—El señor Hilton ha sido tan bueno quedándose con nosotros en tiempos tan difíciles... —decía la señora Calvert, nerviosamente—. Muy bondadoso. Supongo que estarás enterada de cómo salvamos dos veces nuestra casa cuando Sherman estuvo aquí. No sé cómo hubiéramos podido arreglarnos sin él, no teniendo dinero y con Cade...
El rubor coloreó las mejillas de Cade y las largas pestañas de Cathleen velaron sus ojos mientras se endurecía la expresión de su boca. Scarlett sabía que todo su ser se retorcía de rabia impotente al tener algo que agradecer a su capataz yanqui. La señora Calvert parecía a punto de romper a llorar. Debía de haber cometido algún lamentable error. Siempre cometía alguno. No acertaba a entender a las gentes del Sur, a pesar de haber vivido en Georgia durante veinte años. Nunca sabía cómo debía hablar a sus hijastros, los cuales, dijese lo que dijese, siempre se mostraban exquisitamente corteses con ella. En silencio juraba y perjuraba que se volvería al Norte, con los suyos, llevándose a sus hijos propios y dejando para siempre a aquellos enigmáticos aunque correctísimos extraños. Después de tales visitas, Scarlett no sintió deseos de ver a los Tarleton. Ahora que no estaban allí los cuatro muchachos Tarleton y que la casa se hallaba quemada y toda la familia tenía que hacinarse en la casita del capataz, no podía resolverse a visitarlos. Pero Suellen y Carreen se lo rogaron, y Melanie dijo que parecería poco amistoso no saludar al señor Tarleton a su regreso de la guerra, de modo que Scarlett fue allí un domingo.
Aquello resultó lo peor de todo.
Al pasar por las ruinas de la antigua casa, vieron a Beatrice con un raído traje de montar, con la fusta debajo del brazo, sentada sobre la traviesa superior de la valla y contemplando el vacío. Junto a ella, se mantenía en equilibrio el negrito zambo que había entrenado antes los caballos de Beatriz y que parecía tan decaído como su ama. La caballeriza, antes rebosante de inquietas jacas y plácidas yeguas de cría, estaba ahora vacía, a excepción de una mula, la mula con que el señor Tarleton había cabalgado a su regreso del Sur.
—Te juro que no sé qué hacer ahora que he perdido los seres más queridos para mí —dijo la señora Tarleton bajándose de la valla. Un extraño hubiera podido creer que se trataba de sus cuatro hijos, muertos en la guerra, pero las chicas sabían que eran los caballos los que echaba de menos—. ¡Mis preciosos caballos, todos muertos! ¡Oh, mi pobre Nellie! ¡Si al menos me quedase Nellie! Pero aquí no queda nada, nada más que una mula. ¡Una maldita mula! —repitió mirando indignada al flacucho animal—. Es un insulto a la memoria de mis queridos purasangres tener una mula en sus caballerizas. ¡Las mulas son seres antinaturales, mal engendrados, y debiera prohibirse criarlas! Jim Tarleton, completamente transformado bajo una barba enmarañada, salió de la casa del capataz para saludar a las muchachas, y sus cuatro hijas pelirrojas con sus vestiditos muy remendados salieron corriendo también, dando pisotones a la docena de perros canelos y blancos que se precipitaron hacia la puerta al oír voces extrañas. Se observaba en toda la familia un aire de resuelto y determinado optimismo que causó a Scarlett mayor impresión que la amargura de Mimosa o la fúnebre atmósfera de Pine Bloom.
Los Tarleton insistieron en que las cuatro chicas se quedasen allí a comer, diciendo que ahora recibían muy pocas visitas y tenían ganas de saber noticias. Scarlett no quería prolongar su visita, porque aquel ambiente la oprimía, pero sus dos hermanas y Melanie sentían también ganas de cambiar impresiones y por lo tanto se quedaron al fin para comer parcamente la carne con guisantes secos que les sirvieron.
Todos bromearon acerca de la abreviada minuta, y las chicas se rieron mucho contando las transformaciones y arreglos que hacían para vestirse, como si para ellas todo fuese un divertido juego. Melanie contribuyó no poco al buen humor general, sorprendiendo a Scarlett con su inesperada vivacidad al relatar todas las tribulaciones pasadas en Tara, pero tomándolas por el lado jocoso. Scarlett, en cambio, apenas podía hablar. El comedor le parecía vacío sin los cuatro chicos Tarleton, que siempre daban vueltas por la sala fumando y bromeando. Y, si a ella le parecía vacía, ¿qué habría de parecerles a ellos, que se esforzaban ahora por presentar un aspecto sonriente?
Carreen no había hablado mucho durante la comida, pero al terminar se puso al lado de la señora Tarleton y le habló al oído. La fisonomía de la señora Tarleton se alteró y la frágil sonrisa abandonó sus labios cuando pasó el brazo alrededor del fino talle de Carreen. Salieron ambas del comedor, y Scarlett, que no podía ya soportar la atmósfera de aquella casa, las siguió. Bajaron por el sendero que cruzaba el jardín y Scarlett vio que se dirigían hacia el pequeño cementerio de la familia. Pero le era ya imposible volver a la casa. Parecería demasiado descortés. ¿Por qué se le había ocurrido a Carreen llevar a la señora Tarleton hasta la sepultura de sus hijos cuando Beatrice hacía tan denodados y visibles esfuerzos por mostrarse valiente?
Había dos nuevas losas de mármol en la parcela cerrada con ladrillos bajo los cedros funerarios... Tan nuevas que la lluvia todavía no las había salpicado de polvo rojizo.
—Las tenemos desde la semana pasada —dijo con orgullo la señora Tarleton—. Mi esposo fue a Macón y las trajo en el carro.
¡Piedras sepulcrales! ¡Lo que debían de haber costado! Y, repentinamente, a Scarlett ya no le dieron tanta pena como antes los Tarleton. Personas que derrochaban el precioso dinero en lápidas cuando los alimentos estaban tan caros no merecían mucha compasión. Cuantas más letras grabadas, más caro el precio. ¿Estaría loca toda la familia? Y les habría costado también no poco dinero traer los tres cadáveres. De Boyd, no se habían encontrado ni trazas.
Entre los sepulcros de Brent y de Stuart había una lápida que decía: «En vida fueron buenos y amables y la muerte no los separó.»
Sobre la otra tumba aparecían los nombres de Boyd y de Tom, con una inscripción en latín que comenzaba: «Dulce et...»
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; pero nada significaba esto para Scarlett, que había conseguido eludir el estudio del latín en la Academia de Fayetteville.
¡Tanto dinero en lápidas! ¡Eran idiotas! Se sentía tan indignada como si fuese suyo el dinero derrochado.
Los ojos de Carreen mostraban un extraño brillo.
—Me parece muy bella —dijo en voz baja, señalando la primera lápida.
A Carreen le parecía muy bien, por supuesto. Todo lo sentimental le producía efecto.
—Sí —repuso la señora Tarleton con voz suave—. Nos pareció lo más adecuado. Murieron casi al mismo tiempo, primero Stuart y luego Brent, que había recogido la bandera que su hermano soltó.
Al regresar las cuatro muchachas a Tara, Scarlett permaneció silenciosa durante algún tiempo, reflexionando sobre todo lo que había visto en las diferentes moradas, recordando a pesar suyo el condado en todo su esplendor, con huéspedes en todas las grandes casas, y el dinero abundante, con negros que se acumulaban en los pabellones, con los bien atendidos campos desbordantes de algodón.
«Dentro de otro año habrá nacientes pinos por todos estos campos —pensó. Y, mirando hacia el boscaje que los rodeaba, se estremeció—. Sin los negros, lo más que podremos hacer será subsistir. Es imposible atender debidamente una plantación sin los negros, y, como muchos campos se quedarán sin cultivar, el bosque se apoderará otra vez del terreno. Nadie podrá sembrar más que muy poco algodón, y ¿qué haremos entonces? ¿Qué será de la población rural? La gente de la ciudad se las compone bien, de un modo u otro. Siempre han sabido componérselas. Pero la gente del campo retrocederemos un siglo. Volveremos a estar como aquellos pioneros que vivían en cabanas y apenas arañaban unas hectáreas de tierra, y apenas existían. No —pensaba con resolución—. En Tara no va a suceder eso. ¡Aunque tenga que ponerme a arar yo misma! Toda la comarca, todo el Estado, pueden volver a ser bosques, si quieren, pero yo no voy a dejar que Tara se pierda. Y no seré yo quien malgaste el dinero con tumbas ni el tiempo en lloriquear a propósito del resultado de la guerra. De un modo o de otro nos arreglaremos. Sé que podremos arreglárnoslas si no han muerto todos los hombres. La pérdida de los negros no ha sido lo peor. Es la pérdida de nuestros hombres, de los más jóvenes.»
Pensó nuevamente en los cuatro Tarleton y en Joe Fontaine, en Raiford Calvert y en los hermanos Munroe y en todos los muchachos de Fayetteville y de Jonesboro cuyos nombres había leído en la lista de bajas.
«Si quedasen hombres suficientes podríamos defendernos, pero...»
Otra idea se le ocurrió. ¿Y si pensase en casarse otra vez? Por supuesto, no quería casarse nuevamente. Una vez era más que suficiente. Además, el único hombre a quien ella había querido era Ashley, y Ashley, si aún vivía, estaba casado. Pero, suponiendo que ella tuviese ganas de casarse, ¿con quién hacerlo? La idea era aterradora.
—Melly —preguntó—, ¿qué va a ser de las muchachas del Sur?
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. ¿Qué les va a ocurrir? No queda nadie para casarse con ellas. Mira, Melly, con todos esos jóvenes muertos en la guerra, miles de chicas en todo el Sur tendrán que quedarse solteras.
—Y no podrán tener hijos —añadió Melanie, para quien esto era lo más importante.
Evidentemente, la idea no era nueva para Suellen, que estaba sentada en la trasera del carro, porque se puso a llorar repentinamente. No había sabido nada de Frank Kennedy desde Navidad. No sabía si ello era culpa del servicio de correos o si él se había propuesto únicamente burlarse de su candidez. O acaso le hubieran matado en los últimos días de la guerra. Ella hubiera preferido esto último a quedar olvidada, porque en la muerte de un novio existía cierta dignidad, como en el caso de Carreen y de India Wilkes, pero la situación de una muchacha abandonada por su prometido era humillante.
—¡Oh, cállate ya, por Dios! —protestó Scarlett.
—¡Claro, vosotras podéis hablar! —decía Suellen entre sollozos—, porque os pudisteis casar y habéis tenido hijos, y todo el mundo sabe que hubo un hombre que os prefirió a las demás. Pero ¡miradme a mí! Y todavía me reprocháis con mala intención que sea soltera. ¡Como si yo tuviese la culpa! Sois odiosas las dos.
—¡Cállate! Ya sabes que detesto a las personas que se pasan la vida gimiendo. Sabes muy bien que tu viejo de las barbas color de canela no ha muerto y que cualquier día vendrá a casarse contigo. El pobre es tan tonto como eso. Pero, personalmente, yo preferiría quedarme soltera a casarme con él.
Volvió a reinar el silencio en la parte trasera del carro, y Carreen consoló a su hermana con unas palmaditas cariñosas, pero su mente estaba muy lejos, pues se acordaba de los paseos a caballo, tres años atrás, con Brent Tarleton a su lado. En sus ojos se reflejaba un brillo de exaltación.
—¡Oh! —decía Melanie con tristeza—. ¿Qué será ahora del Sur sin nuestros magníficos muchachos? ¿Qué hubiera sido de él si hubiesen sobrevivido? Su bravura, su energía y su cerebro nos hubieran servido ahora de mucho. Scarlett, nosotras, las que tenemos hijos, debemos eduCharles para que reemplacen a los que se fueron, para que sean tan buenos y valientes como ellos.
—Jamás habrá hombres como ellos —dijo Carreen suavemente—. Nadie puede reemplazarlos.
Y el resto del trayecto se hizo en silencio.
Un día, poco después, Cathleen Calvert llegó a caballo a Tara, cerca de la puesta del sol. Su silla de amazona adornaba ahora la mula más tristona que jamás había visto Scarlett, una animal cojo y de orejas caídas. Cathleen tenía un aire casi tan decaído como su escuálida cabalgadura. Su vestido era de percal desteñido, de la calidad que anteriormente sólo usaban las criadas, y su sombrero de paja estaba sujeto a la barbilla por un trozo de bramante. Llegó hasta el mismo pórtico, pero no desmontó, y Scarlett y Melanie, que estaban contemplando el crepúsculo, descendieron los peldaños para saludarla. Cathleen se hallaba tan blanca como Cade el día en que ellas estuvieron en su casa, pálida, dura, tensa, como si su fisonomía estuviese a punto de agrietarse mientras hablaba. Pero su espina dorsal se mantenía totalmente rígida y su cabeza se mostraba erguida al saludarlas.
Scarlett se acordó súbitamente de aquel día de la barbacoa en casa de los Wilkes, cuando ella y Cathleen habían cuchicheado acerca de Rhett Butler. ¡Qué bonita y graciosa estaba Cathleen aquel día con un vestido de organdí lleno de volantes y un ramito de fragantes rosas en la cintura, y unos zapatitos de terciopelo negro atados sobre sus delicados tobillos! Ahora no quedaban ni trazas de aquella jovencita en la rígida figura que se erguía sobre la mula.
—No me apeo, gracias —dijo—. He venido sólo para deciros que me voy a casar.
—¿Qué? —¿Con quién? —¡Enhorabuena, Cathleen!
—¿Cuándo?
—Mañana —contestó quietamente Cathleen, y en su voz había algo que borró pronto las sonrisas de las muchachas—. He venido a deciros que me caso mañana, en Jonesboro... y que no voy a invitaros a la boda.
La escucharon en silencio, mirándola, intrigadas. Al fin, Melanie habló:
—¿Es alguien conocido?
—Sí —contestó Cathleen lacónicamente—. Con el señor Hilton.
—¿El señor Hilton? —Sí, el señor Hilton, nuestro capataz.
Scarlett no encontró alientos ni para exclamar «¡Oh!», pero Cathleen, fijando bruscamente sus ojos en Melanie, dijo con voz ronca y feroz:
—¡Si lloras, Melly, no podré soportarlo! ¡Me moriré aquí mismo! Melanie nada dijo, pero inclinó la cabeza e hizo una caricia al pie que, calzado en un zapato de confección casera, colgaba del estribo. —Y no me acaricies. ¡No puedo soportarlo tampoco! Melanie retiró la mano, pero sin levantar la cabeza todavía. —Bueno, tengo que marcharme. No he venido más que para decíroslo. La pálida máscara volvió a cubrir su faz, mientras ella recogía las riendas.
—¿Cómo sigue Cade? —preguntó Scarlett, incapaz de encontrar palabras que pudiesen romper el embarazoso silencio.
—Está muriéndose —dijo Cathleen concisamente. Su voz parecía desprovista de todo sentimiento—. Y va a morirse con alguna comodidad y tranquilidad, si puedo arreglar las cosas, sin la preocupación de lo que me queda por pasar a mí cuando él desaparezca del mundo. Mi madrastra y los pequeños se vuelven al Norte mañana, y se quedarán allí. Bueno, me voy.
Melanie levantó la cabeza y encontró la dura mirada de Cathleen. Había lágrimas en las pestañas de Melanie, y comprensión en sus ojos, y ante esto los labios de Cathleen se curvaron en la forzada sonrisa del chiquillo valiente que no quiere llorar. Todo ello era sumamente confuso para Scarlett, que todavía estaba tratando de hacerse a la idea de que Cathleen Calvert iba a casarse con un capataz... Cathleen, hija de un rico plantador; Cathleen, que, después de Scarlett, tenía más adoradores que ninguna otra señorita de la comarca.