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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (15 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Ove estaba preparado para eso, claro. «Naturalmente también os queda la opción de comprar nuestra parte», respondió. Lo que pasa es que…

—Que el precio ha subido —completó Mikael.

—Exacto, según cualquier forma de análisis fundamental, explicó, la parte de Serner sin duda debe de haber doblado su valor desde que el Grupo entró, teniendo en cuenta la plusvalía y el prestigio que ellos han logrado.

—¿Prestigio ellos? ¿Se han vuelto locos?

—Sí, locos de atar. Pero son listos, y quieren jodernos. Y lo que me pregunto es si no querrán matar dos pájaros de un tiro: por un lado hacer un negocio redondo y por el otro hundirnos económicamente y deshacerse de un competidor.

—¿Y qué coño vamos a hacer?

—Lo que mejor se nos da: luchar. Yo tengo un dinero ahorrado, así que compramos su parte y nos libramos de ellos. Y luego luchamos por hacer la mejor revista de toda Escandinavia.

—Genial, Erika, de puta madre. Y luego ¿qué? En poco tiempo estaremos en las mismas, con una economía desastrosa que ni siquiera tú con tu dinero podrás sanear.

—Ya, pero saldremos de ésta. No sería la primera vez… Tú y yo podemos trabajar un tiempo sin cobrar, nos las podemos apañar. ¿A que sí?

—Todo llega a su fin, Erika.

—¡No digas eso! ¡No vuelvas a decir eso nunca más!

—¿Ni siquiera si es verdad?

—Mucho menos.

—Vale.

—¿Tienes algún tema? —continuó Erika—. Lo que sea, algo, algo con lo que podamos darle en la cabeza a toda la Suecia mediática…

Mikael hundió la cara entre las manos y, por algún motivo, acudió a su mente Pernilla, su hija, quien le había dicho que, a diferencia de él, iba a escribir «de verdad», fuera lo que fuese aquello que él escribía que no era «de verdad».

—Me temo que no —respondió.

Erika pegó un manotazo en el agua con tanta violencia que le salpicó a Mikael en los calcetines.

—Joder, Mikael, por favor. Seguro que tienes algo entre manos. No conozco a nadie en todo el país que reciba tantas llamadas y tantos correos de todo el mundo.

—La mayoría son chorradas —contestó él—. Aunque… Hay algo que quizá…

Erika se incorporó de golpe en la bañera.

—¿Qué?

—No, nada —rectificó—. Sólo fantaseaba.

—En estas circunstancias, es justo lo que tenemos que hacer.

—Sí, ya. Pero no es nada, sólo un montón de humo y nada que se pueda probar.

—Y aun así hay algo dentro de ti que cree en ello, ¿verdad?

—Es posible, aunque más bien se debe a un pequeño detalle que no tiene nada que ver con la historia en sí.

—¿Qué detalle?

—Que mi vieja compañera de armas también se ha interesado por el tema.

—¿Tu Compañera de armas con ce mayúscula?

—Esa misma.

—¡Pero bueno, eso suena muy prometedor!, ¿no? —dijo Erika mientras salía, desnuda y hermosa, de la bañera.

Capítulo 8

Noche del 20 de noviembre

August estaba en el dormitorio, sentado de rodillas sobre el suelo de cuadros blancos y negros. Contemplaba una naturaleza muerta que su padre le había preparado y que consistía en una vela puesta sobre un platillo azul, una naranja y dos manzanas verdes. Pero no pasó nada. August se limitó a mirar fijamente la tormenta que arreciaba al otro lado de la ventana mientras Frans se preguntaba: «¿Será una tontería darle un motivo para dibujar?».

Su hijo no necesitaba más que observar algo de reojo para que se le quedara grabado en la mente, de modo que ¿por qué debería su padre, o quien fuera, elegir lo que podía dibujar? Sin duda, August tenía miles de imágenes en la cabeza, así que era posible que un platillo y unas frutas le resultaran de lo más aburrido y ridículo. Quizá August se interesara por otras cosas muy diferentes. Frans se preguntó ahora si el chico no querría comunicarle algo especial con el dibujo del semáforo. No se trataba de una inocente y agradable representación, no. Todo lo contrario: el semáforo brillaba como un malvado ojo que clavaba la mirada, por lo que —¿quién sabe?— tal vez August se hubiera sentido amenazado por aquel hombre que esperaba en el paso de peatones al otro lado de la calle.

Frans miró a su hijo por enésima vez ese día. Debería caérsele la cara de vergüenza, pensó. Antes consideraba a August como alguien únicamente raro e incomprensible. Ahora se preguntaba si el chico y él no serían bastante similares. Cuando Frans era pequeño los médicos no perdían el tiempo emitiendo diagnósticos; por aquel entonces, a la gente se la tachaba con suma facilidad de rara o retrasada. Y punto. Él mismo había sido, decididamente, extraño, demasiado serio, de gesto impasible; a ninguno de sus compañeros de clase le caía muy bien, por así decirlo. Claro que, por otra parte, él tampoco disfrutaba mucho de su compañía; se refugiaba en los números y las ecuaciones, y permanecía callado la mayor parte del tiempo.

En la actualidad, difícilmente le habrían calificado de autista como se hizo en su momento con August, pero sin duda le habrían colgado la etiqueta de «síndrome de Asperger», lo cual podría haber sido bueno o malo, no tenía mucha importancia. Lo importante era que Hanna y él habían confiado en que ese temprano diagnóstico les iba a ayudar. Sin embargo, no habían sucedido demasiadas cosas. Hasta ahora, a los ocho años de edad del niño, Frans no se había dado cuenta de que August poseía un don especial que, por lo visto, era tanto espacial como matemático. ¿Por qué Hanna y Lasse no habían descubierto nada de eso?

Aunque Lasse era un hijo de puta, Hanna, en el fondo, era una persona sensible y receptiva. A Frans nunca se le olvidaría su primer encuentro. Fue en una cena de la Real Academia de Ingeniería, en el ayuntamiento de Estocolmo; a él le daban algún premio que le traía sin cuidado. Llevaba toda la noche aburriéndose como una ostra y deseando que llegara el momento de poder sentarse frente a su ordenador cuando una bella mujer que le resultaba vagamente familiar —los conocimientos de Frans sobre el mundo de los famosos eran muy limitados— se acercó a su mesa y empezó a hablar con él. En la imagen que él tenía de sí mismo, Frans seguía siendo aquel bicho raro del colegio de Tappström al que las chicas sólo lanzaban miradas de desprecio.

Frans no podía entender qué era lo que una mujer como Hanna veía en él. Por aquella época, además, ella estaba en el apogeo de su carrera, aunque él en ese momento no lo sabía. Pero ella lo sedujo, y esa noche hizo el amor con él como ninguna otra mujer lo había hecho nunca. A eso le siguió la que probablemente fuera la época más feliz de su vida y, a pesar de eso…, los códigos binarios vencieron al amor.

Su obsesión por el trabajo dio al traste con su matrimonio, y tras la separación todo fue de mal en peor. Lasse Westman tomó el relevo, Hanna se fue apagando y era probable que eso mismo le hubiera ocurrido también a August. Frans, naturalmente, debería estar furioso, pero sabía que tenía buena parte de la culpa. Había abandonado a su hijo y comprado su propia libertad con dinero, y quizá fuera verdad lo que se afirmó durante el juicio por su custodia: que él eligió el sueño de una vida artificial antes que a su propio hijo. Qué pedazo de idiota había sido.

Sacó su portátil para buscar en Google más información sobre los talentos
savants
. Ya había pedido unos cuantos libros, entre otros la gran obra de referencia sobre el tema,
Islands of Genius
, escrito por el catedrático Darold A. Treffert. Fiel a su costumbre a la hora de abordar las cosas, pensaba aprender todo lo que pudiera sobre los
savants
. No iba a permitir que cualquier psicólogo o pedagogo se riera de su ignorancia y le dijera lo que era mejor para August. Se propuso saber más que ellos, de modo que continuó con sus búsquedas
online
, y en esta ocasión le llamó la atención el relato de una niña autista llamada Nadia.

La vida de esa chica se explicaba en el libro de Lorna Selfe,
Nadia: a case of extraordinary drawing ability in an autistic child
, y en el de Oliver Sacks,
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
, dos obras que Frans había leído con fascinación. Era una historia emocionante y, en muchos sentidos, podía considerarse paralela a la de August. Al igual que él, Nadia parecía perfectamente normal al nacer, pero con el paso del tiempo los padres se dieron cuenta de que algo no iba bien.

La niña no desarrolló el habla. No miraba a nadie a los ojos. Rechazaba el contacto físico y no reaccionaba a las sonrisas ni a otros gestos o estímulos de la madre. La mayor parte del tiempo permanecía callada y retraída, y se dedicaba, con gran obsesión, a cortar con tijeras hojas de papel en franjas indescriptiblemente delgadas. A la edad de seis años aún no había pronunciado palabra alguna.

Sin embargo, dibujaba como un Leonardo da Vinci. A los tres años, de forma inesperada, empezó a representar caballos y, a diferencia de otros niños, no comenzaba con la forma, con la visión de conjunto, sino con algún pequeño detalle: el casco de una pata, la cola, la bota del jinete… Pero lo más extraño de todo era que lo hacía a mucha velocidad. Iba uniendo las partes a un ritmo vertiginoso —un poco por aquí, otro poco por allá— hasta componer un todo perfecto: la figura de un caballo que avanzaba al galope o al paso. Debido a sus propios intentos en la adolescencia, Frans sabía que no había nada más difícil de recrear que un animal en movimiento. Por mucho que nos empeñemos, el resultado da una impresión poco natural o forzada. Para que surja la ligereza de la dinámica del movimiento se requiere poseer el don de un maestro. Y Nadia, con sólo tres años, ya lo poseía.

Sus caballos eran imágenes perfectas, realizadas con un trazo grácil y espontáneo, y resultaba evidente que no eran la consecuencia de una larga práctica. Su virtuosismo brotaba como cuando revienta una presa. Tenía fascinada a la gente. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible que con sólo unos veloces movimientos de la mano se saltara siglos de evolución en la historia del arte? Los investigadores australianos Allan Snyder y John Mitchell estudiaron los dibujos y en 1999 defendieron una tesis que poco a poco ha ido teniendo una aceptación general: que todos poseemos una capacidad heredada para ese tipo de virtuosismo, pero que en la mayoría de nosotros se encuentra bloqueada.

Si vemos un balón de fútbol —o lo que sea— no comprendemos de inmediato que se trata de un objeto tridimensional. Al contrario: el cerebro interpreta a la velocidad de un rayo una serie de detalles, como sombras que se proyectan, o diferencias de profundidad y de matices, y a partir de ahí sacamos conclusiones acerca de su forma. No somos conscientes de ello, pero se requiere un análisis de las partes antes de captar algo tan simple como que lo que vemos es un balón y no un círculo.

El cerebro obtiene un resultado final por sí mismo, y cuando lo hace ya no advertimos todos esos detalles que habíamos percibido al principio. El bosque, por decirlo de algún modo, nos impide ver los árboles. Pero lo que llamó la atención de Mitchell y Snyder fue que si fuésemos capaces de rescatar la imagen original de nuestro cerebro estaríamos en condiciones de contemplar el mundo de una manera absolutamente nueva, y entonces quizá lo podríamos representar de forma más ligera, al igual que lo hacía Nadia sin ningún tipo de preparación.

En otras palabras: la idea era que Nadia tenía acceso a la imagen original, a la propia materia prima del cerebro. Ella percibía el hormigueo de detalles y sombras antes de que fuesen elaborados; por eso siempre empezaba con una parte aislada, como un casco o un hocico, y no con la totalidad, porque ésta, tal y como la vemos nosotros, aún no se había confeccionado. Y aunque Frans Balder veía algunos defectos en la teoría —o, cuando menos, como siempre sucedía, hacía gala de su espíritu crítico—, había algo en la idea que le atraía.

En muchos sentidos era ese original punto de vista el que siempre había buscado en sus investigaciones; una perspectiva que no daba nada por hecho, sino que miraba más allá de lo obvio hasta llegar a los pequeños detalles. Se sintió cada vez más obsesionado con el tema y continuó leyendo con creciente fascinación, hasta que llegó a un punto en el que se quedó de piedra. Incluso maldijo en voz alta, y miró a su hijo mientras una punzada de angustia le recorría el estómago. Pero lo que provocó su estremecimiento no fue nada relacionado con los resultados de la investigación, sino la descripción del primer año de Nadia en el colegio.

A Nadia la habían metido en una clase para niños autistas, por lo que su enseñanza se centró en hacerla hablar, y la niña, efectivamente, hizo sus progresos. Las palabras llegaron de una en una. Sin embargo, pagó un precio muy alto. A medida que empezaba a hablar fue desapareciendo su genialidad con el lápiz; según la autora del libro, Lorna Selfe, era probable que una forma de expresión hubiera sustituido a la otra. De ser un genio artístico, Nadia pasó a ser una niña autista normal, gravemente discapacitada, que era cierto que hablaba un poco pero que había perdido por completo aquello que asombró al mundo. ¿Merecía la pena renunciar a ello tan sólo para poder pronunciar unas pocas palabras?

«¡No!», quiso gritar Frans; quizá porque él mismo siempre había estado dispuesto a pagar el precio que hiciera falta para convertirse en un genio en su campo. Era preferible ser una persona incapaz de mantener una simple conversación en una cena que alguien mediocre. ¡Cualquier cosa antes que ser normal y corriente! Ésa había sido su filosofía de vida y, aun así… no era tan estúpido como para no entender el problema: sus propios principios elitistas no eran necesariamente los mejores consejeros en este caso. Quizá unos cuantos dibujos no fueran nada comparados con la capacidad que tiene una persona para pedir un vaso de leche, por ejemplo, o para intercambiar algunas palabras con un amigo, o un padre… ¿Él qué sabía?

Y, a pesar de todo, se negaba a plantearse semejante elección. No soportaba la idea de tener que optar por eliminar lo más fantástico que había ocurrido en la vida de August. Ni hablar, no… Ojalá nunca tuviera que hacerle frente a un dilema semejante. Ningún padre debería tener que elegir entre las alternativas «genio» o «no genio». Porque nadie podía saber,
a priori
, qué era lo mejor para el niño.

Cuanto más pensaba en ello más absurdo lo encontraba; directamente: no se lo creía. O quizá, más bien, no «quería» créerselo. Al fin y al cabo, Nadia no era más que un caso, y un solo caso no constituía una base científica.

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