A los dieciséis años, gracias a Mamita y a Ellen, Scarlett parecía dulce, encantadora y vivaracha; pero era, en realidad, caprichosa, presumida y terca. Tenía las pasiones fácilmente excitables de su padre irlandés, y nada, excepto una tenue capa exterior, del carácter desinteresado e indulgente de su madre. Ellen no se dio jamás completamente cuenta de que era sólo una capa, pues Scarlett le ponía siempre su mejor cara a su madre, ocultando sus travesuras, refrenando su temperamento y mostrándose en presencia de Ellen lo más suave que podía, porque su madre sabía, con una sola mirada de reproche, hacerla llorar. Pero Mamita no se hacía ilusiones sobre ella, y estaba constantemente alerta a las grietas de aquella capa. Los ojos de Mamita eran más agudos que los de Ellen, y Scarlett no recordaba nunca haberla podido engañar por mucho tiempo.
No es que estas dos guías afectuosas deplorasen la alegría, la vivacidad y la fascinación y el hechizo de Scarlett. Éstos eran rasgos de los que las mujeres del Sur se enorgullecían. Era el carácter terco e impetuoso de Gerald lo que las preocupaba en ella, y a veces temían que no pudieran ocultarse sus cualidades nocivas antes de que hiciese un buen matrimonio.
Pero Scarlett se proponía casarse, y casarse con Ashley, y le interesaba aparecer recatada, dócil y frivola, si es que éstas eran las cualidades que atraían a los hombres. No sabía por qué les gustaban a los hombres. Sólo sabía que tales métodos eran los que tenían éxito. Nunca le interesó tanto aquello como para intentar buscar la razón que lo motivaba, porque ignoraba el interior de los seres humanos y, por tanto, el suyo propio. Sabía únicamente que si ella decía «esto es así», los hombres invariablemente respondían «así es». Era como una fórmula matemática y sin mayor dificultad, porque las matemáticas habían sido la única materia que le pareció fácil a Scarlett en su época de colegiala.
Si conocía poco la idiosincrasia masculina, conocía aún menos la femenina, pues las mujeres le interesaban poco. No había tenido jamás una amiga ni sentido su necesidad. Para ella, todas las mujeres, incluso sus dos hermanas, eran enemigas naturales que perseguían la misma presa: el hombre.
Todas las mujeres, excepto una: su madre.
Ellen O'Hara era diferente, y Scarlett la consideraba como algo sagrado, aparte del resto del género humano. De niña, confundía a su madre con la Virgen María, y ahora que era mayor no veía motivo para cambiar de opinión. Para ella, Ellen representaba esa completa seguridad que sólo el Cielo o una madre pueden dar. Sabía que su madre era la personificación de la justicia, de la verdad, de la ternura afectuosa y del profundo saber: una gran señora.
Scarlett deseaba vivamente ser como su madre. La única dificultad era que, siendo justa y sincera, tierna y desinteresada, una se perdía la mayor parte de los goces de la vida y, sin duda, muchos cortejadores. Y la vida era demasiado breve para renunciar a tantas cosas agradables. Algún día, cuando se hubiese casado con Ashley y fuese vieja, algún día, cuando tuviese tiempo, trataría de ser como Ellen. Pero hasta entonces...
Aquella noche, durante la cena, Scarlett cumplió su misión de presidir la mesa en ausencia de su madre; pero su pensamiento estaba trastornado por la tremenda noticia que había oído acerca de Ashley y Melanie. Sentía un desesperado deseo de que su madre volviera de casa de los Slattery, porque sin ella se sentía perdida y sola. ¿Qué derecho tenían los Slattery, con sus eternas enfermedades, a sacar a Ellen de su casa, cuando Scarlett la necesitaba más?
Durante la triste comida, la voz ruidosa de Gerald continuó ensordeciéndola hasta el punto de hacérsele insoportable. Él había olvidado por completo su conversación de aquella tarde y continuaba una especie de monólogo sobre las últimas noticias de Fort Sumter, acompañándolo de puñetazos en la mesa y agitando los brazos en el aire.
Gerald tenía la costumbre de dominar la conversación a las horas de comer, y Scarlett, generalmente preocupada con sus propios pensamientos, apenas le oía; pero aquella noche podía oírle menos aún, ya que sólo estaba atenta al ruido del coche que anunciase la vuelta de Ellen. Cierto que no pensaba decir a su madre lo que tanto le pesaba en el corazón, porque a Ellen le disgustaría y apenaría el saber que una hija suya quería a unhombre comprometido con otra muchacha. Pero, en lo más recóndito de la primera tragedia de su vida, ansiaba el gran consuelo de la presencia de su madre. Sentíase siempre segura cuando Ellen estaba a su lado, pues no había nada, por doloroso que fuese, que Ellen no pudiese mejorar sólo con su presencia.
Se levantó repentinamente de la silla al oír rechinar ruedas en la avenida; pero volvió a sentarse cuando el ruido se perdió en el corral de detrás de la casa. No podía ser Ellen, porque ella se habría apeado frente a la escalinata. En la oscuridad del corral, se oyó un excitado vocerío de negros y una estridente risotada. Mirando por la ventana, Scarlett vio a Pork, que había salido de la estancia un momento antes, sosteniendo en alto un candelabro encendido, mientras que de un carro descendían varias figuras que no conseguía distinguir. Las risas y las palabras sonaron más fuertes en el aire de la noche; eran voces agradables, rústicas y descuidadas, guturalmente suaves y musicalmente agudas.
Los pies se fueron arrastrando hasta la escalera posterior, y cruzaron el pasadizo que conducía a la casa principal, deteniéndose en el vestíbulo, justamente a la puerta del comedor. Hubo una breve pausa de cuchicheos, y luego Pork entró sin su habitual dignidad, girando los ojos alegres y resplandeciendo sus blancos dientes.
—Señor Gerald —anunció entrecortadamente, con el orgullo de un novio en su rostro radiante—. Su nueva mujer ha llegado.
—¿Mi nueva mujer? Yo no he comprado ninguna mujer —declaró Gerald, fingiendo gran seriedad.
—¡Ya lo creo, señor Gerald, ya lo creo! Y ahora está ahí fuera, esperando hablar con usted —contestó Pork, con una risita y frotándose las manos con excitación.
—Bueno, que pase la novia —dijo Gerald.
Y Pork, volviéndose, hizo señas de que entrase a su mujer, recién llegada de la plantación de los Wilkes para formar parte de la servidumbre de Tara. Entró, y, detrás de ella, casi oculta en su voluminosa falda de indiana, iba una niña de doce años, incrustada entre las piernas de su madre.
Dilcey era alta y se mantenía derecha. Podía tener cualquier edad entre los treinta y los sesenta años, tan terso era su inmóvil rostro. La sangre india revelábase en sus facciones, dominando las características negras. El color rojo de su piel, su frente alta y estrecha, los pómulos salientes y la nariz aguileña, cuya punta se aplastaba sobre unos gruesos labios de negra, mostraban la mezcla de las dos razas. Manteníase serena y andaba con una dignidad que superaba incluso a la de Mamita, porque ésta la había adquirido y Dilcey la llevaba en su sangre. Cuando hablaba, su voz no era tan estridente como la de la mayor parte de los negros, y escogía las palabras con más cuidado.
—Buenas noches, señoritas, señor Gerald. Siento mucho molestarlos, pero quería venir a darles las gracias por haberme comprado a mí y a mi niña. Muchos señores han querido comprarme, pero no querían comprar también a mi Prissy, y por eso, sobre todo, quiero darle las gracias. Me portaré lo mejor que pueda, para demostrarles que no lo olvido.
—¡Ejem, ejem! —tosió Gerald, aclarándose la garganta y sintiéndose apurado al ser sorprendido en un acto de bondad.
Dilcey se volvió a Scarlett, y algo como una sonrisa arrugó las comisuras de sus ojos.
—Señorita Scarlett, Pork me ha dicho que usted le había pedido a su papá que me comprase. Y por eso le voy a dar a usted mi Prissy, para que sea su doncella.
Se volvió e hizo adelantarse a la chiquilla. Era una criaturita morena, de piernas delgaduchas como las de un pajarito, y con una profusión de trencitas cuidadosamente arrolladas en tiesos bigudíes sobre su cabeza. Tenía unos ojos agudos e inteligentes que se fijaban en todo y una expresión estudiadamente estúpida en la cara.
—Gracias, Dilcey —replicó Scarlett—; pero me temo que Mamita tenga algo que objetar. Ha sido doncella mía desde que nací.
—Mamita se va haciendo vieja —dijo Dilcey con una calma que habría desesperado a Mamita—. Es una buena niñera, pero usted es ahora una señorita y necesita una buena doncella, y mi Prissy lo ha sido de la señorita India, hace ahora un año. Sabe coser y peina bien.
Animada por su madre, Prissy saludó con una rápida reverencia y sonrió a Scarlett, que no pudo por menos de devolverle la sonrisa. «Es lista la chiquilla», pensó; y dijo en alta voz:
—Gracias, Dilcey; ya veremos qué se hace cuando Mamita vuelva a casa.
—Gracias, señorita; les deseo buenas noches —dijo Dilcey; y, volviéndose, salió de la habitación con su niña, mientras Pork permanecía plantado en la estancia.
Levantada la mesa, Gerald reanudó su discurso, aunque con escasa satisfacción para él y para cuantos componían su auditorio. Sus estruendosas predicciones de guerra inmediata y sus declamatorias preguntas sobre si el Sur toleraría nuevos insultos de los yanquis, obtuvieron sólo débiles y aburridos «sí, papá» y «no, papá». Carreen, sentada en una banqueta bajo la gran lámpara, estaba embebida en la novela de una muchacha que había tomado el velo después de la muerte de su galán, y, con lágrimas silenciosas resbalando de sus ojos, se imaginaba, complacida, a sí misma con blanca toca. Suellen, bordando junto a lo que ella alegremente llamaba la «arqueta de su ajuar», pensaba si le sería posible separar a Stuart Tarleton de su hermana en la barbacoa del día siguiente, y en fascinarle con las dulces cualidades femeninas que ella poseía y Scarlett no.
Y Scarlett sentíase agitada, pensando en Ashley.
¿Cómo podía papá seguir hablando de Fort Sumter y de los yanquis, sabiendo que ella tenía el corazón destrozado? Como sucede a los jóvenes, la admiraba que la gente pudiese ser tan egoísta y olvidadiza de su dolor y que el mundo siguiese girando a pesar de su angustia.
Parecíale que su cabeza había sido trastornada por un ciclón y encontraba extraño que el comedor, donde se hallaban, siguiera
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plácido, tan igual a como estaba siempre. La pesada mesa de caoba y los demás muebles, la vajilla de plata maciza, las alfombras de vivos colores sobre el brillante pavimento, todo estaba en su sitio, como si nada hubiese ocurrido. Era una estancia apacible y cómoda; generalmente, agradábanle a Scarlett las horas tranquilas que la familia pasaba allí, después de la cena; pero esta noche la odiaba, y de no haber temido las preguntas ruidosas de su padre, se hubiera deslizado por el vestíbulo oscuro hacia el gabinetito de su madre para desahogar su pena sobre el viejo sofá.
Aquél era el cuarto que Scarlett prefería de toda la casa. Allí se sentaba Ellen, por las mañanas, ante la gran escribanía, para llevar las cuentas de la plantación y escuchar los informes de Jonnas Wilkerson, el capataz. Allí también holgazaneaba la familia mientras la pluma de ave de Ellen garrapateaba en los libros: Gerald en la vieja mecedora y las muchachas sobre los mullidos cojines del sofá, demasiado usados para adornar las habitaciones principales.
Scarlett no deseaba ahora más que estar allí, a solas con Ellen, para descansar su cabeza en el regazo de su madre y llorar en paz. ¿Es que no iba a volver a casa Ellen?
Entonces crujieron ruedas sobre el enarenado camino y llegó al comedor el suave murmullo de la voz de Ellen despidiendo al cochero. Todo el grupo levantó la cabeza ansiosamente, y ella entró ligera, balanceando su miriñaque, con el rostro cansado y triste. Con ella penetró la tenue fragancia a verbena y limón que parecía desprenderse siempre de los pliegues de su vestidos, una fragancia que iba unida en la mente de Scarlett a la imagen de su madre. Mamita la seguía a corta distancia, con la bolsa de cuero en la mano, el labio inferior saliente y la frente baja. Mamita iba refunfuñando para sí, a medida que avanzaba, cuidando de que sus observaciones fuesen tan quedas que no se entendieran, aunque lo bastante fuertes para revelar su absoluta desaprobación. —Siento llegar tan tarde —dijo Ellen, quitándose de los hombros el chai de lana, dándoselo a Scarlett y acariciando sus mejillas.
El rostro de Gerald se iluminó como hechizado al entrar ella.
—¿Ha sido bautizado el mocoso? —preguntó.
—Sí, y ha muerto, la pobre criatura —dijo Ellen—. Temí que Emmie le siguiese, pero creo que vivirá.
Las caras de las muchachas se volvieron a ella, asustadas e interrogantes, mientras Gerald movía la cabeza filosóficamente.
—Bueno, mejor es que haya muerto el niño; pues, sin duda, el pobre huérfano...
—Es tarde. Mejor será que recemos ahora —interrumpió Ellen tan suavemente, que, si Scarlett no hubiese conocido tan bien a su madre, la interrupción habría pasado inadvertida.
Hubiera sido interesante saber quién era el padre del niño de Emmie Slattery, pero Scarlett comprendió que no sabría nunca la verdad si esperaba oírla de labios de su madre. Scarlett sospechaba de Jonnas Wilkerson, porque le había visto pasear frecuentemente por la carretera con Emmie, al anochecer. Jonnas era yanqui y soltero, y el hecho de ser capataz le impedía todo contacto con la vida social del condado. No había familia de alguna posición en la que hubiese podido entrar como marido, ni personas con las que pudiera relacionarse, excepto los Slattery u otra gentuza así. Como tenía una educación superior a la de los Slattery, era natural que no quisiera casarse con Emmie, aunque pasease con ella frecuentemente al caer la tarde.
Scarlett suspiró, pues su curiosidad era vivísima. Ante los ojos de su madre ocurrían siempre cosas a las que prestaba tan poca atención que era como si no hubieran sucedido. Ellen ignoraba todo lo que era contrario a sus ideas de corrección y trataba de inculcar los mismos principios a Scarlett, aunque con poco éxito.
Ellen se acercó a la repisa de la chimenea para coger su rosario de la cajita con incrustaciones en que lo guardaba siempre, cuando Mamita habló con firmeza:
—Señora Ellen, debe usted cenar algo antes de rezar.
—Gracias, Mamita; pero no tengo ganas.
—Iré yo misma a pedir algo y comerá usted —dijo Mamita con la frente arrugada por la indignación.
Y cruzó el vestíbulo hacia la cocina.
—¡Pork! —llamó—. Di a la cocinera que avive la lumbre. Ha vuelto la señora.