—No es que quiera cambiar de tema, señora... —interrumpió Gerald, que había observado la mirada de asombro de Carreen y la ávida curiosidad que se pintaba en el rostro de Suellen, y temía que al volver a casa pudiesen hacer a Ellen preguntas embarazosas, que revelarían lo mal que él cuidaba de sus hijas. Notó, complacido, que su gatita parecía pensar en otra cosa, como correspondía a una señorita. Hetty vino en su ayuda.
—¡Por Dios, mamá, vamonos! —exclamó, impaciente—. Hace un sol que quema y siento que me están saliendo ya pecas en el cuello.
—Un momento, señora, antes de que se marche. ¿Qué ha decidido usted hacer sobre la venta de caballos que nos pidieron para la Milicia? La guerra puede estallar cualquier día y los muchachos quieren que el asunto se arregle. Es un escuadrón del condado de Clayton y queremos para ellos caballos también de Clayton. Pero usted, criatura obstinada, se niega a vender sus mejores bestias.
—Quizá no haya guerra —contemporizó la señora Tarleton, ya alejado por completo su pensamiento de las raras costumbres matrimoniales de los Wilkes.
—¡Pero señora, usted no puede...!
—Mamá —interrumpió nuevamente Hetty—, ¿no podéis, tú y el señor O'Hara, hablar de eso cuando estemos en Doce Robles?
—Es muy justo, señorita Hetty —dijo Gerald—; no los entretendré más que un minuto. Dentro de poco estaremos en Doce Robles, y todos, viejos y jóvenes, queremos saber lo que va a pasar con los caballos. ¡Se me parte el corazón viendo a una señora tan fina y preciosa como su mamá, tan avara de sus bestias! ¿Dónde está su patriotismo, señora Tarleton? ¿La Confederación no representa nada para usted?
—¡Mamá! —gritó la pequeña Betsy—. ¡Randa se ha sentado sobre mi vestido y me lo está arrugando todo!
—Bueno, empújala para que se levante y chitón. En cuanto a usted, Gerald O'Hara, escúcheme. —Y sus ojos se abrieron—. ¡No me eche en cara la Confederación! Significa mucho más para mí que para usted, máxime cuando tengo cuatro chicos en el escuadrón, mientras que usted no tiene ninguno. Pero mis hijos pueden cuidarse ellos mismos y mis caballos no. Daría de buena gana los caballos, y hasta gratis, si supiese que iban a montarlos muchachos que conozco, caballeros acostumbrados a los pura sangre. No, no dudaría ni un minuto. ¡Pero dejar mis tesoros a merced de gañanes y de blancos pobres acostumbrados a montar en mulo! ¡No señor! He tenido pesadillas pensando si los ensillarían y si los cuidarían como es debido. ¿Cree usted que voy a dejar que bárbaros ignorantes monten mis tesoros, ensangrentándoles la boca y pegándoles hasta rendirlos? ¡Se me pone la carne de gallina nada más que de pensarlo! No, señor O'Hara. Es usted muy galante pidiéndome mis caballos, pero es mejor que se vaya a Atlanta a comprar rocines viejos.
—¡Mamá, vamos, por favor! —exclamó Camilla, uniéndose al coro impaciente—. Sabes muy bien que acabarás cediendo tus tesoros. Cuando papá y los chicos te digan que la Confederación los necesita, te pondrás a llorar y se los darás.
La señora Tarleton sonrió, encogiéndose de hombros.
—No haré tal cosa —dijo, tocando los caballos con la punta del látigo. El coche arrancó velozmente.
—Es una excelente mujer —dijo Gerald, quitándose el sombrero y poniéndose al lado de su coche—. Arrea, Toby. Los encontraremos allí y seguiremos hablando de caballos. Naturalmente, tiene razón. Tiene razón. Si un hombre no es un caballero, no tiene nada que hacer sobre un caballo. Su puesto está en la infantería. Pero es lástima que no haya en el condado los suficientes hijos de plantadores para formar un escuadrón completo. ¿Qué dices, gatita?
—Papá, por favor, anda delante o detrás de nosotras. Levantas tal cantidad de polvo que nos ahogamos —dijo Scarlett, sintiendo que no podría soportar la conversación mucho tiempo. La distraía de sus pensamientos; y estaba deseando arreglar éstos lo mismo que su rostro, en forma agradable, antes de llegar a Doce Robles. Gerald, obediente, espoleó su caballo y se alejó entre una nube rojiza detrás del carruaje de los Tarleton, donde podría continuar su conversación caballar.
Cruzaron el río y el coche subió la colina. Antes de distinguir la casa, Scarlett vio una nube de humo que se cernía perezosamente por encima de los altos árboles y husmeó los sabrosos olores mezclados de los troncos encendidos de nogal y de los cochinillos y corderos asados.
Los hoyos para la barbacoa, que ardían lentamente desde la madrugada, serían ahora largas zanjas de rescoldo aurirrojo sobre las cuales giraban las carnes en los asadores y la grasa goteante chisporroteaba al caer en las brasas. Scarlett sabía que aquel olor, transportado por la leve brisa, provenía de la explanada de grandes robles que había detrás de la amplia casa. John Wilkes organizaba allí siempre sus barbacoas, sobre la suave ladera que conducía al jardín lleno de rosas; un lugar sombreado y mucho más agradable, por ejemplo, que el que utilizaban los Calvert. A la señora Calvert no le gustaban los cochinillos asados, y decía que el olor se mantenía dentro de la casa durante algunos días; y, por eso, sus invitados se reunían siempre en un sitio llano y sin sombra, a casi medio kilómetro df la casa. Pero John Wilkes sabía realmente organizar una barbacoa.
Las largas mesas colocadas sobre caballetes, cubiertas con los más finos manteles que poseían los Wilkes, estaban situadas donde la sombra era más densa, rodeadas de bancos sin respaldo; sillas, banquillos y cojines de la casa estaban esparcidos en los claros para los que no quisieran sentarse en los bancos. A una distancia suficiente para evitar que el humo llegase hasta los invitados, estaban las largas zanjas en que se asaban las carnes y las enormes ollas de hierro de las que salían los suculentos olores de las salsas y de los estofados. El señor Wilkes disponía siempre de una docena de negros, por lo menos, que corrían de un lado para otro con las fuentes, sirviendo a los invitados. Más allá, detrás de los graneros, había otros hoyos donde se asaban las carnes para los criados de la casa, los cocheros y los sirvientes de los invitados, que celebraban allí su propio festín a base de tortas, ñames y despojos (aquellos platos de tripas de cerdo tan entrañablemente apreciados por los negros) y, cuando era la época, de sandías suficientes para hartarlos.
Cuando el olor del cerdo fresco asado llegó hasta ella, Scarlett lo aspiró con gesto de estimación, esperando tener un poco de apetito cuando fuese hora de comerlo. En aquel momento se sentía tan llena y tan encorsetada que temía eructar de un momento a otro. Hubiera sido fatal, porque sólo los hombres y las mujeres muy viejas podían hacerlo sin temor a la reprobación social.
Se acercaban a la cumbre, y la blanca casa desplegó ante ella su perfecta simetría; las grandes columnas, las amplias galerías, la techumbre plana, bella como una mujer hermosa tan segura de su rostro que puede ser gentil y generosa con todos. A Scarlett le gustaba Doce Robles más aún que Tara, porque tenía una belleza majestuosa y una dulce dignidad que, con toda seguridad, la casa de Gerald no poseía.
El ancho y curvo camino de acceso estaba lleno de caballos ensillados, de coches y de invitados que se apeaban y saludaban en alta voz a los amigos. Negros gesticulantes, excitados como siempre en las fiestas, conducían a los animales bajo techado para quitarles las sillas y los arreos. Gritería de chiquillos, blancos y negros, que corrían y retozaban por el prado, de un verde fresco, jugando a la rayuela y al «tócame tú», y que se regocijaban pensando que iban a comer hasta no poder más. El amplio vestíbulo, que iba de la parte delantera de la casa hasta la posterior, bullía de invitados y, cuando el coche de los O'Hara se detuvo ante el pórtico, Scarlett vio a las muchachas con sus miriñaques abigarrados, como mariposas, subiendo y bajando las escaleras hasta el segundo piso, enlazadas por el talle, recostándose sobre la frágil barandilla, riendo y llamando a los muchachos que se hallaban al fondo del vestíbulo.
A través de los balcones abiertos, veía a las señoras mayores sentadas en el saloncillo, vestidas de seda oscura, que se abanicaban hablando unas con otras de los niños, de las enfermedades, de los que se habían casado, del cómo y del porqué de todo. Tom, el mayordomo de los Wilkes, se afanaba por los salones con una gran bandeja de plata en las manos, inclinándose y sonriendo al ofrecer grandes vasos a los jóvenes de pantalones grises y finas camisas con chorreras.
La soleada galería delantera estaba llena de invitados. Sí, pensó Scarlett; allí estaba todo el condado. Los cuatro chicos Tarleton con su padre, apoyados en las altas columnas; los gemelos Stuart y Brent, uno junto al otro, inseparables como de costumbre; Boyd y Tom al lado de su padre, James Tarleton. El señor Calvert estaba junto a su esposa, una yanqui, quien, aun después de quince años de estancia en Georgia, no parecía nunca estar a gusto en ninguna parte. Todos eran muy amables y corteses con ella porque la compadecían, pero nadie podía olvidar que había agravado su error inicial de nacimiento siendo aya de los hijos de Calvert.
Los dos muchachos Calvert, Raiford y Cade, estaban con su hermana Cathleen, una espectacular rubita, embromando al moreno Joe Fontaine y a Sally Munroe, su linda novia. Alex y Tony Fontaine susurraban algo al oído de Dimity Munroe, haciéndola morir de risa. Había familias que venían de Lovejoy, a dieciséis kilómetros de distancia, de Fayetteville y de Jonesboro, y unos cuantos hasta de Atlanta y de Macón. La casa estaba abarrotada de gente, y el incesante murmullo de conversaciones, de risas sonoras y sofocadas, de gritos femeninos y de exclamaciones, subía y bajaba de tono sin cesar.
En los escalones del pórtico estaba rígidamente erguido John Wilkes, con sus cabellos plateados, irradiando una tranquila simpatía. Su hospitalidad era tan cálida y constante como el sol veraniego de Georgia. A su lado estaba Honey
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Wilkes (así llamada porque se dirigía indistintamente, con esa expresión afectuosa, a todo el mundo, incluidos los braceros de su padre), que se movía inquieta y saludaba con una risita forzada a los invitados que llegaban.
El nervioso y evidente deseo de Honey de mostrarse atractiva con todos los hombres contrastaba vivamente con la actitud de su padre, y Scarlett pensó que, después de todo, había quizás algo de verdad en lo que decía la señora Tarleton. Ciertamente, los Wilkes varones tenían cierto aire de familia. Las largas pestañas color de oro oscuro que sombreaban los ojos grises de John Wilkes y de Ashley eran, por el contrario, escasas e incoloras en los rostros de Honey y de su hermana India.
Honey tenía la inexpresiva mirada de un conejo; India sólo podía ser descrita con la palabra «insignificante».
A India no se la veía por allí, pero Scarlett pensó que, probablemente, estaría en la cocina dando las últimas instrucciones a los criados. «¡Pobre India! —se dijo—; ha tenido siempre tanto que hacer en la casa desde que murió su madre, que no se le ha presentado nunca ocasión de atraer a ningún pretendiente, excepto a Stuart Tarleton; y realmente no es mía la culpa si le parezco más bonita que ella.»
John Wilkes bajó los escalones para ofrecer el brazo a Scarlett. Al apearse del coche, vio ella que Suellen sonreía afectuosamente y comprendió que debía andar por allí Frank Kennedy.
«¡Si no pudiera yo tener un enamorado mejor que esa vieja solterona con pantalones!», pensó con desprecio, al pisar el suelo para dar las gracias, sonriendo, a John Wilkes.
Frank Kennedy corría hacia el coche para ayudar a Suellen y ésta presumía en tal forma, que a Scarlett le dieron ganas de pegarle. Frank Kennedy era el mayor terrateniente del condado y, al mismo tiempo, un hombre de corazón excelente; pero esto no contaba ante el hecho de que tenía ya cuarenta años, padecía de los nervios y tenía una barba color jengibre y modales característicos de solterón.
Sin embargo, recordando su plan, Scarlett ocultó su desdén y le dirigió una sonrisa luminosa a guisa de saludo, que él le devolvió; gratamente sorprendido, recogió el brazo extendido hacia Suellen y, volviendo los ojos hacia Scarlett, se acercó a ella con viva complacencia.
La mirada de Scarlett escudriñó el gentío en busca de Ashley, mientras charlaba amablemente con John Wilkes, pero aquél no estaba en el pórtico. Se oyeron gritos de salutación, y los gemelos Tarleton vinieron hacia ella. Las chicas Munroe se desataron en exclamaciones admirativas sobre su vestido y al poco rato Scarlett fue el centro de un grupo de personas, cuyas voces aumentaban, pues cada cual intentaba hacerse oír por encima de los demás. ¿Pero dónde estaba Ashley? ¿Y Melanie y Charles? Procuró no dar a entender que miraba a su alrededor y examinó el animado grupo formado dentro del vestíbulo.
Mientras charlaba, reía y lanzaba rápidas miradas al interior de la casa y al jardín, sus ojos cayeron sobre un desconocido, solo en el vestíbulo, que la miraba fijamente con tan fría impertinencia que despertó en ella un sentimiento mixto de placer femenino por haber atraído a un hombre, y de turbación porque su vestido era demasiado escotado. No le pareció muy joven: unos treinta y cinco años. Era alto y bien formado. Scarlett pensó que no había visto nunca a un hombre de espaldas tan anchas ni de músculos tan recios, casi demasiado macizo para ser apuesto. Cuando sus miradas se encontraron, él sonrió mostrando una dentadura blanca como la de un animal bajo el bigote negro y cortado. Era moreno, y tan bronceado y de ojos tan ardientes y negros como los de un pirata apresando un galeón para saquearlo o raptar a una doncella. Su rostro era frío e indiferente; su boca tenía un gesto cínico mientras sonreía, y Scarlett contuvo la respiración. Notaba que aquella mirada era insultante y se indignaba consigo misma al no sentirse insultada. No sabía quién era, pero sin duda alguna aquel rostro moreno revelaba una persona de buena raza. Aquello se veía en la fina nariz aguileña, en los labios rojos y carnosos, en la alta frente y en los grandes ojos.
Apartó ella la mirada sin responder a la sonrisa, y él se volvió hacia alguien que le llamaba:
—¡Rhett, Rhett Butler, ven aquí! Quiero presentarte a la muchacha más insensible de Georgia.
¿Rhett Butler? El nombre le sonaba a conocido, aunque unido a algo agradablemente escandaloso; pero su pensamiento estaba con Ashley y desechó aquel otro.
—Tengo que subir a arreglarme el pelo —dijo a Stuart y a Brent, que intentaban alejarla de la gente—. Esperadme aquí, muchachos, y no os vayáis con otra chica, o de lo contrario, me enfadaré.