Scarlett se dejaba impresionar menos todavía que los demás por el mal genio y los gritos de su padre. Era la mayor de las hijas, y, ahora que Gerald sabía que ya no vendrían más hijos a sustituir los tres varones que yacían en el panteón de la familia, había tomado la costumbre de tratarla como a un camarada, cosa que a Scarlett le resultaba muy agradable. Se parecía a él más que sus hermanas, pues Carreen (por su nombre de pila Caroline Irene) era delicada y soñadora, y Suellen (bautizada con el de Susan Elinor) no pensaba más que en la elegancia de sus trajes y en la corrección de sus modales.
Además, Scarlett y su padre estaban ligados por una complicidad mutua. Si Gerald sorprendía a su hija saltando una cerca en lugar de andar unos metros para llegar al portillo, o sentada, demasiado tarde, en los escalones del porche con un admirador, la reñía con gran violencia, pero no iba con el cuento a Ellen ni a Mamita. Y cuando le sorprendía a él saltando obstáculos, después de la solemne promesa a su mujer, o cuando se enteraba, como ocurría siempre por las habladurías de la gente, de la suma exacta a que ascendían sus pérdidas en el póker, se abstenía a su vez de mencionar el hecho a la hora de la comida, como hacía con mucha naturalidad la astuta Suellen. Scarlett y su padre se habían convencido mutuamente de que hacer llegar cosas a oídos de Ellen servía tan sólo para disgustarla; y ellos deseaban ante todo evitarle disgustos.
Scarlett miró a su padre a la débil luz del anochecer, y sin saber por qué se sintió reconfortada con su presencia. Había en él algo vital y fuerte que la animaba. Como no era nada psicòloga con la gente no se daba cuenta de que esto era debido a que ella poseía también en cierto grado aquellas mismas cualidades, pese a los esfuerzos que, desde hacía dieciséis años, venían haciendo Ellen y Mamita para destruirlas.
—Ahora te encuentras muy presentable —dijo— y no creo que nadie pueda adivinar que has estado haciendo travesuras, a no ser que a ti mismo se te ocurra contarlo. Aunque me parece que después de haberte roto la rodilla saltando esta misma barrera el año pasado...
—Bueno, pero ¿tú crees que voy a consentir que una hija mía me sermonee por si salto o no salto? —protestó él, pellizcándole de nuevo la mejilla—. Supongo que se trata de mi propia cabeza, ¿no es así? Y además, señorita, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí sin tu chai?
Viendo que él estaba empleando subterfugios para conseguir zafarse de una conversación desagradable, Scarlett deslizó su brazo bajo el de su padre, y le dijo:
—Estaba esperándote. No sabía que volverías tan tarde. Tenía curiosidad por saber si habías comprado a Dilcey.
—Sí, la he comprado, y el precio me ha arruinado. Los compré a ella y a su diablillo, Prissy. John Wilkes quería dármelas casi regaladas, pero no quiero que nadie pueda decir que Gerald O'Hara se aprovecha de la amistad para un negocio. Le he hecho admitir tres mil por los dos.
—¡Por Dios santo, papá! ¡Tres mil! ¡No tenías ninguna necesidad de comprar a Prissy!
—¡Vaya, es bonito que mis hijas se atrevan a criticarme! —protestó Gerald, enfáticamente—. Prissy es un diablillo muy simpático, y además...
—La conozco. Es una criatura tonta —repuso Scarlett tranquilamente, sin asustarse por los gritos de su padre—. Y la única razón para comprarla ha sido que te lo suplicó Dilcey.
Gerald se quedó apabullado y molesto, como siempre que lo cogían en una buena acción, y Scarlett rió, sin disimulo, de su ingenuidad.
—Bueno. ¿Y qué, si he hecho eso? ¿De qué nos iba a servir haber comprado a Dilcey si se pasaba el día llorando por su niña? No vuelvo a permitir que ningún negro de la plantación se case con alguien de fuera; me sale demasiado caro. Anda, gatita, vamos a cenar.
Las sombras eran cada vez más densas. El último tono verdoso había desaparecido del cielo y un airecillo frío había sucedido a la agradable serenidad del atardecer. Pero Scarlett remoloneaba, cavilando en cómo llevar la conversación a Ashley sin que Gerald pudiera presumir el motivo. Resultaba difícil, ya que Scarlett no sabía fingir; y Gerald se le parecía tanto que nunca dejaba de descubrir sus débiles subterfugios lo mismo que ella descubría los de él. Y generalmente no tenía mucho tacto al hacerlo.
—¿Cómo andan los de Doce Robles?
—Como siempre. Allí estaba Cade Calvert, y, después de arreglar lo de Dilcey, nos instalamos todos en la galería y estuvimos tomando unos ponches. Cade acababa de llegar de Atlanta y dice que allí está todo trastornado y que nadie habla más que de la guerra y...
Scarlett suspiró. Si Gerald la emprendía con el tema de la guerra y de la Secesión, pasarían horas antes de que lo dejase. Le interrumpió hablando de otra cosa.
—¿Dijeron algo de la barbacoa de mañana?
—Ahora que me acuerdo, sí, dijeron algo. La señorita... ¿Cómo se llama aquella muchachita tan mona que estuvo aquí el año pasado? ¿Sabes? La prima de Ashley... ¡Ah, sí! Se llama Melanie Hamilton. Ella y su hermano Charles acaban de llegar de Atlanta y...
—¡Oh! ¿De modo que ha venido?
—Sí, y es un encanto de muchacha, tan modosa, sin hablar nunca de ella misma, como debe ser una mujer. No te quedes atrás, hija. Tu madre debe estar buscándonos.
Scarlett sintió oprimírsele el corazón al oír la noticia. Había esperado contra toda esperanza que algo retuviese a Melanie en Atlanta, donde vivía, y el saber que hasta su padre aprobaba su suave carácter, tan distinto del suyo, la dejó anonadada.
—¿Estaba allí también Ashley?
—Sí, estaba. —Gerald soltó el brazo de su hija y se volvió, mirándola inquisitivamente a la cara—. ¿De modo que por eso has salido a esperarme? ¿Por qué no lo dijiste de una vez, sin dar tantos rodeos?
A Scarlett no se le ocurrió nada que contestar y notó con disgusto que se ruborizaba.
—¡Vamos, habla!
Pero Scarlett permaneció callada; en aquel momento sintió no poder darle un buen meneo a su padre y obligarle a callar.
—Estaba allí y me preguntó por ti con más interés que sus hermanas, y dijo que esperaba que nada te impediría ir mañana a la barbacoa. Respondo de que nada te lo impedirá —afirmó Gerald con marcada intención—. Y ahora, hija mía, dime: ¿qué hay entre Ashley y tú?
—No hay nada —dijo ella, arrastrándole por el brazo—. Vamos, papá.
—Vaya, ahora eres tú la que tienes prisa —observó él—. Pero no me moveré de aquí hasta que consiga entenderte. Pensándolo bien..., ya te notaba yo algo raro últimamente. ¿Ha estado jugando contigo? ¿Se te ha declarado?
—No —replicó ella secamente.
—Ni se te declarará —dijo Gerald.
Scarlett se sintió furiosa en su interior, pero su padre la aplacó con un ademán.
—¡No se ponga usted así, señorita! John Wilkes me lo ha dicho esta noche en la más estricta intimidad: Ashley se va a casar con Melanie. Lo anunciarán mañana.
Scarlett dejó caer bruscamente la mano.
¡Así, pues, era cierto!
El dolor se le clavaba en el corazón tan brutalmente como los colmillos de un fiero animal. Como a través de una niebla, sintió que los ojos de su padre la observaban con una mirada entre compasiva y enojada, por tener que enfrentarse con un problema al que no encontraba solución. Quería mucho a Scarlett, pero le resultaba desagradable verse obligado a buscar solución a los pueriles problemas de la muchacha. Ellen sabía todas las soluciones. Que Scarlett le confiase a ella sus problemas.
—¡De modo que nos has estado poniendo a todos en evidencia! —gritó, elevando la voz como le ocurría siempre que se excitaba—. ¡Perseguir a un hombre que no te quiere, cuando podrías esclavizar a tu gusto a cualquier petimetre del condado!
La cólera y el amor propio herido se sobrepusieron al dolor.
—No le he perseguido. Es, sencillamente, que me has cogido de sorpresa.
—¡Mientes! —replicó Gerald. Pero, al observar su apenado rostro, añadió en un arranque de bondad—: Lo siento, hija mía. Después de todo no eres más que una niña, y hay otros muchos galanes en el mundo.
—Mamá tenía quince años cuando se casó contigo, y yo tengo ya dieciséis.
—Tu madre era distinta —repuso Gerald—. Nunca fue una atolondrada como tú. Ahora ven, hija mía, anímate, y te llevaré a Charleston la semana que viene, a ver a tu tía Eulalie, y con todo el jaleo que hay allí, con lo del Fort Sumter, antes de una semana te habrás olvidado de Ashley.
«Cree que soy una niña —pensó Scarlett, afligida y rabiosa sobre toda ponderación—, y sólo se le ocurre darme un nuevo juguete para que olvide mis descalabros.»
—Vamos, no me pongas esa cara —dijo, regañón, Gerald—. Si tuvieras algo de sentido común te hubieras casado con Stuart o Brent Tarleton hace tiempo. Piénsalo, hija mía. Cásate con uno de los gemelos, juntaremos las plantaciones y Jim Tarleton y yo os construiremos una hermosa casa, precisamente en el gran pinar donde se unen, y...
—¿Quieres dejar de tratarme como a una niña? ¡No quiero ir a Charleston, ni tener una casa, ni casarme con los gemelos! Sólo quiero... —Se contuvo, pero era demasiado tarde.
La voz de Gerald era tranquila, y habló despacio, como si extrajese sus palabras de un lugar de su memoria al que rara vez acudiese.
—Sólo quieres a Ashley y no lo vas a tener. Y si él quisiera casarse contigo, te daría mi consentimiento temblando, a pesar de la excelente amistad que me une con su padre. —Al notar la mirada de asombro de Scarlett, explicó—: Yo deseo que mi hija sea feliz; y tú no serías feliz con él.
—¡Oh, lo sería! ¡Lo sería!
—No, hija mía. Sólo las parejas afines pueden ser felices en el matrimonio.
Scarlett sintió un súbito deseo de gritar: «¡Pues vosotros habéis sido felices, y mamá y tú no os parecéis en nada!», pero se contuvo, comprendiendo que se ganaría un tirón de orejas por su impertinencia.
—Nuestra gente es distinta de los Wilkes —continuó pausado, articulando torpemente las palabras—. Los Wilkes son distintos de todos nuestros vecinos, distintos de las demás familias que he conocido. Son seres raros, y es mejor que se casen dentro de su propia familia y guarden sus rarezas para ellos.
—Pero, papá, Ashley no es...
—¡Punto en boca, gatita! No digo nada en contra de ese muchacho, pues le tengo afecto. Al llamarle raro, no quiero decir que esté loco. No es su rareza como la de los Calvert, que se juegan a un caballo todo lo que tienen, o la de los Tarleton, entre quienes hay siempre uno o dos borrachínes en cada generación, o la de los Fontaine, fogosos como animalitos y que son capaces de matar a un hombre por el menor capricho. Esa clase de rarezas son fáciles de comprender, sin duda, y si no fuese por misericordia divina, ¡Gerald O'Hara tendría todos esos defectos! Y tampoco quiero decir que Ashley se escapase con otra mujer, si te casaras con él, ni que te pegase. Serías más feliz si tal hiciese, pues por lo menos podrías comprenderle. Pero es un raro de otro estilo y no hay quien lo entienda. Me resulta simpático, pero no encuentro pies ni cabeza a la mayor parte de lo que dice. Y ahora, gatita, dime la verdad, ¿entiendes tú sus desatinos sobre libros, música, poesía y pintura y otras tonterías por el estilo? —¡Oh, papá! ¡Si me caso con él, ya haré que cambie todo eso! —exclamó Scarlett con impaciencia.
—¡Lo harás! ¿Lo cambias ahora? —dijo Gerald, impertinente, mirándola sagazmente—. Conoces muy poco a los hombres, Scarlett. No pienses en Ashley. No hay mujer que cambie a su marido en lo más mínimo: no lo olvides. Y en cuanto a cambiar un Wilkes... ¡Por Dios, hija mía! ¡Si toda esa familia es del mismo estilo, y lo ha sido siempre! Y, probablemente, siempre lo será. Te digo que han nacido raros. Tú fíjate cómo se largan a Nueva York para oír una ópera o ver una exposición de pintura. Y cómo encargan libros franceses y alemanes a los yanquis. Y se pasan las horas leyendo o soñando, sabe Dios qué, en lugar de pasarlas cazando o jugando al poker, como hacen las personas decentes.
—No hay nadie en el condado que monte como Ashley —dijo Scarlett, indignada por el estigma de afeminado que se arrojaba sobre él—. Nadie, excepto tal vez su padre. Y, en cuanto al poker, ¿no te ganó Ashley doscientos dólares en Jonesboro la semana pasada?
—Los chicos de Calvert han estado otra vez chismorreando —dijo Gerald, resignado—, pues de otro modo no sabrías la cantidad. Ashley puede montar a caballo con el mejor y jugar al poker con el mejor, ¡o sea, conmigo!, gatita. Y no te niego que si se pone a beber es capaz de dejar atrás a los mismos Tarleton. Puede hacer esas cosas, pero no pone corazón en ellas. Por eso digo que es un ser raro.
Scarlett, con el pecho oprimido, permaneció silenciosa. Sabía que Gerald tenía razón y no encontraba disculpa para su amado. Ashley no ponía nunca el corazón en ninguna de aquellas cosas tan agradables y que tan bien sabía hacer. No les dedicaba más que un interés cortés, en contraste con los demás, a quienes les interesaba vitalmente.
Interpretando certeramente su silencio, Gerald le acarició el brazo, y dijo triunfante:
—¡Scarlett! ¿Reconoces, entonces, que es verdad? ¿Qué ibas a hacer con un marido como Ashley? Todos los Wilkes son unos auténticos lunáticos.
Y luego, con acento mimoso, continuó:
—Aunque hace un momento mencioné a los Tarleton, no quiere esto decir que los ensalce. Son simpáticos muchachos, pero si prefieres a Cade Calvert, a mí lo mismo me da. Los Calvert son buena gente, todos ellos; aunque el viejo se haya casado con una yanqui. Y cuando yo desaparezca, ¡cállate, rica, y escúchame!, os dejaré Tara a ti y a Cade.
—¡No querría a Cade ni en bandeja de plata! —gritó Scarlett, exasperada—. Haz el favor de no decirle nada de mí. No quiero ni Tara ni ninguna otra antigua plantación. Las plantaciones no me importan nada cuando...
Iba a decir «cuando no tengo al hombre que quiero», pero Gerald, irritado por la desdeñosa actitud con que acogía su dadivosa oferta, lo que más quería en el mundo después de Ellen, exhaló un rugido:
—¿Eres capaz, tú, Scarlett O'Hara, de decirme a mí que esta tierra de Tara no te importa nada?
Scarlett movió la cabeza obstinadamente. Sentía demasiado dolorido su corazón para que la preocupase irritar a su padre.
—La tierra es la única cosa del mundo que tiene algún valor —murmuró él; haciendo con sus cortos y gruesos brazos amplios ademanes de indignación—, porque es la única que perdura. ¡No lo olvides! Es la única cosa que merece que trabajemos por ella, que luchemos por ella, que muramos por ella.