Los yanquis eran los primeros en reconocer que aquello era una llaga que convenía cauterizar, pero no tomaban para ello ninguna medida. Los habitantes de Atlanta y de Decatur no ocultaban su indignación, pues para ir de un sitio al otro había que pasar por allí. Los hombres que tenían que hacer algo en ese suburbio iban con las pistolas prevenidas, y las mujeres decentes, ni aun protegidas por sus maridos o por sus hermanos, querían aventurarse por aquellos lugares, pues era raro que por lo menos no fueran insultadas a su paso por innobles negras en estado de embriaguez.
Mientras había llevado a Archie a su lado, Scarlett no había tenido nunca miedo de pasar junto a Shantytown, porque ni las negras más descaradas se atrevían a reír en presencia del ex forzado. Pero ahora que tenía que hacer el trayecto sola, la cosa no era lo mismo, y ya le habían ocurrido una serie de incidentes tan desagradables como exasperantes. Cada vez que las prostitutas negras veían su coche, rivalizaban en insolencia. Scarlett no tenía otro remedio que guardar un aire digno y no hacer caso; pero hervía de cólera. No tenía ni el consuelo de poder confiar su disgusto a las amistades o a la familia, porque lo primero que le hubieran dicho es: «¿Lo ves ya, o pensabas que iba a ocurrir otra cosa?», y todo el mundo volvería de nuevo a la carga, para impedirle que acudiera a las serrerías. Y no tenía la menor intención de no ir.
«Gracias a Dios —se dijo— que no veo a ninguna harapienta al borde del camino.» Cuando llegó a la altura del que conducía a Shantytown, echó una rápida ojeada, en la que se reflejaba el asco, a las apretujadas cabanas del fondo del valle, iluminado por el sol, bajo y sin fuerza. El viento helado le traía el olor de los fuegos del bosque, del asado de carne de cerdo y de los sucios excusados. Tiró enérgicamente de las riendas y el caballo aceleró el paso.
Empezaba en ese momento a respirar aliviada, cuando se le hizo un nudo en la garganta. Un enorme negro, emboscado tras de un encina, salía lentamente de su escondite. Scarlett tenía miedo, pero no hasta el punto de perder su sangre fría. Detuvo el caballo y echó mano a la pistola de Frank.
—¿Qué quiere usted? —gritó en el tono más duro que le fue posible.
El corpulento negro echó a correr y volvió a esconderse detrás del árbol, respondiendo con voz alterada por el miedo: —¡Señorita Scarlett, no mate al pobre Sam!
—¡Sam!
Durante un momento, Scarlett permaneció muda de estupor. El gran Sam, el contramaestre de Tara, al que había visto por última vez en las postrimerías del asedio. ¿Cómo diablos...?
—¡Sal de ahí para que vea si eres realmente Sam!
El negro obedeció de mala gana. Harapiento, descalzo, con un taparrabos de hila y una chaquetilla azul, muy pequeña para él, el gigantesco negro ofrecía un lamentable aspecto. Cuando lo hubo reconocido, Scarlett se guardó la pistola y sonrió.
—¡Oh, Sam, qué alegría volver a verte!
Moviendo los ojos de alegría y riendo con sus dientes blancos, Sam se acercó al coche corriendo y, con sus dos manazas negras, se apoderó de la mano que le tendía su antigua dueña. Al reír se le veía la punta de la lengua, de un rosa de sandía, y, en su júbilo, se removía y contorneaba como un perrazo de humor juguetón.
—¡Señora, gusta tanto ver a uno de la familia! —le dijo, estrechándole la mano hasta hacerle daño—. ¿Por qué se ha vuelto usted tan mala, señorita Scarlett? ¿Por qué lleva una pistola?
—Hay tanta gente mala ahora, Sam, que me veo obligada a llevar un arma. Pero ¿cómo es que vives en este lugar inmundo, tú, Sam, un negro respetable? ¿Por qué no has venido a verme a Atlanta?
—Señorita Scarlett, yo no habito en Shantytown. Había venido a dar una vuelta. Por nada del mundo querría vivir aquí. Nunca en mi vida he visto a negros tan sucios. Y no sabía que estaba usted en Atlanta. Creía que seguiría en Tara. Quería volver a Tara tan pronto como pudiese.
—¿Vives en Atlanta desde el asedio?
—No señorita; he viajado —respondió Sam, soltando la mano a Scarlett, quien sacudió los dedos para convencerse de que no se la había estrujado—. ¿Se acuerda de la última vez que me vio? —Y Scarlett recordó aquel caluroso día anterior al asedio en que, yendo acompañada de Rhett, vio al gran Sam y a la banda de negros, marchando por la polvorienta carretera hacia las fortificaciones—. Luego trabajé como un perro haciendo trincheras y llenando sacos de arena hasta que los confederados abandonaron Atlanta. Al señor capitán que se ocupaba de mí lo mataron y ya no había nadie para que el gran Sam supiera lo que tenía que hacer. Entonces me escondí en los bosques. Quería volver a Atlanta, pero me dijeron que todo el país estaba ardiendo. Y no sabía, además, por dónde pasar y tenía miedo de las patrullas, porque no llevaba papeles. Entonces vinieron los yanquis, y un señor que era coronel me mostró amistad y me tomó a su servicio para cuidar de su caballo y limpiarle las botas. Sí, amita, yo estaba contento de ser un criado, como Pork, yo que había trabajado siempre en el campo. Se lo dije al coronel y él... Mire, señorita Scarlett, los yanquis no saben nada; no comprendió la diferencia. Entonces me quedé con él y con él fui a Savannah cuando el general Sherman fue allí, y por el amor de Dios, en mi vida he visto cosas tan terribles. Robos, incendios... ¿Han quemado Tara, señorita Scarlett?
—Le prendieron fuego, pero pudimos apagarlo. —¡Ah, qué bien, me alegro mucho! Tara es: mi casa y yo quería volver a Tara. Entonces, cuando la guerra terminó, el coronel me dijo: «Te voy a llevar al Norte conmigo. ¿Sabes Sam? Te pagaré un buen sueldo». Entonces, señorita, yo, como los otros negros, quería conocer la libertad antes de volver a casa. Y me fui al Norte con el coronel. Señorita, estuvimos en Washington, y en Nueva York, y en Boston, dónde vive el coronel. Sí señorita, soy un negro que ha viajado. ¡Señorita Scarlett, en las calles de los yanquis ¡hay más caballos y más ¡coches...! Siempre tenía miedo de que me atropellaran.
—Y ¿ te ha gustado el Norte, Sam? Sam se rascó la cabeza.
—Me ha gustado y no me ha gustado. El coronel es un buen señor que comprende a los negros. Pero su mujer no era así. Su mujer me llamó «señor» la primera vez que me vio. Sí, señorita, dijo eso, y yo quería esconderme cuando lo dijo. El coronel le dijo que me llamara «Sam» y me ha llamado así. Pero todos los yanquis, la primera vez que me veían, me llamaban «señor O'Hara» y me decían que me sentara con ellos, como si fuera uno igual que ellos. Nunca me había sentado con los blancos y soy demasiado viejo para aprender. Me trataban como a un blanco, pero, en el fondo, no me querían..., no quieren a los negros. Y me tenían miedo, por lo grande que soy. Y siempre me pedían que les hablase de los perros que corrían detrás de mí y de las palizas que me daban. ¡Dios mío! señorita Scarlett, nunca me han pegado! Ya conoce usted al señor Gerald y él no hubiera querido que pegaran a un negro como yo. Cuando dije eso y conté que la señora Ellen era tan buena con los negros, que cuando yo tuve la pulmonía se pasó una semana cuidándome, no quisieron creerme. Entonces, señorita, comencé a cansarme tanto y a echar de menos tanto a Tara, que una tarde no pude zontenerme y me marché, y he hecho todo el camino en un tren de mercancías. Fíjese, ¡tan contento de ver a la señora y al señor!... Ya no quería más libertad. Quiero estar con el señor, que me daba bien de comer, y en Tara, donde me cuidaban si me ponía malo. Si volviera a tener la pulmonía! La señora yanqui no me cuidaba. Mucho llamarme señor O'Hara, pero no me cuidaba. Pero la señora, ella sí querrá cuidarme si... ¿Qué le pasa, señorita? —Papá y mamá han muerto, Sam.
—¿Muerto? No me embrome, señorita; no sea usted así.
—No te embromo, Sam. Es verdad. Mamá murió cuando los soldados de Sherman vinieron a Tara, y papá... murió en junio último. ¡Oh, Sam, no llores, te lo suplico! Si lloras, lloraré yo también. No hablemos más de ello ahora. Otro día te lo contaré todo. Suellen se ha quedado en Tara. Se ha casado con un hombre muy bueno, con el señor Will Benteen. Carreen está en un...
Scarlett se detuvo. No podría nunca hacer comprender a aquel gigante lloroso lo que era un convento.
—Ahora vive en Charleston. Pero Pork y Prissy están en Tara. Vamos, Sam, suénate y no llores más. ¿Tú quieres volver a casa?
—Sí señorita; pero ya no será como cuando la señora Ellen...
—¿Y no preferirías quedarte aquí a trabajar conmigo? Necesito un cochero. Me hace verdadera falta, para no andar sola, con tanto malvado como anda suelto.
—Sí, señorita. Claro que necesita un cochero. Precisamente iba yo a decirle que no está bien que no vaya acompañada. Ya sabe usted qué malos son muchos negros ahora, sobre todo los que viven en Shantytwon. No es prudente para usted. Sólo hace dos días que estoy en Shontytwon, pero ya los he odio hablar de usted... Ayer, cuando esas sucias mujeres la insultaron, yo la reconocí, pero no pude correr detrás, porque iba muy de prisa. Pero al primero que le vuelva a decir algo le voy a arrancar la piel. ¿No me vio usted ayer a mí?
—No, no me di cuenta; pero te doy las gracias, Sam. Entonces, ¿quieres servirme de cochero?
—Gracias, señorita, pero prefiero ir a Tara.
El gran Sam bajó la cabeza y con la punta del dedo pulgar empezó a trazar signos misteriosos en el polvo de la carretera. Parecía hallarse molesto.
—¿Por qué no aceptas? Te daré buen jornal. Necesito que te quedes conmigo.
Sam levantó la cabeza y descubrió un rostro estúpido y negro, alterado por el miedo. Acercándose al coche murmuró:
—Señorita, necesito marcharme de Atlanta. Necesito irme a Tara para que no me busquen. He... matado a un hombre.
—¿A un negro?
—No, amita: a un blanco, a un soldado yanqui. Por eso me buscan y por eso he tenido que venirme a Shantytown.
—¿Y cómo ha ocurrido eso?
—Estaba algo bebido y dijo algo que no me gustaba y le eché las manos al cuello... No quería matarlo, pero tengo mucha fuerza en las manos y lo maté sin querer. Y tenía tanto miedo, que no sabía qué hacer. Entonces vine a esconderme aquí y ayer la vi y dije: «¡Bendito sea el Señor! ¡Es la señorita Scarlett! Ella se ocupará de mí y no dejará que los yanquis me encierren en la prisión. Ella me enviará a Tara».
—¿Dices que te buscan? ¿Saben que has sido tú el que ha matado al soldado?
—Sí señorita. Soy tan alto, que me es difícil pasar inadvertido. Creo que soy el negro más alto de Atlanta. Ayer tarde vinieron a buscarme, pero una muchacha negra me escondió en el bosque.
Scarlett permaneció un momento pensativa. Le tenía sin cuidado que Sam hubiera matado a un soldado yanqui, pero se lamentaba por no poder utilizarlo como cochero. Un mocetón como Sam era tan buen acompañante como Archie. Habría que enviarlo a Tara para ponerlo en seguridad. Era un negro demasiado precioso para dejarlo perder. Jamás había habido mejor capataz en Tara. A Scarlett ni le pasó por las mientes la idea de que ahora era libre. Le pertenecía siempre como Pork, Mamita, Peter, Cookie y Prissy. Continuaba «perteneciendo a la familia» y, a título de tal, tenía derecho a ser protegido.
—Esta noche te enviaré a Tara —decidió al fin Scarlett—. Ahora, escúchame, Sam. Aún me queda un trayecto que andar, pero volveré por aquí antes de que anochezca. Espérame. No digas a nadie adonde te vas, y, si tienes un sombrero, póntelo, para taparte la cara.
—No tengo sombrero.
—Entonces, toma esto y cómprate uno. Volverás a esperarme en este mismo sitio.
—Sí señorita.
Sam resplandecía de contento. Había encontrado a alguien que sabía aconsejarle.
Scarlett, meditabunda, reemprendió el camino. Seguramente a Will le encantaría el tetorno de Sam. Pork no entendía nada de las cosas del campo ni lo entendería nunca. Así, estando Sam en Tara, Pork podría venir a unirse con Dilcey en Atlanta, como se lo había prometido Scarlett, después de que murió su padre.
Cuando Scarlett llegó a la serrería empezaba ya a anochecer y se reprochó el encontrarse fuera de casa tan tarde. Johnnie Gallegher estaba en el umbral de la miserable cabana que servía de cocina al campamento. Cuatro de los cinco forzados que Scarlett había colocado en la serrería de Johnnie permanecían sentados sobre el tronco de un árbol, frente a la destartalada barraca en que se acostaban. Sus uniformes de presidiarios estaban sucios y manchados de sudor. Los grilletes que les encadenaban los tobillos sonaban al menor movimiento. Todos tenían el mismo aire sombrío y desesperado.
«¡Están muy delgados! —pensó Scarlett—. Parece como si se encontraran enfermos. Y eran unos buenos mozarrones cuando los contraté.» Ni la miraron siquiera cuando bajó del coche; pero Johnnie volvió la cabeza y, con su aire frío habitual, se descubrió sin precipitación.
—No me gusta el aspecto de esos hombres —declaró Scarlett, sin más preámbulo—. No tienen buen aspecto. ¿Dónde está el que falta?
—Enfermo —contestó Johnnie lacónicamente—. Está acostado.
—¿Qué es lo queitiene?
—Pereza, sobre Codo.
—Voy a verlo.
—No vaya usted. Debe estar completamente desnudo. Ya me ocuparé yo de él. Mañana por la mañana volverá ya al trabajo.
Scarlett vaciló. En aquel momento vio a uno de los forzados levantar penosamente la cabeza y dirigir a Johnnie una mirada de intenso odio antes de ponerse a contemplar el suelo otra vez.
—¿Ha pegado a alguno?
—Vamos a ver, señora Kennedy, ¿quién es el que dirige la serrería? Usted me la ha confiado y me ha encargado que vaya adelante, ¿no? ¿Acaso no lo hago un poquito mejor que Hugh Elsing?
—Sí; eso sí —repuso Scarlett, sin poder reprimir, no obstante, un estremecimiento.
Una atmósfera siniestra pesaba sobre aquel campamento de horrendas cabanas, como no pesaba en tiempo de Hugh Elsing. La impresión de soledad y de aislamiento dejaba helado a uno. Los forzados estaban tan desamparados, tan sometidos a la arbitrariedad de Johnnie Gallegher, que podía azotarlos todos los días a su gusto, darles el peor trato y hacer lo que quisiera de ellos sin que Scarlett se enterara. Los forzados se callarían para no ser castigados cuando ella volviera a marcharse.
—Los hombres están muy flacos. ¿Comen lo suficiente? ¡Me ¿parece que le doy bastante dinero para que los alimente! Deberían estar más rollizos. El mes pasado, sin ir más lejos, pagué cerca de treinta dólares de harina y carne de cerdo solamente. Vamos a ver, ¿qué van a cenar hoy?
Scarlett penetró en el interior de la cabana. Una mulata gorda, inclinada sobre un viejo hornillo herrumbroso, le hizo una reverencia al verla y se puso a revolver unos garbanzos que cocía en una cacerola. Scarlett sabía que Johnnie vivía con esa mujer, pero prefería hacer la vista gorda. Pudo darse perfecta cuenta de que, salvo los garbanzos y unos trochos minúsculos de pan de maíz, nada más había preparado.