Lo que no te mata te hace más fuerte (12 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¿Y no dijo de qué se trataba?

—Quería guardarse un as en la manga y esperar a ver hasta dónde estaba el enemigo dispuesto a llegar. Pero me di cuenta de que se hallaba alterado, y en una ocasión se le escapó que seguro que había personas que pretendían hacerle daño.

—¿De qué forma?

—No físicamente, decía. Iban más bien a por su investigación y su honor, me comentó. Aunque no estoy tan segura de que en realidad creyera que se limitarían a eso, y por esa razón le propuse que se comprara un perro guardián. Aparte de por la seguridad, me pareció que sería una compañía perfecta para un hombre que vivía en las afueras y en una casa tan grande. Pero él lo rechazó. «No puedo ocuparme de un perro ahora», zanjó.

—¿Y por qué crees que dijo eso?

—La verdad es que no lo sé. Pero me dio la sensación de que algo le inquietaba, y no protestó mucho cuando me aseguré de que le instalaran un sofisticado sistema de alarmas en casa. Acaban de ponérselo.

—¿Quién lo ha hecho?

—Una empresa de seguridad con la que solemos colaborar, Milton Security.

—Bien, muy bien. No obstante, yo diría que conviene llevarlo a un lugar seguro.

—¿Tan mal veis la situación?

—Existe cierto riesgo, y eso, de por sí, ya es suficiente; ¿o no?

—Sí, claro —asintió Gabriella—. ¿Puedes enviarme algún tipo de documentación y así hablo ya con mis superiores?

—Voy a ver… La verdad es que no sé lo que podré encontrar ahora mismo. Es que… hemos tenido unos problemas bastante graves con los ordenadores.

—¿Puede una institución como la vuestra permitirse eso?

—Pues no, tienes toda la razón. Volveré a contactar contigo, corazón —dijo. Y colgó. Durante unos segundos Gabriella se quedó sentada, inmóvil, mirando la tormenta, que golpeaba la ventana con una creciente violencia.

Luego cogió su Blackphone y llamó a Frans Balder. Marcó el número una y otra vez. No sólo para alertarlo y cerciorarse de que se iba a trasladar de inmediato a un sitio seguro, sino también porque de repente le entraron ganas de hablar con él y de preguntarle qué había querido decir con esas palabras: «Durante los últimos días he estado soñando con una nueva vida».

Pero sin que nadie lo supiera —tampoco se lo habrían creído si se hubiesen enterado—, Frans Balder estaba ocupado por completo en intentar convencer a su hijo de que hiciera otro dibujo que irradiara ese extraño brillo que era como de otro mundo.

Capítulo 6

20 de noviembre

Las palabras parpadearon en la pantalla del ordenador:

Mission Acomplished!

Plague pegó un grito de júbilo con una voz ronca, casi de perturbado, una reacción que, tal vez, fuese un poco imprudente. Aunque lo cierto era que los vecinos, en el caso de que le hubieran oído, en absoluto podrían haber sabido a qué se debía el alarido: la casa de Plague no tenía mucha pinta de ser un sitio donde se gestaran atentados contra la política de seguridad internacional de más alto nivel.

Más bien podría ser considerada como un antro para tipos socialmente marginados. Plague vivía en Högklintavägen, Sundbyberg, una zona con grises bloques de apartamentos de cuatro plantas que estaba a años luz de ser glamurosa. Acerca de la vivienda tampoco se podían decir muchas cosas buenas; y no sólo porque oliera a tigre. Sobre su mesa de trabajo campaban a sus anchas, aparte de unas cuantas tazas de café sin fregar, todo tipo de desperdicios: restos de comida de McDonald’s, latas de Coca-Cola vacías, hojas de papel arrugadas, migas de galletas y bolsas de golosinas, también vacías. Y aunque parte de la basura había acabado en la papelera, daba igual, porque ésta no se había vaciado en semanas. Resultaba imposible andar más de un metro por la casa sin que se le pegara a uno toda la porquería en los zapatos. Pero nadie que conociera a Plague se sorprendería de ello.

Plague era un chico que, incluso en circunstancias normales, no tenía por costumbre ducharse o cambiarse de ropa con excesiva frecuencia. Vivía única y exclusivamente delante de su ordenador y, hasta cuando tenía menos trabajo, presentaba un aspecto lamentable: obeso, abotargado y desaliñado. Había tenido la intención de dejarse una estilosa perilla; no obstante, hacía ya tiempo que esa perilla se había convertido en un deforme arbusto. Plague era grande como un gigante y caminaba algo encorvado, y al moverse solía jadear y resoplar. Pero había otros territorios en los que se desenvolvía con mayor facilidad.

Delante del ordenador era un virtuoso que volaba libremente por el ciberespacio y que, en su especialidad, quizá sólo tuviera a un
hacker
por encima de él. O «a una
hacker
», habría que decir en este caso. Daba gusto ver cómo sus dedos bailaban sobre el teclado: en la red era tan ligero y ágil como pesado y torpe resultaba en el otro mundo, el más tangible, y mientras uno de los vecinos de alguno de los apartamentos superiores, el señor Jansson probablemente, daba golpes para que se callara, Plague contestó al mensaje que acababa de recibir:

¡Wasp: eres genial, cabrona! ¡Habría que hacerte un monumento!

Luego se reclinó en la silla con una sonrisa de felicidad en los labios para intentar repasar el curso de los acontecimientos o, mejor dicho, para descansar y dejarse arropar un momento por el triunfo antes de empezar a acribillar a preguntas a Wasp y enterarse de todos y cada uno de los detalles de la operación, y quizá también para asegurarse de que ella no dejara rastro alguno. ¡Nadie iba a poder rastrear nada! ¡Nadie!

No era la primera vez que se metían con organizaciones poderosas, pero esto estaba en otro nivel, y muchos miembros de la exclusiva sociedad a la que Plague pertenecía, la llamada
Hacker Republic
, se habían opuesto en un principio a la idea, sobre todo la propia Wasp. Ella no dudaría en luchar contra la organización o contra la persona que fuera, pero no le gustaba fastidiar a nadie sin motivo.

No le interesaban ese tipo de chorradas infantiles de los
hackers
. Ella no era una persona que entrara en superordenadores sólo para darse importancia. Wasp siempre quería tener un claro motivo y nunca hacía nada sin sus condenados análisis de consecuencias. Comparaba los riesgos que existían a largo plazo con la satisfacción de ver cubiertas sus necesidades a corto plazo. En ese sentido, por lo tanto, no se podía afirmar que hubiera sido muy sensato introducirse en los ordenadores de la mismísima NSA. Aun así, al final ella se dejó convencer y nadie entendió muy bien por qué.

Quizá necesitara estímulos. Quizá estuviese aburrida y quisiera provocar un poco de caos para no morir de tedio. O, como algunos integrantes de
Hacker Republic
sostenían, tal vez se encontrara ya en conflicto con la NSA, razón por la que la intrusión no sería más que su venganza personal. Pero otros miembros del grupo también cuestionaban eso defendiendo la teoría de que lo que quería era obtener información; decían que andaba buscando algo desde que su padre, Alexander Zalachenko, fue asesinado en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo.

Nadie lo sabía a ciencia cierta, pues Wasp siempre guardaba secretos. Y en realidad la causa daba igual. O al menos de eso era de lo que intentaban convencerse. Si ella deseaba echar una mano, sólo era cuestión de aceptarlo y agradecérselo, y de no preocuparse por el hecho de que, en un principio, ella no hubiera mostrado mucho entusiasmo ni apenas sentimiento alguno por la operación. Por lo pronto ya no se oponía, lo que resultaba más que suficiente.

Con Wasp a bordo el proyecto pintaba mejor. Todos ellos sabían con certeza que durante los últimos años la NSA había sobrepasado gravemente sus competencias. Ahora la organización no sólo se ocupaba de vigilar a terroristas y de potenciales riesgos para la seguridad; ni siquiera se limitaba a las personas más importantes, como jefes de Estado extranjeros u otros potentados, sino a todo y a todos. Al mundo entero, podría decirse. Millones, miles de millones, billones de conversaciones y
mails
y actividades de la red eran controladas y archivadas, y cada día que pasaba, la NSA avanzaba posiciones y penetraba cada vez más profundamente en todas las vidas y se convertía en un solo, aunque enorme, ojo que vigilaba.

Era verdad que en
Hacker Republic
nadie podía presumir de ser un buen ejemplo en ese campo. Todos, sin excepción, habían irrumpido en paisajes digitales en los que no tenían nada que pintar. Eran las reglas del juego, por llamarlo de alguna forma. Para bien o para mal, un
hacker
era un transgresor, una persona que sólo a fuerza de dedicación desafiaba las normas y ampliaba las fronteras de su conocimiento sin tener en cuenta, muchas veces, las diferencias que hay entre lo público y lo privado.

Sin embargo no carecían de moral y, sobre todo, sabían, también por experiencia propia, hasta qué punto corrompe el poder, en particular el que se ejerce sin transparencia. Y tampoco le gustaba a nadie el hecho de que los peores ataques piratas, los de menos escrúpulos, ya no fueran realizados por individuos rebeldes y al margen de la ley, sino por colosos estatales que pretendían controlar a la población. Por ese motivo, Plague, y Trinity, y Bob the Dog, y Flipper, y Zod, y Cat, y todos los de
Hacker Republic
habían decidido devolver el golpe entrando en la NSA y jodiéndolos de alguna manera.

Una tarea que no se les antojaba fácil, algo así como robar el oro de Fort Knox. Pero, como los soberbios idiotas que eran, no sólo pretendían colarse en el sistema, sino también convertirse en sus dueños. Se proponían agenciarse un estatus de superusuario, o
root
, para hablar la lengua de Linux. Y para conseguir eso hacía falta dar con brechas de seguridad desconocidas, las llamadas «Zero days», entrando primero en la plataforma del servidor de la NSA y avanzando luego por su intranet, la NSANet, desde donde la organización controlaba la inteligencia de señales de todo el mundo.

Como era habitual, empezaron con un poco de
social engineering
. Necesitaban encontrar nombres de administradores de sistemas y analistas de infraestructuras que estuvieran en posesión de las complejas contraseñas que permitían acceder a la intranet. Tampoco les vendría mal que apareciera algún zoquete que, en un momento determinado, pudiera descuidar el protocolo de seguridad. Y sí, por medio de sus propios canales se hicieron con cuatro, cinco y hasta seis nombres, entre ellos el de Richard Fuller.

Richard Fuller trabajaba en el NISIRT, el equipo de la NSA que vigilaba la intranet de la organización y estaba en constante búsqueda de filtraciones e infiltrados. Richard Fuller era el típico chaval modélico: graduado en derecho por Harvard, republicano, antiguo
quarterback
, el sueño de todo estadounidense, a juzgar por su currículum. Pero Bob the Dog consiguió averiguar, a través de una antigua amante, que tambien era bipolar y puede que hasta cocainómano.

Cuando se excitaba cometía toda clase de imprudencias, como descargar archivos y documentos sin antes haberlos introducido en una máquina virtual. Además, era bastante guapo, un poco empalagoso quizá; más que de agente secreto tenía pinta de financiero, de un Gordon Gekko. Al parecer fue a Bob the Dog a quien se le ocurrió que Wasp fuera a su ciudad natal, Baltimore, para seducirlo y atraparlo en una trampa de miel.

Wasp los mandó a la mierda a todos.

Ella también desechó la idea de redactar un documento que proporcionara información relativa a lo que parecía ser pura dinamita: revelar filtraciones e infiltrados en el Cuartel General de Fort Meade, un documento que infectarían con un programa espía, un sofisticado troyano con un umbral de originalidad muy alto que Plague y Wasp debían elaborar. Lo siguiente sería dejar en la red una serie de pistas que atrajeran a Fuller al archivo; en el mejor de los casos, lo excitaría tanto que descuidaría la seguridad. Como plan no estaba mal, en absoluto, sobre todo porque eso podría conducirlos al sistema de la NSA sin que tuvieran que realizar una intrusión activa que luego fuera posible rastrear.

Pero Wasp no pensaba, dijo, quedarse de brazos cruzados esperando a que el lerdo de Fuller metiera la pata. No quería depender de los errores de otros y se mostraba, en general, muy obstinada y reacia a todo, por lo que a ninguno de ellos le sorprendió que, de repente, quisiera encargarse de la operación ella sola, sin la ayuda de nadie. Aunque hubo no pocas protestas y alguna que otra pelea, al final acabaron cediendo; eso sí, con una serie de condiciones. Además Wasp anotó concienzudamente los nombres y datos de los administradores de sistemas con los que se habían hecho y pidió ayuda con lo que se conocía como la operación «Huella dactilar»: el análisis de la plataforma del servidor y del sistema operativo. Pero luego le cerró la puerta a
Hacker Republic
y al mundo, y a Plague tampoco le dio la sensación de que siguiera sus consejos, a saber: que no utilizara su sobrenombre, su alias, y que no trabajara en su casa sino en un hotel lejano bajo una falsa identidad, por si se diera el caso de que los sabuesos de la NSA lograban rastrearla a través de los laberínticos caminos de la red Tor, que hacía que el tráfico que pasaba por su ordenador rebotara en miles de usuarios. Naturalmente, ella lo hacía todo a su manera, y a Plague no le quedó más remedio que quedarse en casa, esperando frente a su ordenador, con los nervios de punta. Y por eso todavía seguía sin saber cómo lo había llevado a cabo.

Sólo sabía una cosa con seguridad: que lo que había logrado era grande y legendario. Y mientras el fuerte viento ululaba allí fuera, apartó un poco de basura de su mesa, se inclinó sobre el teclado y escribió:

«¡Cuéntame! ¿Cómo te sientes?».

«Vacía», contestó ella.

Vacía.

Así se sentía. Lisbeth Salander apenas había pegado ojo en una semana, y era probable que no hubiera comido ni bebido lo suficiente. Por eso le dolía la cabeza, le temblaban las manos y sus ojos estaban inyectados en sangre. Tenía ganas de tirar todo su equipo al suelo. Pero en algún rincón de su ser también sentía satisfacción, aunque no por el motivo que Plague y otros de
Hacker Republic
creían. Estaba contenta porque había averiguado más cosas sobre esa banda criminal a la que investigaba y porque había podido demostrar la existencia de una conexión que sólo había sospechado o intuido. Pero eso lo sabía únicamente ella, y le sorprendía que los demás fuesen tan ingenuos de creer que había entrado en el sistema de la NSA sólo porque sí, por la causa.

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