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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (2 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—¿Creéis que pegará a Boyd?

Scarlett, como el resto del condado, no podía acostumbrarse a la manera como la menuda señora Tarleton trataba a sus hijos, ya crecidos, y les cruzaba la espalda con la fusta cuando el caso lo requería. Beatrice Tarleton era una mujer muy activa, que regentaba por sí misma no sólo una extensa plantación de algodón, un centenar de negros y ocho hijos, sino también la más importante hacienda de cría caballar del condado. Tenía mucho carácter y a menudo se incomodaba por las frecuentes trastadas de sus cuatro hijos; y, mientras a nadie le permitía pegar a un caballo, ella pensaba que una paliza de vez en cuando no podía hacer ningún daño a los muchachos.

—Claro que no le pegará. A Boyd no le pega nunca, primero porque es el mayor y luego por ser el más menudo de la carnada —dijo Stuart, que estaba orgulloso de su casi metro noventa—. Por eso le hemos dejado en casa, para que explique las cosas a mamá. ¡Dios mío, mamá no tendrá más remedio que pegarnos! Nosotros tenemos ya diecinueve años y Tom veintiuno, y nos trata como si tuviéramos seis.

—¿Montará tu madre el caballo nuevo para ir mañana a la barbacoa de los Wilkes?

—Eso quería, pero papá dice que es demasiado peligroso. Y, además, las chicas no quieren dejarla. Dicen que van a procurar que vaya a esa fiesta por lo menos en su coche, como una señora.

—Espero que no llueva mañana —dijo Scarlett—. No hay nada peor que una barbacoa que se convierte en un picnic bajo techado. —No, mañana hará un día espléndido y tan caluroso como si fuera de junio. Mira qué puesta de sol. No la he visto nunca tan rojiza. Siempre se puede predecir el tiempo por las puestas de sol.

Miraron a lo lejos hacia el rojo horizonte por encima de las interminables hectáreas de los recién arados campos de algodón de Gerald O'Hara. Ahora, al ponerse el sol entre oleadas carmesíes detrás de las colinas, más allá del río Flint, el calor de aquel día abrileño parecía expirar con balsámico escalofrío. La primavera había llegado pronto aquel año con sus furiosos chaparrones y con el repentino florecer de los melocotoneros y de los almendros que salpicaba de estrellas el oscuro pantano y las colinas lejanas. Ya la labranza estaba casi terminada, y el sangriendo resplandor del ocaso teñía los surcos recién abiertos en la roja arcilla de Georgia de tonalidades aún más bermejas. La húmeda tierra hambrienta que esperaba, arada, las simientes de algodón, mostraba tintes rosados, bermellón y esscarlata en los lomos de los arenosos surcos, y siena allí donde las sombras caían a lo largo de las zanjas. La encalada mansión de ladrillo parecía una isla asentada en un mar rojo chillón, un mar cuyo oleaje ondulante, creciente, se hubiera petrificado de pronto, cuando las rosadas crestas de sus ondas iban a romperse. Porque allí no había surcos rectos y largos, como los que pueden verse en los campos de arcilla amarillenta de la llana Georgia central o en la oscura y fértil tierra de las plantaciones costeras. El campo que se extendía en pendiente al pie de las colinas del norte de Georgia estaba arado en un millón de curvas para evitar que la rica tierra se deslizase en las profundidades del río.

Era una tierra de tonalidades rojas, color sangre después de las lluvias y color polvo de ladrillo en las sequías; la mejor tierra del mundo para el cultivo del algodón. Era un país agradable, de casas blancas, apacibles sembrados y perezosos ríos amarillos; pero una tierra de contrastes, con el sol más radiantemente deslumbrador y las más densas umbrías. Los claros de la plantación y los kilómetros de campos de algodón sonreían al sol cálido, sereno, complaciente. A sus lados se extendían los bosques vírgenes, oscuros y fríos aun en las tardes más sofocantes; misteriosos, un tanto siniestros, los rumorosos pinos parecían esperar con paciencia secular, para amenazar con suaves suspiros: «¡Cuidado! ¡Cuidado! Fuisteis nuestros en otro tiempo. Podemos arrebataros otra vez.»

A los oídos de las tres personas que estaban en el porche llegaba el ruido de los cascos de las caballerías, el tintineo de las cadenas de los arneses, las agudas y despreocupadas carcajadas de los negros, mientras braceros y muías regresaban de los campos. De dentro de la casa llegaba la suave voz de la madre de Scarlett, Ellen O'Hara, llamando a la negrita que llevaba el cestillo de sus llaves. La voz atiplada de la niña contestó: «Sí, señora», y se oyeron las pisadas que salían de la casa dirigiéndose por el camino de detrás hacia el ahumadero, donde Ellen repartiría la comida a los trabajadores que regresaban. Se oía el chocar de la porcelana y el tintineo de la plata anunciando que Pork, el mayordomo de Tara, ponía la mesa para la cena.

Al oír estos últimos sonidos, los gemelos se dieron cuenta de que era ya hora de regresar a casa. Pero tenían miedo de enfrentarse con su madre y remoloneaban en el porche de Tara, con la momentánea esperanza de que Scarlett los invitara a cenar.

—Oye, Scarlett. A propósito de mañana —dijo Brent—, el que hayamos estado fuera y no supiéramos nada de la barbacoa y del baile no es razón para que no nos hartemos de bailar mañana por la noche. No tendrás comprometidos todos los bailes, ¿verdad?

—¡Claro que sí! ¿Cómo iba yo a saber que estabais en casa? No podía exponerme a estar de plantón sólo por esperaros a vosotros. —¿Tú de plantón? Y los muchachos rieron a carcajadas.

—Mira, encanto. Vas a concedernos a mí el primer vals y a Stu el último, y cenarás con nosotros. Nos sentaremos en el rellano de la escalera, como hicimos en el último baile, y llevaremos a mamita Jincy para que te eche otra vez la buenaventura.

—No me gustan las buenaventuras de mamita Jincy. Ya sabes que me dijo que iba a casarme con un hombre de pelo y bigotazos negros; y no me gustan los hombres morenos.

—Te gustan con el pelo rojo, ¿verdad, encanto? —dijo Brent haciendo una mueca—. Bueno, anda; prométenos todos los valses y que cenarás con nosotros.

—Si lo prometes te diremos un secreto —dijo Stuart.

—¿Cuál? —exclamó Scarlett, curiosa como una chiquilla ante aquella palabra.

—¿Es lo que oímos ayer en Atlanta, Stu? Si es eso, ya sabes que prometimos no decirlo.

—Bueno, la señorita Pitty nos dijo...

—¿La señorita qué?

—Ya sabes; la prima de Ashley Wilkes, que vive en Atlanta. La señorita Pittypat Hamilton, la tía de Charles y de Melanie Hamilton.

—Sí, ya sé; y la vieja más tonta que he visto en toda mi vida.

—Bueno, pues cuando estábamos ayer en Atlanta, esperando el tren para venir a casa, llegó en su coche a la estación, se paró y estuvo hablando con nosotros; y nos dijo que mañana por la noche, en el baile de los Wilkes, iba a anunciarse oficialmente una boda.

—¡Ah! Ya estoy enterada —exclamó Scarlett con desilusión—. Charles Hamilton, el tonto de su sobrino, con Honey Wilkes. Todo el mundo sabe hace años que acabarán por casarse alguna vez, aunque él parece tomarlo con indiferencia.

—¿Le tienes por tonto? —preguntó Brent—. Pues las últimas Navidades bien dejabas que mosconeara a tu alrededor.

—No podía impedirlo —dijo Scarlett, encogiéndose de hombros con desdén—. Pero me resulta un moscón aburrido.

—Además, no es su boda la que se va a anunciar —dijo Stuart triunfante—. Es la de Ashley con Melanie, la hermana de Charles.

El rostro de Scarlett no se alteró, pero sus labios se pusieron pálidos como los de la persona que recibe, sin previo aviso, un golpe que la aturde, y que èn el primer momento del choque no se da cuenta de lo que le ha ocurrido. Tan tranquila era su expresión mientras miraba fijamente a Stuart, que éste, nada psicólogo, dio por supuesto que estaba simplemente sorprendida y muy interesada.

—La señorita Pitty nos dijo que no pensaban anunciarlo hasta el año que viene, porque Melanie no está muy bien de salud; pero que con estos rumores de guerra las dos familias creyeron preferible que se casaran pronto. Por eso lo harán público mañana por la noche, en el intermedio de la cena. Y ahora, Scarlett, ya te hemos dicho el secreto. Así que tienes que prometernos que cenarás con nosotros.

—Desde luego —dijo Scarlett como una autómata.

—¿Y todos los valses?

—Todos.

—¡Eres encantadora! Apuesto a que los demás chicos van a volverse locos de rabia.

—Déjalos que se vuelvan locos. ¡Qué le vamos a hacer! Mira, Scarlett, siéntate con nosotros en la barbacoa de la mañana.

—¿Cómo?

Stuart repitió la petición.

—Desde luego.

Los gemelos se miraron entusiasmados, pero algo sorprendidos. Aunque se consideraban los pretendientes preferidos de Scarlett, nunca hasta aquel momento habían logrado tan fácilmente testimonios de su preferencia. Por regla general les hacía pedir y suplicar, mientras los desesperaba negándoles un sí o un no; riendo si se ponían ceñudos, mostrando frialdad si se enfadaban. Y ahora les había prometido el día siguiente casi entero: sentarse a su lado en la barbacoa, todos los valses (¡y ya se las arreglarían ellos para que todas las piezas fueran valses!), y cenar con ellos en el intermedio. Sólo por esto valía la pena ser expulsados de la universidad.

Henchidos de renovado entusiasmo con su éxito, continuaron remoloneando, hablando de la barbacoa y del baile, de Ashley Wilkes y Melanie Hamilton, interrumpiéndose uno a otro, diciendo chistes y riéndoselos, y lanzando indirectas clarísimas para que los invitaran a cenar. Pasó algún tiempo antes de que notaran que Scarlett tenía muy poco que decir. Algo había cambiado en el ambiente, algo que los gemelos no sabían qué era. Pero la tarde había perdido su bella alegría. Scarlett parecía prestar poca atención a lo que ellos decían, aunque sus respuestas fuesen correctas. Notando algo que no podían comprender, extrañados y molestos por ello, los gemelos lucharon aún durante un rato y se levantaron por fin de mala gana consultando sus relojes.

El sol estaba bajo, sobre los campos recién arados, y recortaba al otro lado del río las negras siluetas de los bosques. Las golondrinas hogareñas cruzaban veloces a través del patio, y polluelos, patos y pavos se contoneaban, rezagándose de vuelta de los campos.

Stuart bramó: «Jeems!» Y, tras un intervalo, un negro alto y de su misma edad corrió jadeante alrededor de la casa y se dirigió hacia donde estaban trabados los caballos. Jeems era el criado personal de los gemelos y, lo mismo que los perros, los acompañaba a todas partes. Compañero de juegos de su infancia, había sido regalado a los gemelos cuando cumplieron los diez años. Al verle, los perros de los Tarleton se levantaron del rojo polvo y permanecieron a la expectativa, aguardando a sus amos. Los muchachos se inclinaron estrechando la mano de Scarlett, y le dijeron que por la mañana temprano la esperarían en casa de los Wilkes. Salieron en seguida a la carretera, montaron en sus caballos y, seguidos de Jeems, bajaron al galope la avenida de cedros, agitando los sombreros y gritándole adiós.

Cuando hubieron doblado el recodo del polvoriento camino que los ocultaba de Tara, Brent detuvo su caballo en un bosquecillo de espinos. Stuart se paró también, mientras el criado negro retrocedía, distanciándose de ellos unos pasos. Los caballos, al sentir las bridas flojas, alargaron el cuello para pacer la tierna hierba primaveral y los pacientes perros se tumbaron de nuevo en el suave polvo rojo, mirando con ansia las golondrinas que revoloteaban en la creciente oscuridad. El ancho e ingenuo rostro de Brent estaba perplejo y demostraba una leve contrariedad.

—Oye —dijo—. ¿No te parece que debía habernos convidado a cenar?

—Eso creo —respondió Stuart—, y estaba esperando que lo hiciese pero no lo ha hecho. ¿Qué te ha parecido?

—No me ha parecido nada, pero creo que debía habernos invitado. Después de todo es el primer día que estamos en casa, no nos había visto casi ni un minuto, y teníamos un verdadero montón de cosas que decirle.

—A mí me ha hecho el efecto de que estaba contentísima de vernos cuando llegamos.

—Y a mí también.

—Y de repente, al cabo de media hora, se ha quedado casi ensimismada, como si le doliera la cabeza.

—Yo me he dado cuenta, pero no me he preocupado de momento. ¿Qué crees que le dolería?

—No sé. ¿Habremos dicho algo que la disgustase?

Ambos pensaron durante un momento.

—No se me ocurre nada. Además, cuando Scarlett se enfada, todo el mundo se entera; no se domina como hacen otras chicas.

—Sí, precisamente eso es lo que me gusta de ella. No se molesta en aparentar frialdad y desapego cuando está enfadada, y dice lo que se le ocurre. Pero ha sido algo que hemos hecho o dicho lo que ha provocado su mudez y su aspecto de enferma. Yo juraría que le alegró vernos cuando llegamos y que tenía intención de convidarnos a cenar. ¿No habrá sido por nuestra expulsión?

—¡Qué diablos! No seas tonto. Se rió como si tal cosa cuando se lo dijimos. Y, además, Scarlett no concede a los libros más importancia que nosotros.

Brent se volvió en la silla y llamó al criado negro.

—Jeems!

—¿Señor?

—¿Has oído lo que hemos estado hablando con la señorita Scarlett?

—¡Por Dios, señorito Brent...! ¿Cómo puede usted creer? ¡Dios mío, estar espiando a las personas blancas!

—¡Espiando, por Dios! Vosotros, los negros, sabéis todo lo que ocurre. Vamos, mentiroso, te he visto con mis propios ojos rondar por la esquina del porche y esconderte detrás del jazminero del muro. Vaya, ¿nos has oído decir algo que pueda haber disgustado a la señorita Scarlett o herido sus sentimientos?

Así interrogado, Jeems no llevó más lejos su pretensión de no haber escuchado la charla, y frunció el oscuro ceño.

—No, señor; yo no me di cuenta de que dijeran ustedes nada que le disgustase. Me pareció que estaba muy contenta de verlos y que los había echado mucho de menos; gorjeaba alegre como un pájaro, hasta el momento en que empezaron ustedes a contarle lo de que el señorito Ashley y la señorita Melanie Hamilton se iban a casar. Entonces se quedó callada como un pájaro cuando va el halcón a echarse sobre él.

Los gemelos se miraron moviendo la cabeza, perplejos.

—Jeems tiene razón. Pero no veo el motivo —dijo Stuart—. ¡Dios mío! Ashley no le importa absolutamente nada, no es más que un amigo para ella. No está enamorada de él. En cambio, nosotros la tenemos loca.

Brent movió la cabeza asintiendo.

—¿Pero no crees —dijo— que quizá Ashley no le haya dicho a Scarlett que iba a anunciar su boda mañana por la noche y que Scarlett se ha disgustado por no habérselo comunicado a ella, una antigua amiga, antes que a nadie? Las muchachas dan mucha importancia a eso de ser las primeras en enterarse de semejantes cosas.

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