—He dicho a Pitty que deseo que usted me ayude en mi hospital —gritó la señora Merriwether, sonriendo—. ¡Así que no se comprometa con la señora Meade o Whiting!
—Me guardaré bien —respondió Scarlett, que ignoraba completamente lo que quería aquella señora, pero experimentaba una sensación agradable al verse bien acogida y saberse deseada—. Espero verla bien pronto.
El coche continuó su camino y se detuvo un momento para dejar que dos señoras que llevaban una cesta llena de vendas atravesaran la calle cenagosa poniendo los pies en algunas piedras que sobresalían. Al mismo tiempo, los ojos de Scarlett se fijaron en una figura que estaba en la acera, vestida con un traje vistoso, demasiado elegante para la calle, y con un chai de largos flecos que le llegaban a los pies. Al volverse la figura, Scarlett vio a una mujer alta y bella, con una masa de cabellos rojos, demasiado rojos para ser naturales. Era la primera vez que veía una mujer de la que podía estar segura que «había hecho algo a sus cabellos» y la observó descaradamente.
—Tío Peter, ¿quién es aquélla?
—No sé.
—Sí lo sabe, estoy segura. ¿Quién es?
—Se llama Bella Watling. —Y el labio inferior de Peter empezó a sobresalir.
Scarlett observó en seguida que Peter no había antepuesto al nombre el apelativo de «señora» o «señorita».
—¿Y quién es?
—Señora Scarlett —respondió el viejo gravemente, acariciando el lomo del caballo con la fusta—, la señorita Pitty no permitirá que usted pregunte cosas que no estén bien. En esta época hay en la ciudad muchas personas de las que es feo hablar.
«¡Dios mío! —pensó Scarlett, encerrándose en su silencio—. ¡Debe de ser una mujer mala!»
No había visto nunca una mujer de mal vivir y se volvió a mirarla hasta que se perdió entre la multitud. Ahora eran más amplios los espacios de terreno entre las tiendas y las nuevas construcciones. Finalmente, el barrio de los negocios terminó; todas las casas eran residencias particulares. Scarlett las reconocía como viejas amigas: la de Leyden, digna y soberbia; la de los Bonnell, con las columnas blancas y las persianas verdes; la casa georgiana de ladrillos rojos de la familia MacLure, detrás de sus setos de boj. Ahora caminaban más lentamente, porque desde las puertas y los jardines las señoras la llamaban. Conocía a algunas superficialmente; a otras las recordaba de modo vago; pero la mayor parte le eran desconocidas. Pittypat, ciertamente, había propagado la noticia de su llegada. A veces era necesario levantar al pequeño Wade, para que las señoras que se aventuraban a acercarse al coche atravesando el lodo hasta el montadero pudiesen admirarlo. Todas le decían a Scarlett que debía formar parte de su círculo de costura o punto, del comité de su hospital y de ningún otro, y ella prometía incansablemente a diestra y siniestra.
Cuando pasaban por delante de una casa de madera verde construida sin orden ni concierto, una negrita que estaba apostada en los escalones de acceso gritó: «¡Aquí está! ¡Ya llega!», y en seguida salieron el doctor Meade con su mujer y su hijo de trece años saludándola a voces. Scarlett recordó que también ellos habían ido a su casamiento. La señora se subió en el poyo para montar y alargó el cuello para ver al pequeño, pero el doctor, sin preocuparse del barro, avanzó hasta el coche. Era alto, con una perilla de color gris hierro; las ropas bailaban sobre su cuerpo delgado como si estuviesen suspendidas en una percha. Atlanta le consideraba la fuente de toda fuerza y sabiduría, y no era de extrañar que él mismo hubiese asimilado algo de esta creencia. Pero, aparte de su costumbre de pronunciar sentencias como si fuesen oráculos, y de su modo de obrar algo pomposo, era el hombre más afable del mundo.
Después de haber estrechado la mano de Scarlett y de haber pellizcado las mejillas de Wade, el doctor anunció que la tía Pittypat había prometido y jurado que su sobrina no iría a otro comité hospitalario y de preparación de vendas que al de la señora Meade.
—¡Dios mío, pero ya se lo he prometido a un millar de señoras! —exclamó la joven.
—¡Apuesto que a la señora Merriwether! —exclamó la señora Meade, indignada—. ¡Al diablo esa mujer! ¡Estoy segura de que va a la llegada de todos los trenes!
—Lo he prometido porque no sabía de qué se trataba —confesó Scarlett—. Ante todo, ¿qué son esos comités hospitalarios?
El doctor y la señora movieron la cabeza, un poco escandalizados de su ignorancia. —Naturalmente, ha estado siempre en el campo y allí no podía saber —la excusó la señora Meade—. Tenemos comités para los diferentes hospitales y en diversos días. Cuidamos a los hombres y ayudamos a los doctores, hacemos vendas y vestidos; cuando los hombres están en condiciones de dejar los hospitales, los acogemos en nuestras casas durante la convalecencia, hasta que estén dispuestos a volver a su regimiento. Nos ocupamos de las familias de los heridos pobres. El doctor Meade está en el hospital del Instituto donde trabaja mi comité; todos dicen que es extraordinario y...
—¡Basta, basta! —la interrumpió afectuosamente el doctor—. No te vanaglories de mí ante la gente. Hago lo poco que puedo, ya que no me has dejado alistarme en el Ejército.
—¡No he querido! —exclamó la mujer, indignada—. ¿Yo? Ha sido la ciudad que no ha querido, y lo sabes muy bien. Figúrese que, cuando se supo que quería ir a Virginia como médico militar, las señoras firmaron una petición rogándole que se quedase. La ciudad no puede hacer nada sin él.
—Vamos, vamos —se defendió el doctor, disfrutando evidentemente con aquellos elogios—. Por lo demás, tener un hijo en el frente es bastante en estos tiempos.
—¡Yo iré el año próximo! —exclamó el pequeño Phil, saltando excitado—. Como tambor. Estoy aprendiendo a tocarlo. ¿Quiere oírlo?
Voy por él.
—No, ahora no —ordenó la señora Meade, atrayéndolo hacia sí con una súbita expresión de pesar—. El año que viene no, tesoro. Dentro de dos años.
—¡Entonces la guerra habrá terminado! —exclamó el muchacho con petulancia, apartándose—. ¡Me lo has prometido!
Los ojos de los padres se encontraron por encima de su cabeza y Scarlett observó la mirada. Darcy Meade estaba en Virginia y ellos dedicaban todo su cariño al hijo que había quedado.
Tío Peter exclamó:
—La señorita Pitty está muy nerviosa y si no vuelvo en seguida de la estación, se desmayará.
—Hasta la vista. Esta tarde iré a verlas —añadió la señora—. Y dígale a Pitty de mi parte que si usted no viene a mi comité, todavía se encontrará peor.
El coche avanzó nuevamente por el camino enfangado y Scarlett se volvió a recostar en los cojines, sonriendo. Se sentía bien, como no se había encontrado desde hacía varios meses. Atlanta con su gentío, su animación y su corriente de excitación era más agradable, más divertida y mucho más simpática que la solitaria plantación cerca de Charleston, donde sólo los bramidos de los caimanes rompían el silenció nocturno; mejor que el mismo Charleston, soñador con sus jardines defendidos por altos muros; mejor que Savannah, con sus amplias calles bordeadas de palmeras enanas y el río que corría a su lado. Sí; y en principio mejor que Tara, aunque Tara fuese un lugar tan querido.
Había algo excitante en aquella ciudad de calles estrechas y enfangadas; algo tosco y sin madurar que recordaba la tosquedad y la falta de madurez que había bajo el fino barniz que Ellen y Mamita habían dado a Scarlett. Al momento, sintió que aquél era un lugar hecho para ella, no las viejas ciudades serenas y tranquilas a las que el río perezoso y amarillo no daba vitalidad alguna.
Las viviendas quedaban ahora cada vez más espaciadas. Asomándose hacia fuera, Scarlett vio finalmente los ladrillos rojos y el techo de pizarra de la villa de Pittypat. Era una de las últimas casas al norte de la ciudad. Después de ésta, la calle Peachtree iba estrechándose y girando tortuosamente bajo altos árboles, hasta perderse de vista en los espesos bosques silenciosos. La valla de madera había sido pintada recientemente de blanco y el jardincito que rodeaba estaba salpicado de amarillo por los últimos junquillos de la estación. En la escalinata había dos mujeres vestidas de negro; detrás de ellas otra, gruesa y amarillenta, con las manos debajo del mandil y la boca abierta en una larga sonrisa. La obesa Pittypat se balanceaba impaciente sobre sus pies pequeñitos, y con una mano en el pecho se oprimía el corazón, que le latía fuertemente. Scarlett vio a Melanie, que estaba a su lado, y con una sensación de antipatía se dio cuenta de que el único defecto de Atlanta consistía en esa personilla vestida de negro, con sus rebeldes rizos negros estirados hacia atrás con dignidad de mujer casada, que ahora le dirigía una gentil sonrisa de bienvenida en su carita triangular.
Cuando un habitante del Sur se tomaba la molestia de llenar un baúl y afrontar un viaje de treinta kilómetros para ir a hacer una visita, ésta no duraba nunca menos de un mes. Los meridionales eran visitantes entusiastas, así como anfitriones generosos, y no era único el caso de parientes que iban a pasar las fiestas de Navidad y se quedaban hasta julio. También, cuando los recién casados hacían sus giras de visita durante la luna de miel, terminaban por detenerse en esta o aquella casa de su agrado y allí permanecían hasta el nacimiento del segundo hijo. Con frecuencia, viejas tías o tíos que acudían a la comida dominical se quedaban allí para ser sepultados en el cementerio del lugar algunos años después. Los visitantes no representaban un problema, porque las casas eran grandes, la servidumbre numerosa y dar de comer a una boca más no tenía importancia allí donde había que alimentar a tantas personas. Gentes de todas las edades y sexos se juntaban en visita, esposos en viaje de bodas, madres jóvenes con su hijito, convalecientes, personas que habían perdido un pariente próximo, muchachas que los padres querían alejar de un matrimonio poco aconsejable, jóvenes casaderas que no habían encontrado novio y que se esperaba pudiesen combinar un buen matrimonio aconsejadas por los parientes de otra ciudad. Los visitantes añadían movimiento y variedad a la monótona vida meridional y eran siempre bien acogidos. Scarlett había llegado a Atlanta sin tener idea del tiempo que había de permanecer allí. Si su estancia resultaba aburrida, como en Charleston y en Savannah, pasado un mes volvería a su casa. Si por el contrario era agradable, nada le impedía permanecer durante un período indefinido. Pero, apenas llegada, tía Pitty y Melanie iniciaron una campaña para inducirla a establecerse permanentemente con ellas. Recurrieron a todos los argumentos posibles. Deseaban tenerla cerca porque la querían bien. Estaban solas y sentían miedo durante la noche en una casa tan grande, y ella era valiente y les daría también ánimo a ellas. Era tan simpática, que las alegraba en sus dolores. Ahora que Charles había muerto, su sitio y el del niño estaba en el mismo hogar donde él había pasado su infancia. Por lo demás, la mitad de la casa le pertenecía, según el testamento de Charles. Y, por último, la Confederación tenía necesidad de manos para coser, hacer calceta, preparar vendas y curar heridos.
El tío de Charles, Henry Hamilton, que hacía vida de soltero y que habitaba en el hotel Atlanta, cerca de la estación, le habló también seriamente en este sentido. El tío Henry era un anciano irascible, pequeño y panzudo, con la cara colorada y los cabellos plateados, absolutamente falto de paciencia para con las timideces y desmayos de las mujeres. Por esta última razón, casi no se hablaba con su hermana. Desde la infancia fueron absolutamente opuestos en caracteres y más tarde estuvieron también en desacuerdo por la forma en que ella había educado a Charles: «¡Hacer una mujercilla del hijo de un soldado!» Un día la injurió de tal modo que desde entonces Pittypat no hablaba de él sino con timoratos susurros y con tales reticencias que un extraño hubiera podido suponer que el honrado abogado era nada menos que un asesino. La ofensa se verificó un día en que la señorita Pittypat quiso coger quinientos dólares de su patrimonio para invertirlos en una mina de oro inexistente. Tanto se indignó Henry que dijo que su hermana tenía menos sentido común que una pulga, y lo que es peor aún: que el estar más de cinco minutos a su lado le ponía nervioso. Desde aquel día, ella no le veía más que oficialmente una vez al mes, cuando tío Peter la conducía a su oficina para recibir su asignación mensual. Después de estas breves visitas, Pittypat se metía en la cama para el resto del día, que transcurría entre lágrimas y con sales olorosas. Melanie y Charles, que estaban en inmejorables relaciones con su tío, le habían ofrecido muchas veces librarla de esta incumbencia, pero Pittypat había rehusado siempre, apretando con terquedad su boca infantil. Henry era su cruz y tenía que llevarla. Charles y Melanie concluyeron de esto que aquella excitación ocasional le producía un profundo placer, ya que era la única diversión de su vida solitaria.
Scarlett agradó en seguida al tío Henry porque, como él mismo declaró, a pesar de sus estúpidas afectaciones tenía algún rasgo de buen sentido. Él era el administrador, no sólo de la propiedad de Pittypat y de Melanie sino también de la que Charles dejó a Scarlett. Para ésta fue una agradable sorpresa saber que era una mujercita en buena posición, porque Charles le dejó no sólo la mitad de la casa ocupada por la tía Pittypat, sino también terrenos de cultivo y propiedades en la ciudad. Las tiendas y los almacenes que estaban a lo largo de la línea férrea, en las proximidades de la estación, habían triplicado su valor desde el comienzo de la guerra. Al ponerla al corriente de sus propiedades, el tío Henry le planteó la necesidad que tenía de permanecer en Atlanta.
—Wade Hampton será un jovencito rico. Dado el desarrollo de la ciudad, sus propiedades aumentarán diez veces su valor en veinte años y es justo que el pequeño sea educado donde están sus propiedades, a fin de que aprenda a ocuparse de ellas y seguramente de las de Pittypat y Melanie. Será el único hombre que lleve el apellido Hamilton, ya que yo no soy eterno.
En cuanto al tío Peter, éste no puso en duda que Scarlett se quedaría. Le era inconcebible que el hijo de Charles creciese en un lugar donde él, tío Peter, no pudiese vigilar su educación. A todas esas argumentaciones, Scarlett sonreía pero no decía nada, no queriendo comprometerse antes de saber si le agradaría la vida de Atlanta y la convivencia con los parientes adquiridos. Sabía también que era necesario convencer a Gerald y a Ellen. Por otra parte, ahora que estaba lejos de Tara, sentía una gran nostalgia; nostalgia de los campos rojos, de las verdes plantas de algodón y de los crepúsculos silenciosos. Por primera vez comprendió vagamente lo que había querido decir Gerald cuando afirmó que también ella llevaba en la sangre el amor a la tierra. Respondía siempre evasivamente a las preguntas relativas al tiempo que pensaba permanecer y se acomodó fácilmente, casi sin darse cuenta, a la vida en la casa de ladrillos rojos, en la tranquila extremidad de la calle Peachtree.