había robado nada. Simplemente, por una distracción pasajera, muy de calle paseada, muy de tumulto, ambos colisionaron. De aquello se deducía que el hombre no era un ladrón. Angustiada por su proceder, Mamá abrió el bolso y se encontró con un reloj masculino de alto valor que no era suyo. El hombre —deducción de Flora-, al sentirse pinchado por la espalda e invitado a depositar su reloj en el bolso de Mamá lo había hecho sin rechistar. De ahí su fuga alocada, más de inocente asaltado que de malhechor fugitivo. En resumen: que Mamá, confundida, le había robado a mano armada el reloj a un señor absolutamente honesto y respetable.

—¿Qué vas a hacer, mamá? —le he preguntado.

—Esperar acontecimientos —ha respondido con una distancia nada elogiable-. Si en diez días no hay denuncia, me quedo con el reloj de recuerdo.

¿Cómo vamos a saber en La Jaralera si ha existido denuncia o no? Cumplido el plazo, se ha quedado con el reloj ajeno.

—Me sienta bien, y es de oro.

Vuelvo al principio. Me figuro al respetable ciudadano llegando a su casa, acalorado y convulso. Sudor frío y ataquito de nervios. Y la advertencia a la familia:

—¡Cómo está Sevilla! Uno no se puede fiar de nadie. Figuraos que una señora de unos ochenta y cinco años para arriba, bien vestida y con muy buena pinta, me ha pinchado con una navaja en la espalda y me ha robado el reloj.

Y le sobran motivos para estar así. Como a Mamá para su distracción y contento.

—Mira, Susú, tiene cronómetro y ventanita para los días y los meses.

Y ha movido el labio inferior, traviesa, y juguetona.

Cumpleaños

Don Ignacio, el capellán, cumple setenta años el 18 de agosto. La verdad es que aparenta bastantes más. En mi opinión, la gula, el exceso de azúcar y su resistencia al ejercicio físico. Dice Flora que las carnes muslares le tiemblan como tocinos. Ignoro en qué circunstancias le ha visto Flora los muslos a don Ignacio, y prefiero seguir con la venda. A los sacerdotes no es fácil sorprenderlos en muslos, pero Flora es de lo que no hay.

Mamá quiere hacerle un buen regalo a don Ignacio. Tomás, al enterarse, ha estado hiriente.

—Aquí, para que le regalen algo a uno hay que fallar en un intento de homicidio.

Tomás insiste en que don Ignacio, cuando lo de la promesa de Mamá de no andar y el paseo en su silla por la barranca, fue el que la despeñó. La silla quedó hecha trizas en el sopié del barranco, y Mamá tuvo la suerte de aterrizar sobre la copa de un pino y compartir con una tórtola tan desairada situación.

—No, Tomás. Aquello fue involuntario, y don Ignacio se arrepintió y pidió perdón por su dejadez.

Pero Tomás se pone muy desagradable cuando anda de malos humores, y es muy tozudo.

—Don Ignacio le quitó los frenos a la silla de la señora marquesa, y después la empujó hacia el precipicio. Y ahora, regalitos al homicida.

En la sobremesa, Mamá le ha planteado a don Ignacio lo del regalo.

—Don Ignacio, mi hijo y yo queremos hacerle un buen regalo con motivo de su cumpleaños. He pensado en una edición muy bonita de la Biblia que he visto anunciada. Con la Biblia regalan un teléfono móvil o una almohada cervical.

A don Ignacio no le ha hecho gran ilusión el proyecto dadivoso de Mamá.

—Señora marquesa, le voy a parecer un frívolo, pero a mí lo que me hace ilusión de verdad, de verdad de la buena, es un tren eléctrico y un balón de reglamento.

Mamá, al oír tal confesión se ha quedado pasmada por unos segundos. Transcurridos éstos, ha reaccionado.

—O una cosa o la otra. Las dos, de ninguna manera. No somos los Reyes Magos, don Ignacio. O el tren eléctrico o el balón de reglamento. Elija.

Don Ignacio ha derramado el café, y después de varias oraciones interiores, se ha decidido.

—El tren eléctrico, señora marquesa.

Me ha encargado Mamá que le compre a don Ignacio el tren eléctrico. Difícil misión, por cuanto los hay de muy diferentes precios. Al final, le he comprado un «Talgo» en miniatura, y unas cuantas vías.

—¿Cómo se llama el nene? —me ha preguntado el amable dependiente de la juguetería.

—Ignacio, y es por su «cumple» —le he respondido para no verme en ningún aprieto posterior.

—¿Cuántos años cumple Ignacito? —ha insistido el persistente comercial.

—Setenta —le he informado.

—¿Es tontito de nacimiento? —ha insistido el mercader.

—No; es sacerdote.

—Se lo pregunto porque ha comprado usted el tren eléctrico más soso del mundo. Con las vías que se lleva, se limitará a dar vueltas y más vueltas sin ninguna opción de jugueteo.

—Me da igual. Envuélvalo y no se hable más del asunto.

—El cura se va a aburrir de lo lindo. Cómprele más vías.

—Para más vías están los tiempos… —he comentado con energía y rechazo.

Y me he llevado el tren. Don Ignacio ha dado brincos de alegría cuando ha visto el «Talgo».

—Me voy inmediatamente a jugar con él a mi cuarto —ha gritado feliz y mocosete.

Mamá, emocionada. A los diez minutos, don Ignacio de vuelta.

—¿Se ha cansado ya del tren, don Ignacio?

—Es que sólo da vueltas y vueltas, señora. Ni una estación, ni una recta, ni un cambio de raíles, ni un semáforo. Lo enchufo y anda; lo desenchufo y se detiene.

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