En los días claros y soleados se les veía a los dos paseando por Peachtree Street, Rhett sujetando las riendas de su gran caballo negro para igualar su paso con el de la fuerte jaquita. Algunas veces pasaban a galope por los tranquilos senderos de la ciudad, espantando pollitos, y perros, y niños. Bonnie atizando a «Señor Butler» con su fusta, al aire los enderezados rizos, y Rhett refrenando su caballo con mano firme para que la niña pudiese creer que ganaba la carrera.
Cuando Rhett se hubo asegurado por completo de su aplomo, de la firmeza de sus manos y de la completa tranquilidad de la niña, decidió que había llegado el momento de enseñarle a dar los pequeños saltos que estaban al alcance de las cortas piernas de «Señor Butler». A este fin construyó una valla en la parte de atrás del jardín, y pagó a Wash —uno de los sobrinillos del tío Peter— veinticinco centavos diarios para que enseñase a «Señor Butler» a saltar. Empezó con una barra a dos pulgadas del suelo, y poco a poco la fue levantando hasta la altura de un pie.
Este arreglo no fue del agrado de ninguna de las tres partes que más interesadas estaban en ello: Wash, «Señor Butler» y Bonnie. Wash tenía miedo a los caballos, y sólo la principesca suma ofrecida le indujo a llevar a la terca jaquita sobre el obstáculo docenas de veces al día. «Señor Butler», que aguantaba con paciencia que su amita le tirase de la cola, y examinase sus herraduras continuamente, pensaba que el creador de las jacas no las destinaba a pasar su voluminoso cuerpo por encima de obstáculos; Bonnie no podía soportar que otra persona montase su jaca y rabiaba de impaciencia mientras «Señor Butler» tomaba lecciones.
Cuando por fin Rhett decidió que la jaca conocía su obligación lo suficientemente bien para confiarle a Bonnie, la nerviosidad y júbilo de la pequeña no tuvieron límites. Dio su primer salto brillantemente, y desde entonces el cabalgar por el campo al lado de su padre fue para ella una felicidad sin trabas. Scarlett no podía por menos de reírse al ver el entusiasmo del padre y de la hija. Sin embargo, pensó que, una vez pasada la novedad, Bonnie querría otras cosas y la vecindad tendría algún momento de tranquilidad. Pero aquel deporte no perdió su encanto. Se hizo un sendero desde el emparrado del extremo del jardín hasta la valla, y durante toda la mañana el patio resonaba con los gritos de excitación. El abuelo Merriwether, que había tomado parte en la incursión de 1849, decía que los alaridos eran iguales a los de los apaches después de una afortunada caza de cabelleras.
Pasada la primera semana, Bonnie pidió una valla más alta, una valla que se levantase pie y medio del suelo...
—Cuando tengas seis años —dijo Rhett—. Entonces serás bastante crecida para un salto más alto, y te compraré un caballo más grande. Las piernas de «Señor Butler» no son bastante largas.
—Sí lo son. He saltado los rosales de tía Melanie, que son enormes de altos.
—No; tienes que esperar —dijo Rhett, enérgico, por una vez en la vida; pero la energía fue cediendo ante las repetidas protestas y rabietas de Bonnie.
—¡Oh, muy bien! —dijo una mañana riendo; y levantó la barra blanca un poco más—. Si te caes, no chilles, ni me eches la culpa.
—¡Madre! —gritó Bonnie, volviéndose hacia la ventana de la alcoba de Scarlett—. ¡Madre, mírame! Papaíto dice que puedo.
Scarlett, que se estaba cepillando el pelo, se acercó a la ventana sonriendo a la figurilla tan alegre, tan absurda con el manchado traje azul.
«No tengo más remedio que encargarle otro traje —pensó—. Aunque sólo Dios sabe cómo me voy a arreglar para hacer que se quite el sucio.»
—Madre, mírame.
Al levantar Rhett a la niña y colocarla sobre la jaca, Scarlett sintió una oleada de orgullo contemplando su recta espalda y la altiva apostura de la cabecita.
—Eres una preciosidad.
—Y tú lo mismo —dijo Bonnie generosamente, y, clavando la espuela en los ijares de «Señor Butler», galopó por el sendero hacia el emparrado.
—Mamá, mira cómo salto éste —gritó, echándose sobre el cuello del animal.
«Mira cómo salto éste.»
El grito de la niña resonó en la memoria de Scarlett como si no fuera aquélla la primera vez que lo oía, con recuerdos de tiempos lejanos. Había algo trágico en aquellas palabras. ¿Cómo no conseguiría recordar? Miró a la pequeña tan ligera montada en la galopante jaquita y frunció el ceño, sintiendo que un escalofrío recorría su espalda. Bonnie llegaba a todo galope, con los negros rizos flotando sobre la espalda, con los azules ojos lanzando chispas.
«Son como los ojos de papá —pensó Scarlett—. Ojos azules, como los de los irlandeses. Es exacta a él en todo.»
Y, al pensar en Gerald, el recuerdo que hacía un momento no había conseguido atraer se presentó rápido, llegó a su corazón con la cegadora luz de un día de verano, inundando momentáneamente todo el campo de extraordinaria claridad. Podía escuchar una voz de acento irlandés, oír el golpeteo de los cascos del caballo, en aquel prado de Tara, y oír una voz animosa, tan parecida a la voz de su hija: «Ellen, mira cómo lo salto».
—¡No! —gritó— ¡no; para, Bonnie!
En el momento de inclinarse sobre la ventana se oyó un espantoso ruido de maderas, un terrible grito de Rhett, un revuelo de terciopelo azul y de cascos de caballo en tierra. Y «Señor Butler» se levantó y huyó con la silla vacía.
La tercera noche, después de la muerte de Bonnie, Mamita subía lentamente, con su paso pesado, las escaleras posteriores de casa de Melanie. Iba vestida de negro, desde los anchos zapatos de hombre, desatados para dejar más libertad a los dedos, hasta la negra cofia. Sus arrugados ojillos estaban inyectados en sangre y tenía los párpados rojos. Todo su aspecto denotaba dolor, escrito claramente en cada rasgo de su rudo rostro. Su cara arrugada, petrificada en la triste expresión de un mono viejo, estaba sin embargo, llena de resolución.
Dijo unas palabras a Dilcey, que inclinó la cabeza amablemente, como si en su antigua enemistad hubiese un mudo armisticio. Dilcey dejó las fuentes de la cena que llevaba en aquel momento y se dirigió al comedor cruzando la despensa. Al minuto Melanie estaba en la cocina con la servilleta en la mano y la ansiedad dibujada en el rostro.
—¿La señorita Scarlett no está...?
—La señorita Scarlett está sobrellevándolo como todos nosotros —dijo Mamita lentamente—. Pero no he venido a interrumpirle la comida, señorita Melanie. Puedo esperar para decirle a usted lo que tengo en la cabeza.
—La cena puede esperar también —repuso Melanie—. Dilcey, sigue sirviendo a los señores. Mamita, ven conmigo.
Mamita la siguió, contoneándose por el vestíbulo, donde Ashley estaba sentado a la cabecera de la mesa, con su pequeño Beau junto a él y los dos niños de Scarlett enfrente armando un gran repiqueteo con sus cucharas. Las voces alegres de Wade y de Ella llenaban la habitación. Era una diversión inesperada para eÚos el hacerle a tía Melanie una visita tan larga. ¡Tía Melanie era siempre tan buena y estos días parecía serlo más aún! La muerte de su hermanita los había afectado muy poco. Bonnie se había caído de su jaca, y mamá había llorado mucho, y tía Melanie se los había llevado a su casa a jugar en el jardín con Beau y a comer todos los pasteles que quisieran.
Melanie se dirigió al gabinetito que servía de biblioteca, cerró la puerta e indicó a Mamita que se sentase en el sofá.
—Iba a ir en seguida de cenar —dijo Melanie—. Ahora que la madre del capitán Butler ha llegado, me figuro que el entierro será mañana por la mañana. —Eso es —dijo Mamita—. Señorita Melanie, estamos en una gran aflicción, y yo he venido a buscar su ayuda. ¡Es un peso terrible, es un peso terrible!
—¿Le ha dado un ataque a la señorita Scarlett? —preguntó Melanie asustada—. Apenas la he visto desde que Bonnie... Se pasa el tiempo metida en su habitación, y el capitán Butler está fuera de casa, y...
De pronto las lágrimas empezaron a correr por las negras mejillas de Mamita. Melanie se sentó a su lado y le dio unas palmaditas en el brazo; y al cabo de un momento Mamita levantó el borde de su falda y se secó los ojos.
—Tiene usted que venir a ayudarnos, señorita Melanie. Yo he hecho lo que he podido; pero no sé hacer cosa que valga.
—La señorita Scarlett...
Mamita se enderezó.
—Señorita Melanie, usted conoce a la señorita Scarlett como la conozco yo. Lo que esa criatura tiene que soportar, el buen Dios le da fuerza para soportarlo. Esto le ha destrozado el corazón; pero lo soporta. Es por el señorito Rhett por quien he venido.
—Me hubiera gustado verlo, pero siempre que he ido estaba fuera, en la ciudad, o bien encerrado en su habitación con..., y Scarlett está como un fantasma y no quiere hablar palabra... Hable de prisa, Mamita. Ya sabe que yo la ayudaré si puedo.
Mamita se secó la nariz con el revés de la mano.
—He dicho que la señorita Scarlett puede soportar lo que el Señor le envía; y en este caso lo está soportando, pero el señorito Rhett... Señorita Melanie, nunca ha tenido nada que sufrir. No está acostumbrado. Es por él por quien he venido a verla.
—Pero...
—Señorita Melanie, venga usted a casa conmigo esta noche. —Había un tono de urgencia en la voz de Mamita—. Tal vez el señorito Rhett le haga caso a usted. Todo el mundo hace mucho caso de su opinión.
—Pero, Mamita, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre?
Mamita enderezó sus hombros.
—Señorita Melanie, el señorito Rhett debe..., debe de haber perdido la cabeza. No nos deja llevarnos a la pequeña.
—¿Perdido la cabeza? ¡Oh, Mamita, no!
—Yo no le digo ninguna mentira. Es tan verdad como hay Dios. No nos quiere dejar que enterremos a la niña. Me lo ha dicho a mí misma no hace ni una hora.
—Pero él no puede... No está...
—Por eso es por lo que he venido a decirle que ha perdido la cabeza. —Pero cómo...
—Señorita Melanie, voy a decírselo a usted todo. No debía decírselo a nadie, pero usted es de la familia, y es la única a quien se lo diría. Se lo voy a contar todo. Ya sabe usted lo entusiasmado que estaba con esta niña. Yo nunca había visto un hombre, ni blanco ni negro, tan entusiasmado con una niña. Pareció que se volvía de plomo cuando el doctor Meade dijo que se había partido la nuca. Cargó el fusil y corrió desolado a pegarle un tiro a la jaca. ¡Y por Dios que yo creí que se lo iba a pegar a sí mismo! Yo estaba con la señorita Scarlett, que se había desmayado, y todos los vecinos empezaban a llegar, y el señorito Rhett, que volvía, cogió en brazos a la niña, sin dejarme siquiera que le lavase la cara, que tenía manchada de tierra... Y, cuando la señorita Scarlett volvió en sí, pensé: «¡Gracias a Dios que ahora podrán consolarse uno a otro!».
De nuevo empezaron a correr las lágrimas por las mejillas de Mamita, que ni siquiera se molestó en secarlas.
—Pero cuando la señorita Scarlett volvió en sí, entró en la habitación donde él estaba sentado con la señorita Bonnie en los brazos y le dijo: «Dame mi hija, a la que tú has matado».
—¡Oh, no! No pudo decir eso.
—Sí señora. Eso fue lo que dijo. Dijo: «Tú la has matado». Y a mí me dio tanta pena del señorito Rhett, que me eché a llorar, porque parecía un perro a quien dan de latigazos, y dije: «Dele esa niña a su Mamita. No quiero que mi señorita pequeña tenga así la cara». Y cogí a la niña, la llevé a su cuarto y le lavé la cara. Y les estaba oyendo hablar, y me helaba la sangre oír lo que decían. La señorita Scarlett llamaba asesino al señorito por haber dejado a la niña dar aquel salto tan alto; y él decía que a la señorita Scarlett nunca le habían importado nada ni la señorita Bonnie ni ninguno de sus hijos...
—Calla, Mamita, no me digas más. No está bien que me cuentes eso —exclamó Melanie, aterrada por el cuadro que las palabras de Mamita evocaban.
—Ya lo sé. Y no llevo mala intención al decírselo. Pero mi corazón está rebosante y ya no sé ni lo que digo. Luego, el señorito Rhett cogió a la niña y la puso en la camita, en su habitación, Y cuando la señorita Scarlett dijo que tenía que estar en el salón, en el ataúd, creí que el señorito le iba a pegar. Y le dijo muy fríamente: «Se quedará en mi habitación». Y, volviéndose hacia mí: «Mamita, vigile para que se quede ahí hasta que yo vuelva». Después salió corriendo de la casa, montó a caballo y se marchó hasta el anochecer. Cuando volvió a casa vi que había estado bebiendo, y bebiendo mucho, pero que, como de costumbre, lo aguantaba bien. Entró corriendo en la casa, y ni siquiera habló con la señorita Scarlett, ni con la señorita Pitty, ni con las otras señoras que estaban de visita. Echó a correr escaleras arriba, se metió en su cuarto y empezó a llamarme a gritos. Cuando llegué todo lo de prisa que pude, lo encontré de pie en medio de la habitación, aunque apenas podía verlo porque las persianas estaban echadas. Me dijo muy enfadado: «¡Abra las persianas, que está esto muy oscuro!». Las abrí de par en par, y él me miró y... ¡Por Dios, señorita Melanie, se me doblaban las rodillas!, ¡es tan extraño!; y dijo entonces: «Traiga luces, traiga muchas luces. Y cuide de que ardan, y no eche cortinas ni persianas. ¿No sabe usted que la señorita Bonnie tiene miedo de la oscuridad?».
Los ojos de Melanie, agrandados por el terror, se encontraron con los de Mamita, y ésta bajó la cabeza asintiendo.
—Eso es lo que dijo: «La señorita Bonnie tiene miedo de la oscuridad».
Mamita se estremeció.
—Cuando le hube llevado una docena de luces, dijo: «Márchese». Cerró la puerta y se quedó con la señorita pequeña. Ya no abrió la puerta, ni siquiera cuando la señorita Scarlett fue a llamarle. Y de este modo ha pasado dos días. No dice una palabra del entierro. Por la mañana cierra la puerta con llave y se marcha a caballo a la ciudad. Vuelve borracho, al anochecer, y se encierra otra vez con llave. Y no come ni duerme nada. Ahora su mamá, la anciana señora Butler, ha venido de Charleston al entierro y la señorita Suellen y el señorito Will han venido de Tara. Pero el señorito Rhett no quiere hablar con ninguno de ellos. ¡Oh, señorita Melanie! Esto es espantoso. Y aún será peor, y la gente va a empezar a murmurar. Y luego, esta tarde... —Mamita hizo otra pausa y de nuevo se limpió la nariz con el dorso de la mano—. La señorita Scarlett consiguió alcanzarlo en el vestíbulo de arriba cuando llegó, y entró con él en el cuarto, y le dijo: «El entierro está dispuesto para mañana por la mañana». Y él dijo: «Hazlo, y te mato mañana».
—¡ Oh, tiene que haber perdido la cabeza!