Aquel coro repetía, cada vez más alto: «Todos estamos ambrientos: tu mujer, tus ijos, tus padres. ¿Cuando acabará esto? ¿Cuando volverás ha casa? Estamos hambrientos, hambrientos...» Y cuando en el Ejército, cuyos efectivos disminuían rápidamente, se denegaban permisos, aquellos soldados se iban sin licencia, para arar sus tierras y recoger sus cosechas, reparar sus casas y reconstruir sus cercados. Los oficiales se hacían cargo de la situación y, si preveían una batalla enconada, escribían a aquellos hombres diciéndoles que se reincorporasen a sus compañías y que no se les molestaría para nada. Generalmente, los hombres volvían tras asegurarse de que su familia no pasaría hambre durante los meses inmediatos. Los «permisos para labrar» no eran considerados a la misma luz que una deserción ante el enemigo, pero debilitaban al Ejército en la misma medida.
El doctor Meade se apresuró a llenar el vacío de la desagradable pausa que siguió, diciendo secamente:
—Capitán Butler: la diferencia numérica entre nuestras fuerzas y las del Norte no ha importado nunca. Un confederado vale por doce yanquis.
Las señoras asintieron. Era notorio para todos.
—Eso era cierto al principio de la guerra —dijo Rhett—. Acaso lo sería todavía si los confederados tuviesen munición para sus fusiles, calzado para sus pies y alimentos para su estómago. ¿Verdad, capitán Ashburn?
Su voz seguía sonando dulce, llena de insidiosa humildad. Carey Ashburn parecía molesto, pues también a él le desagradaba Butler. Gustosamente se hubiera puesto al lado del doctor, pero no podía hacerlo. La razón por la que había solicitado que lo trasladasen al frente, a pesar de su brazo inútil, era la conciencia de que la situación era difícil, algo que la población civil ignoraba. Había otros muchos hombres que, cojeando sobre una pata de palo, o con un ojo, algunos dedos o un brazo perdidos, volvían, silenciosamente, desde el comisariado, los servicios de hospitales, correos y ferrocarriles, a sus antiguas unidades de combate, porque les constaba que el viejo Joe necesitaba a todos los hombres disponibles.
Carey no dijo, pues, una sola palabra. En cambio, el doctor Meade, perdiendo el dominio de sí mismo, tronaba:
—Nuestros hombres han luchado ya sin calzado y sin alimento y han ganado victorias. ¡Y ahora volverán a luchar y a vencer! Le digo que el general Johnston no será vencido. Los desfiladeros han sido siempre, desde los tiempos antiguos, el refugio de los pueblos fuertes que sufren una invasión. Acuérdese de... de las Termopilas...
Scarlett se esforzó en comprender, pero no pudo. Las Termopilas no decían nada a su mente.
—Los defensores de las Termopilas murieron todos, ¿verdad, doctor? —preguntó Rhett, haciendo una mueca para contener la risa que asomaba a sus labios.
—¿Pretende insultarme, joven? —¡Por Dios, doctor! No me comprende usted. Me limitaba a pedirle detalles. Recuerdo pésimamente la historia antigua.
—Si es necesario, morirá hasta el último hombre de nuestro Ejército antes de permitir que los yanquis avancen hacia el interior de Georgia —replicó el doctor con acritud—. Pero no hará falta. Bastará un encuentro para que sean arrojados de Georgia.
Tía Pittypat se levantó apresuradamente y rogó a Scarlett que cantase y tocase algo al piano, Veía que la conversación se deslizaba de un modo amenazador hacia aguas profundas y turbulentas. ¡Bien sabía ella que invitar a Rhett a comer traería complicaciones! Siempre surgían disgustos cuando él estaba presente. No comprendía cómo, pero el caso era que ocurrían. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué podría Scarlett encontrar de agradable en aquel hombre? ¿Y cómo podía la pobrecita Melanie defenderlo?
Cuando Scarlett, obediente, entró en el salón, invadió la terraza un silencio, en el que latía una airada repulsa contra Rhett. ¿Cómo era posible que hubiera quien no creyese en la invencibilidad de Johnston y sus hombres? Creerlo así era un deber sagrado. Y aquellos traidores que tuviesen el descaro de no creerlo, lo mínimo que podían hacer era Cerrar la boca.
Scarlett arrancó al teclado algunos acordes y su voz llegó hasta ellos desde el salón, entonando, dulce y tristemente, la letra de una canción popular:
A un hospital de sangre de encahdas paredes, donde muchos soldados moribundos yacían con heridas de bala, granada o bayoneta, el novio de una joven fue conducido un día.
¡El novio de una joven! ¡Adolescente y bravo! ¡Cómo abruma el cansancio su dulce cara pálida! ¡Quépronto apagará la tierra de la tumba la luz desfalleciente de su juvenil gracia!
—«Están sus rizos de oro húmedos y enredados...» —siguió entonando la insegura voz de soprano de Scarlett.
Pero Fanny se incorporó a medias en su silla y dijo, con voz débil y ahogada:
—¡Canta otra cosa!
El piano enmudeció súbitamente porque Scarlett había quedado abrumada de sorpresa y turbación. Luego, apresuradamente, entonó los primeros acordes de
Guerrera gris;
pero se interrumpió, emitiendo una nota falsa, al recordar que también aquella canción era muy dolorosa. El piano volvió a guardar silencio y Scarlett quedó desconcertada. No recordaba aire alguno que no hablase de muerte, despedida y tristeza.
Rhett se levantó ágilmente, depositó a Wade en el regazo de Fanny y entró en el salón.
—Toque
Mi viejo Kentucky
[14]
—sugirió en voz baja.
Scarlett, agradecida, inició la canción. A su voz se unió la excelente voz de bajo de Rhett, y ya desde el segundo verso los que estaban en la terraza respiraron más aliviados, aunque en verdad no podía decirse que se tratara de una melodía alegre:
Sólo unos pocos días de soportar la carga,
la carga que ya nunca nos será ligera...
Algunos vacilantes pasos en el camino,
¡y luego buenas noches, mi Kentucky, mi hogar!
La predicción del doctor Meade resultó cierta... en parte. Johnston permaneció firme, en efecto, en las montañas, a ciento sesenta kilómetros de Atlanta, como un férreo baluarte. Con tanta firmeza resistió y tan reciamente repelió el intento de Sherman de forzar el paso del valle hacia Atlanta que al fin los yanquis se retiraron y celebraron consejo. A continuación, en vista de la imposibilidad de romper las líneas grises mediante un ataque frontal, se pusieron en marcha al amparo de la noche y avanzaron en semicírculo a través de los desfiladeros, esperando
atacar
a Johnston por la retaguardia y cortar el ferrocarril a sus espaldas, en Resaca, veinticinco kilómetros más abajo de Dalton.
Al ver en peligro aquel precioso camino de hierro, los confederados abandonaron las trincheras que tan desesperadamente habían defendido y, a la luz de las estrellas, se dirigieron a Resaca a marchas forzadas por el camino más corto. Cuando los yanquis, bajando de los montes, cayeron sobre los sudistas, éstos los aguardaban, tras nuevos parapetos, montadas las baterías y relampagueantes las bayonetas, como sucediera en Dalton.
Cuando los heridos de Dalton dieron noticias, no siempre coherentes, de la retirada del viejo Joe a Resaca, Atlanta se sintió sorprendida y un tanto turbada. Fue como si una oscura nubécula apareciese hacia el noroeste, la primera nubécula de una tormenta estival. ¿En qué pensaba el general al consentir que los yanquis penetrasen treinta kilómetros más en el interior de Georgia? Como el doctor Meade decía, las montañas eran fortalezas naturales. ¿Por qué el viejo Joe no había detenido ante ellas a los yanquis?
Johnston luchó desesperadamente en Resaca y rechazó a los yanquis de nuevo; pero Sherman, mediante idéntico movimiento de flanqueo, desplegó su numeroso ejército en otro semicírculo, cruzó el río Oostanaula y otra vez atacó el ferrocarril a espaldas de los confederados. De nuevo las tropas grises abandonaron rápidamente sus trincheras de tierra rojiza para defender la vía férrea y, agotados por la falta de sueño, rendidos por las marchas y los combates, y hambrientos, como siempre, realizaron otra marcha acelerada, valle abajo. Alcanzaron la pequeña población de Calhoun, unos diez kilómetros al sur de Resaca, tomaron posiciones ante los yanquis, se atrincheraron y, cuando el enemigo atacó, estaban preparados ya para rechazarlo. El ataque provocó un duro encuentro y los yanquis fueron repelidos. Los sudistas, extenuados, necesitaban un poco de respiro y descanso; pero no lo tuvieron. Sherman avanzaba inexorablemente, paso a paso, desplegando su ejército en torno al enemigo en una línea curva muy amplia y forzando de nuevo a los sudistas a retirarse para defender la línea férrea que quedaba tras ellos.
Los confederados marchaban medio dormidos, demasiado fatigados la mayoría para poder pensar siquiera. Pero, aunque hubiesen pensado, habrían seguido confiando en el viejo Joe. Sabían que se retiraban, pero sabían que no habían sido derrotados. Lo que ocurría era que no disponían de bastantes hombres para defender sus posiciones y a la vez impedir los movimientos de flanqueo de Sherman. Siempre que los yanquis presentaban combate, los confederados lograban ventaja. Pero resultaba imposible prever cuál iba a ser el final de aquella retirada. El viejo Joe sabía lo que se hacía, y esto les bastaba. Había dirigido la retirada con magistral destreza, perdiendo muy pocos hombres, mientras que los yanquis muertos o capturados eran numerosos. Los sudistas no abandonaron un solo furgón y únicamente perdieron cuatro cañones. Y, sobre todo, conservaban el ferrocarril que se extendía a sus espaldas. A pesar de sus numerosos ataques frontales, cargas de caballería y movimientos laterales, Sherman no había logrado tocar la vía férrea ni con un dedo.
¡El ferrocarril! Sí: aún era de los sudistas aquella delgada cinta de hierro que descendía por el soleado valle hacia Atlanta. Cuando los hombres se tendían a dormir veían serpentear los rieles, brillando débilmente a la luz de las estrellas. Y cuando caían, para morir, la última visión que distinguían sus ojos velados eran los raíles refulgiendo bajo el sol implacable que lanzaba bocanadas de calor a lo largo de la línea. A medida que los grises bajaban por el valle, un ejército de refugiados los precedía. Plantadores y granjeros, ricos y pobres, blancos y negros, mujeres y niños, viejos, moribundos, enfermos, heridos, mujeres embarazadas, se apiñaban en el camino de Atlanta, huían en tren, a pie, a caballo, en coches y furgones cargados de baúles y enseres domésticos. Unos ocho kilómetros por delante del Ejército en retirada, caminaban los refugiados, para detenerse en Resaca, en Calhoun, en Kingston, esperando en cada parada saber que los yanquis habían sido rechazados y que ellos podían tornar a sus hogares. Pero era imposible volver a emprender en sentido inverso la ruta, ardiente de sol. Las tropas grises pasaban ante casas vacías, granjas desiertas, solitarias cabanas con las puertas entornadas. Aquí y allá se encontraban alguna mujer sola, con un grupo de atemorizados esclavos, y todos salían al camino a saludar a las tropas, llevando vasijas de agua de pozo para los hombres sedientos, vendando a los heridos y enterrando a los muertos en sus propios cementerios familiares. Pero la mayor parte del valle soleado estaba desierto y abandonado, y las cosechas, desatendidas, se agostaban en los campos desolados.
Desbordado otra vez de flanco en Calhoun, Johnston retrocedió a Adairsville, donde hubo vivos combates; luego, a Cassville, y después, al sur de Cartersville. ¡Y el enemigo había avanzado cien kilómetros desde Dalton! En New Hope Church, veinticinco kilómetros más allá a lo largo del camino tan rabiosamente disputado, los grises se detuvieron, resueltos a mantenerse firmes. Las líneas azules, incansables, avanzaron como una monstruosa serpiente, extendiéndose, desplegándose, hiriendo furiosamente, retrocediendo cuando se sentían muy dañadas, pero volviendo a atacar otra vez. En New Hope Church se trabó una desesperada batalla, que se sostuvo durante once días de continuas luchas, en cuyo curso todos los ataques yanquis fueron sangrientamente rechazados. Después, Johnston, desbordado por el flanco una vez más, retiró sus debilitadas líneas otros pocos kilómetros al sur.
Los muertos y heridos de los confederados en New Hope Church fueron numerosos. Los heridos afluían a Atlanta en trenes atestados y la ciudad se espantó. Nunca, ni aun después de la batalla de Chickamauga, había visto la ciudad tantos heridos. Los hospitales se desbordaban y había que colocar a los pacientes en el suelo, sobre balas de algodón, en los almacenes o en otro cualquier lugar que quedara vacío. Todos los hoteles, todas las casas de huéspedes y todas las residencias particulares estaban llenas de heridos. También la tía Pittypat hubo de recibir algunos, no sin protestar por lo improcedente que le parecía acoger a extraños en casa en un momento en que Melanie estaba muy delicada y la vista de aquellos dolorosos espectáculos podía producirle un parto prematuro. Pero Melanie alzó un poco más aún el aro de su miriñaque, para disimular el ensanchamiento de su talle, y los heridos invadieron la casa de ladrillo. Aquello era un interminable cocinar, tender heridos en el lecho, cambiarles de postura, darles aire... Eran inacabables horas de lavar, escoger y arrollar vendajes, larguísimas noches calurosas sin dormir, oyendo el incoherente delirio de los hombres en la habitación inmediata. Finalmente, la abarrotada ciudad no pudo recibir más heridos, y los muchos que seguían llegando eran enviados a los hospitales de Macón y Augusta.
Aquel aluvión de heridos que transmitían inquietantes noticias, y la creciente marea de asustados refugiados que se apiñaban en la ya superpoblada ciudad, sumieron a Atlanta en un extraordinario bullicio. La nubécula en el horizonte se había convertido en una vasta y sombría nube de tormenta y con su aproximación se filtraba en los espíritus un viento helado.
Nadie había perdido la fe en la invencibilidad del Ejército, pero todos, al menos la población civil, habían perdido la fe en el general. ¡New Hope Church estaba sólo a cincuenta y seis kilómetros de Atlanta! El general se había retirado, con los yanquis a sus talones, ciento cinco kilómetros en tres semanas. ¿Por qué no los contenía en vez de batirse siempre en retirada? Era un loco, si no algo peor. Los viejos barbudos de la Guardia Territorial y los miembros de la Milicia del Estado, muy a salvo en Atlanta, insistían en que ellos hubieran dirigido con más inteligencia la campaña y trazaban mapas sobre los manteles para probar mejor sus asertos. El general, a medida que se vía forzado a retroceder y veía diezmarse las líneas de sus tropas, apelaba desesperadamente al gobernador Brown para que le enviase todos los hombres disponibles; pero las fuerzas del Estado se sentían seguras. Al fin y al cabo, el gobernador se había negado a acceder a igual petición de Jeff Davis. ¿Por qué había de atender al general Johnston?