—Gerald, debes despedir a Jonnas Wilkerson.
Gerald exclamó:
—¿Dónde voy a encontrar otro mayordomo que no me engañe ni me robe en cuanto yo vuelva la espalda?
—Hay que despedirlo inmediatamente, mañana temprano. Big Sam es un buen hombre y puede ocupar ese puesto hasta que encuentres otro mayordomo.
—¡Ah, ah! —replicó Gerald—. Ya caigo. De modo que Jonnas es el padre...
—Es preciso despedirlo.
«¿Conque es el padre del chiquillo de Emmy Slattery? —pensó Scarlett—. ¡Bah! ¿Qué se podía esperar de un yanqui y de la hija de unos blancos pobretones?»
Después de una pausa discreta, esperó a que Gerald terminase de murmurar y entonces llamó a la puerta y entregó el vestido a su madre.
Mientras Scarlett se desnudaba, y hasta que apagó la vela, decidió su plan para el día siguiente hasta en sus últimos detalles. Era facilísimo, porque, con la simplicidad de espíritu que había heredado de Gerald, sus ojos estaban fijos en la meta y pensaba sólo en el medio más directo de alcanzarla.
Ante todo, sería «orgullosa», como había ordenado Gerald. Desde el momento de su llegada a la fiesta de Doce Robles, se mostraría más alegre y más ingeniosa que nunca. Nadie sospecharía que estaba apenada por la boda de Ashley con Melanie. Y coquetearía con todos. Esto atormentaría a Ashley y le atraería a ella. No desperdiciaría a ninguno de los solteros, desde Frank Kennedy el del rubio bigote, que era el pretendiente de Suellen, hasta el tranquilo y tímido Charles Hamilton, hermano de Melanie. Rondarían a su alrededor como abejas en torno a una colmena. Y, seguramente, Ashley dejaría a Melanie para unirse al enjambre de sus admiradores. Entonces, ella maniobraría para quedarse sola con él, aunque fuese sólo un minuto, alejados de la gente. Esperaba que todo saliese bien, pues de otra manera resultaría muy difícil. Si Ashley no daba el primer paso, lo daría ella.
Cuando estuviesen finalmente solos, tendría él aún ante sus ojos el cuadro de los otros hombres revoloteando alrededor de Scarlett, se daría cuenta de que todos la deseaban y la mirada triste y desesperada reaparecía en sus ojos. Entonces ella le haría nuevamente feliz dejándole descubrir que, entre tantos enamorados, le prefería a todos los hombres del mundo. Después de haber admitido esto, modesta y dulcemente, le daría a entender otras cosas. Comportándose, claro es, en todo momento correctamente, como una señorita. Cierto que no tenía la intención de decirle de pronto que le amaba, eso no. Pero era éste un detalle que no la preocupaba. En otras ocasiones había pasado por situaciones parecidas y podría hacerlo una vez más.
Ya en la cama, envuelta en la luz de la luna que la bañaba por completo, se imaginó toda la escena. Veía la expresión de sorpresa y de felicidad que iluminaría el rostro de Ashley en el momento en que comprendiese que ella le amaba, y oía las palabras que le diría al pedirle que fuera su mujer.
Naturalmente, ella le respondería que no podía pensar en casarse con un hombre comprometido con otra, pero él insistiría y, finalmente, ella se dejaría persuadir. Entonces decidirían ir a Jonesboro aquella misma tarde y...
¡Oh! ¡La noche siguiente, a aquella misma hora, sería la señora de Ashley Wilkes!
Sentada en la cama y abrazándose las rodillas, feliz, por un momento fue la señora Wilkes... ¡La esposa de Ashley Wilkes! De repente sintió frío en el corazón. ¿Y si las cosas no sucediesen así? ¿Y si Ashley no le propusiera que se fugase con él? Resuelta, desechó aquel pensamiento.
«No quiero pensar en eso —se dijo con firmeza—. Si lo hago, yo misma desbarataré mi plan. No hay razón para que las cosas no sucedan como deseo... si Ashley me ama. ¡Y yo sé que me ama!»
Levantó la cabeza, y sus ojos, de largas y negras pestañas, brillaron bajo la pálida luz de la luna. Ellen no le había dicho nunca que desear y conseguir eran dos cosas distintas. La vida no le había enseñado que correr no siempre significa alcanzar. Permaneció bajo la luz plateada forjando los proyectos que una chica de dieciséis años puede hacer cuando la vida ha sido siempre para ella tan agradable que una derrota parece imposible, y un vestido bonito y un bello rostro son armas para vencer al destino.
Eran las diez de la mañana de un templado día de abril y el dorado sol entraba a torrentes en la habitación de Scarlett a través de las cortinas azules del balcón. Las paredes color crema relucían y los muebles de caoba brillaban con un rojo de vino, mientras el pavimento resplandecía como si fuese de cristal en los sitios donde las alfombras no lo cubrían con sus deslumbrantes y alegres colores.
El verano se sentía ya en el aire, el primer anuncio del verano en Georgia, cuando la primavera cede el paso a un calor intenso. Una perfumada tibieza penetraba en la habitación, cargada de suaves fragancias de flores y de tierra recién arada. Por la abierta ventana, Scarlett veía la doble hilera de narcisos a lo largo de la avenida enarenada y la masa de oro de los jazmines amarillos, que acariciaban el terreno con sus ramas floridas como amplias crinolinas.
Los mirlos y las urracas, en eterno litigio por la posesión del feudo, representado por el magnolio que había bajo su balcón, chillaban sin descanso; las urracas, ásperas y estridentes, los mirlos, dulces y quejumbrosos. Generalmente, aquellas mañanas tan espléndidas atraían a Scarlett al balcón para respirar a pleno pulmón los perfumes de Tara. Hoy no prestaba atención al sol ni al cielo azul, sino a este solo pensamiento: «Gracias a Dios, no llueve.»
Sobre la cama estaba el vestido de baile verde manzana, de seda, con sus festones de encaje crema, cuidadosamente doblado en una gran caja de cartón. Estaba listo para ser llevado a Doce Robles, donde se lo pondría cuando empezase el baile; pero Scarlett, al verlo, se encogió de hombros. Si su plan salía bien, no se lo pondría por la noche. Mucho antes de que empezara el baile, ella y Ashley estarían camino de Jonesboro para casarse.
Ahora, el problema más importante era otro: ¿qué vestido debía ponerse para la barbacoa? ¿Qué vestido le sentaría mejor y la haría más irresistible a los ojos de Ashley? Hasta las ocho, no había hecho más que probarse vestidos y desecharlos, y ahora, acongojada y molesta, estaba delante del espejo con sus largos calzones de encaje, su cubrecorsé de lino y sus tres enaguas de batista y encaje. A su alrededor, los vestidos rechazados yacían por el suelo, sobre la cama y las sillas, formando alegres mezclas de colores, de cintas y lazos.
Aquel vestido de organdí rosa, con el largo lazo color fresa, le estaba bien; pero lo había llevado ya el verano pasado, cuando Melanie fue a Doce Robles; y, seguramente, ésta lo recordaría. Y era capaz de decirlo. Aquél de fina lana negra, de mangas anchas y cuello principesco de encaje, sentaba admirablemente a su blanca piel, pero la hacía quizás aparecer un poco mayor. Scarlett examinó ansiosamente en el espejo su rostro juvenil, casi como si temiera descubrir en él arrugas o una papada. No quería parecer mayor ni menos lozana que la dulce y juvenil Melanie. Aquel otro de muselina listada era bonito con sus amplias incrustaciones de tul, pero no se adaptó nunca a su tipo. Sentaría bien al delicado perfil de Carreen y a su ingenua expresión; pero Scarlett sabía que, a ella, aquel vestido le daba un aire de colegiala. Y no quería aparecer demasiado infantil junto a la tranquila seguridad de Melanie. El de tafetán verde a cuadros, todo de volantes, adornado con un cinturón de terciopelo verde, le gustaba mucho y era, realmente, su vestido favorito porque daba a sus ojos un oscuro reflejo esmeralda; pero desgraciadamente tenía en la parte delantera una inconfundible mancha de grasa. Hubiera podido disimularla con un broche, pero Melanie tenía muy buena vista. Quedaban otros vestidos de algodón. Y, además, los vestidos de baile y el verde que había llevado el día anterior. Pero éste era un vestido de tarde, inadecuado para una barbacoa, pues tenía cortas manguitas abullonadas y un escote demasiado exagerado. Tendría, sin embargo, que ponerse aquél. Después de todo no se avergonzaba de su cuello, de sus brazos y de su pecho, aunque no era correcto exhibirlos por la mañana. Mirándose en el espejo y girando para verse de perfil, se dijo que en su figura no había nada de que pudiera avergonzarse. Su cuello era corto pero bien formado, sus brazos redondos y seductores; su seno, levantado por el corsé, era verdaderamente hermoso. Nunca había tenido necesidad de coser nada en el forro de sus corsés, como otras muchachas de dieciséis años, para dar a su figura las deseadas curvas. Le satisfacía haber heredado las blancas manos y los piececitos de Ellen, y hubiera querido tener también su estatura. Sin embargo, su altura no le desagradaba. «¡Qué lástima no poder enseñar las piernas!», pensó, levantándose la falda y observándolas, tan bien formadas bajo los pantalones de encajes. ¡Tenía las piernas tan bonitas! En cuanto a su talle, no había en Fayetteville, en Jonesboro, ni en los tres condados quien pudiera vanagloriarse de tenerlo más esbelto.
La idea de su talle la llevó a cosas más prácticas; el vestido de muselina verde tenía cuarenta centímetros de cintura y Mamita le había arreglado el corsé para el vestido de lana negro, que era tres centímetros más ancho. Era necesario, pues, que Mamita lo estrechase un poco. Abrió la puerta y oyó el pesado paso de Mamita en el vestíbulo. La llamó, impaciente, sabiendo que Mamita podía alzar la voz con impunidad ya que Ellen estaba en la despensa repartiendo la comida.
—¿Cree que yo puedo volar? —gruñó Mamita subiendo las escaleras. Entró resoplando como quien espera la batalla y está dispuesto a afrontarla. En sus grandes manos negras llevaba una bandeja sobre la cual humeaban dos grandes batatas cubiertas de manteca, un plato de bizcochos empapados en miel y una gran tajada de jamón que nadaba en salsa. Viendo lo que llevaba Mamita, la expresión de Scarlett cambió, pasando de la irritación a la beligerancia. En la excitada busca de vestidos había olvidado la férrea dictadura de Mamita, que, antes de que fuesen a cualquier fiesta, atiborraba de tal modo a las señoritas O'Hara que se quedaban demasiado hartas para comer nada fuera de casa.
—Es inútil. No como. Puedes llevártelo a la cocina.
Mamita colocó la bandeja sobre la mesa y se plantó con los brazos en jarras.
—Sí, señorita, ¡comerá usted! Me acuerdo muy bien de lo que pasó en la última merienda, cuando no pude traerle la comida antes de marcharse. Tiene usted que comer por lo menos un poco de esto.
—No lo como. Te he llamado para que me ciñas más el corsé, porque es tarde. He oído el coche, que está ya delante de casa.
El tono de Mamita se hizo más suave:
—Ande, señorita Scarlett, sea buena, coma un poquito. La señorita Carreen y la señorita Suellen se lo han comido todo.
—¡Se comprende! —exclamó Scarlett con desprecio—. ¡Tienen el cerebro de un conejo! Pero yo no quiero comer. Me acuerdo aún de aquella vez que lo comí todo antes de ir a casa de los Calvert, y sacaron a la mesa helados hechos con hielo comprado en Savannah, y no pude tomar más que una cucharada. Hoy quiero divertirme y comer cuanto me plazca.
Ante aquel desprecio, la frente de Mamita se arrugó de indignación. Lo que podía hacer una señorita y lo que no podía hacer estaba muy claro en la mente de Mamita. Suellen y Carreen eran pasta blanda en sus manos vigorosas, pero sostenía siempre discusiones con Scarlett, cuyos naturales impulsos no correspondían a los de una señorita. La victoria de Mamita sobre Scarlett estaba a medio ganar.
—Si a usted no le importa lo que diga la gente, a mí sí me importa —repuso Mamita—. Y yo no voy a soportar que luego la gente empiece a murmurar que come demasiado y que en casa le hacen pasar hambre. Usted sabe que se conoce a la mujer que es una señora porque come como un pajarito.
—Pues mamá es una señora y también come —rebatió Scarlett.
—Cuando usted esté casada, podrá comer también fuera —afirmó Mamita—. Cuando la señora Ellen tenía su edad, no comía nunca fuera de casa, ni su tía Pauline, ni su tía Eulalie. Y todas están casadas. Las señoritas que comen mucho delante de la gente no encuentran marido.
—No lo creo. En aquella merienda, cuando tú estabas mala y no comí antes de salir, Ashley Wilkes me dijo que le agradaba ver a una muchacha con buen apetito.
Mamita movió la cabeza, amenazadora.
—Lo que lo señores dicen y lo que piensan son cosas muy diferentes, y no sé que el señor Ashley le haya pedido a usted que se case con él.
Scarlett frunció las cejas e iba a responder ásperamente; pero se contuvo. Viendo la expresión de su cara, Mamita recogió la bandeja y, con la astucia de su raza, cambió de táctica. Se dirigió a la puerta suspirando:
—Está bien. La cocinera me dijo cuando estaba preparando la bandeja: «Llévatelo, pero la señorita no comerá», y yo le contesté: «No he visto nunca a una señora blanca comer menos que la señorita Melanie Hamilton la última vez que fue a ver al señor Ashley..., quiero decir a ver a la señorita India Wilkes.»
Scarlett le lanzó una mirada suspicaz, pero la ancha cara de Mamita tenía sólo una expresión de inocencia y de queja porque Scarlett no fuese como Melanie Hamilton.
—Pon ahí esa bandeja y ven a ajustarme más el corsé —ordenó la joven, irritada—. Trataré de comer un poquito, después; si como ahora, no me lo podrás apretar bastante.
Disimulando su triunfo, Mamita dejó la bandeja. —¿Cuál va a ponerse, mi ovejita?
—Este —respondió Scarlett, indicando el suave vestido de muselina verde con flores. Inmediatamente, Mamita reanudó su dictadura. —Éste no; no es de mañana. Usted no puede lucir el escote antes de las tres de la tarde y este vestido no tiene cuello ni mangas. Se llenará usted de pecas como cuando nació, y yo no quiero que vuelva usted a ponerse pecosa, después de toda la crema que le untamos durante el invierno para quitarle las que cogió en Savannah sobre la espalda. Ahora hablaré de esto con su mamá.
—Si le dices a mamá una palabra antes de que esté vestida, no probaré ni un bocado —respondió Scarlett fríamente—. Mamá no tendrá tiempo de hacerme cambiar de traje cuando ya esté vestida.
Mamita suspiró
con
resignación, sintiéndose derrotada. Puesta a elegir entre dos males, era preferible que Scarlett llevase en la barbacoa un vestido de tarde a que dejase de comer como un cebón. —Téngase usted firme, retenga el aliento —ordenó. Scarlett obedeció, cogiéndose a uno de los postes de la cama. Mamita tiró del cordón vigorosamente, y cuando las ballenas se cerraron aún más, rodeando la delgada circunferencia de la cintura, una expresión de orgullo afectuoso apareció en sus ojos.