Lo que no te mata te hace más fuerte (21 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Fuera se alzaba una figura alta y corpulenta, vestida de negro y con un ceñido gorro, también negro, que llevaba incorporada una pequeña linterna. El individuo hizo algo en el cristal. Pasó la mano sobre él con un movimiento fuerte y veloz, más o menos como si fuera un artista dando su primera pincelada en un lienzo nuevo y, antes de que Frans ni siquiera tuviera tiempo de gritar, parte de la cristalera se desplomó y el hombre avanzó.

El tipo se hacía llamar Jan Holtser y solía declarar que trabajaba en temas de seguridad para el sector industrial. En realidad, se trataba de un exsoldado de élite del ejército ruso que, más que encontrar soluciones para problemas de seguridad, lo que hacía era crearlos. Llevaba a cabo operaciones como la que le ocupaba ahora, operaciones en las que, por regla general, la labor previa era tan meticulosa que los riesgos no resultaban ser tan grandes como en un principio cabía suponer.

Se rodeaba de un pequeño grupo de gente muy capaz y, aunque ya no era joven —tenía cincuenta y un años—, se mantenía en forma imponiéndose una dura disciplina de entrenamientos y era conocido por su eficacia y su capacidad de improvisación. Si surgían imprevistos, los tenía en cuenta y modificaba sus planes.

Compensaba con su experiencia lo que había perdido en agilidad juvenil, y a veces, al hallarse entre ese reducido grupo de personas con las que podía charlar abiertamente, hablaba de una especie de sexto sentido, un instinto adquirido. Los años le habían enseñado cuándo había que aguardar y cuándo debía actuar rápido, y aunque hacía ya un tiempo que había pasado por una profunda depresión, durante la que mostró síntomas de debilidad —de humanidad, diría su hija, sin duda—, últimamente se sentía más fuerte que nunca.

Había recuperado la alegría por el trabajo, la vieja sensación de nervios y emoción. Bien era cierto que todavía se automedicaba con diez miligramos de diazepam antes de realizar una intervención, aunque eso lo hacía con el único fin de agudizar su precisión con las armas y, además, ello no impedía que su mente permaneciera despejada y en alerta en los momentos críticos. Pero, sobre todo, siempre llevaba a término lo que se proponía. Jan Holtser no era una persona que abandonase o defraudara. Así era como se veía él.

No obstante, esa noche, a pesar de que quien lo había contratado había insistido en que corría mucha prisa, se había planteado seriamente abortar la operación. El mal tiempo podría ser una causa, claro; eran circunstancias difíciles en las que trabajar. Pero a él una tormenta nunca le habría parecido suficiente motivo para aplazar una intervención; jamás se le pasaría por la mente algo así. Era ruso y soldado, y había combatido bajo peores condiciones climáticas; y, además, odiaba a la gente que se quejaba por tonterías como ésas.

Lo que le preocupaba era la vigilancia policial que de buenas a primeras había aparecido. Los agentes que habían acudido, sin embargo, no le intimidaban lo más mínimo. Había estado observándolos, viéndolos dar vueltas por el jardín con distracción y aparente desgana, como unos niños a los que hubieran castigado a salir allí fuera, con aquel mal tiempo. Preferían refugiarse dentro de su coche para charlar y se asustaban con mucha facilidad, sobre todo el alto.

Éste daba la impresión de albergar una especial antipatía por la oscuridad, la tormenta y las aguas oscuras. Hacía unos minutos, ese tipo había estado ahí parado, aterrado por completo —según parecía— y mirando fijamente a los árboles, tal vez porque intuía su presencia. Ahora bien, eso en sí mismo no preocupaba a Jan, pues sabía que, si quisiera, podría cortarle el cuello con rapidez y absoluto sigilo. Aun así, claro estaba, la presencia de esos policías no le gustaba.

Aunque esos maderos fueran unos auténticos patanes, la vigilancia policial aumentaba de forma considerable los riesgos y, sobre todo, era un indicio de que se había filtrado una parte de los planes y de que se había elevado el estado de alerta. Era posible, incluso, que el catedrático hubiera empezado a hablar, lo que no sólo convertiría la intervención en absurda sino que también podría empeorar su situación en general, y Jan no quería, ni por un momento, exponer al arrendatario de sus servicios a riesgos innecesarios. Ahí radicaba, precisamente, buena parte de su éxito: siempre consideraba la situación en su conjunto y, a pesar de su profesión, era él quien a menudo pedía cautela.

No sabía cuántas organizaciones criminales de su país habían sido desmanteladas o se habían hundido por pecar de una exagerada tendencia a la violencia. La violencia puede imponer respeto. La violencia puede acallar e intimidar, y eliminar riesgos y amenazas. Pero la violencia también puede crear caos y toda una cadena de efectos indeseados. Todas ésas habían sido sus reflexiones mientras permanecía oculto tras los cubos de basura. Hubo un instante, incluso, en el que estuvo convencido de que iba a tener que interrumpir la operación y regresar a su hotel. Pero al final no fue necesario.

Alguien llegó en un coche y atrajo toda la atención de los agentes, momento en el que Jan Holtser vio su oportunidad. Y sin tener del todo claro si su decisión estaba bien fundamentada, se puso la linterna en la cabeza, sacó un cortavidrios de diamante y su arma, una 1911 R1 Carry con un silenciador fabricado a medida, y los sopesó con la mano. Luego pronunció las palabras de siempre:

—Hágase tu voluntad, amén.

No obstante, se quedó quieto. La inseguridad no lo había abandonado ¿Era realmente la decisión más acertada? Se vería obligado a actuar con mucha rapidez. Por otra parte, conocía la distribución de la casa como la palma de su mano, y Yuri ya había pasado por allí en dos ocasiones y se había introducido en el sistema de alarmas. Además, los polis del coche eran unos torpes aficionados. Si algo hacía que se retrasara allí dentro —que el investigador no tuviera el ordenador al lado de la cama, por ejemplo, como todo el mundo le había asegurado, o que a los policías les diera tiempo a acudir en auxilio de Frans—, Jan podría liquidar también a los maderos sin ningún problema. La idea incluso le agradaba. Por eso murmuró una segunda vez:

—Hágase tu voluntad, amén.

Quitó el seguro del arma y se desplazó con rapidez hasta el ventanal que daba a la bahía para mirar en el interior de la casa. Era posible que se debiera a toda esa situación de inseguridad y a las dudas que había tenido, pero lo cierto fue que cuando descubrió a Frans Balder de pie en el dormitorio, profundamente absorto en algo, reaccionó con una inusitada intensidad. Intentó convencerse de que eso le iba muy bien, el objetivo resultaba muy visible, pero los malos presagios acudieron de nuevo y se obligó a volver a sopesar los pros y los contras: ¿debía abortar la operación?

No la abortó. Tensó los músculos de su brazo derecho y pasó el diamante sobre el cristal con todas sus energías para luego presionarlo hacia dentro. El vidrio cayó con un inquietante estruendo y Jan se precipitó hacia la habitación. Alzó de inmediato el arma y apuntó a Frans Balder, que lo estaba mirando con intensidad mientras movía la mano como si saludara a alguien con desesperación. Luego Balder empezó a pronunciar, como si estuviera en trance, algo confuso y solemne que sonaba como una oración, como una letanía. Pero en lugar de «Dios» o «Jesucristo», Jan percibió la palabra «idiota». Ésa fue la única palabra que entendió, aunque a decir verdad le daba absolutamente igual: la gente le había soltado todo tipo de cosas raras en situaciones así.

No mostró clemencia alguna.

Rápido, muy rápido, y casi sin ningún ruido, el tipo se desplazó del recibidor al dormitorio. A pesar de todo, Frans tuvo tiempo de sorprenderse de que la alarma no se hubiera activado y de reparar en el dibujo de una araña gris que el hombre tenía en el jersey, a la altura del hombro, y en una fina y alargada cicatriz que recorría su pálida frente y que quedaba parcialmente oculta por el gorro.

Luego se percató del arma. El hombre le estaba apuntando con una pistola. Frans levantó una mano como buscando una vana protección y pensó en August. Sí; a pesar de que, de forma tan apabullantemente evidente, su vida estaba en peligro y el terror le había encogido el corazón, pensó en su hijo y en nada más. «¡Que pase lo que tenga que pasar!». «¡Si tengo que morir, moriré, pero August no!». Y por eso exclamó:

—¡No mates a mi hijo! Es idiota, no se entera de nada.

Pero Frans Balder no supo si había podido acabar la frase, porque de repente el mundo se detuvo y la noche y aquel mal tiempo de allí fuera parecieron ir hacia él. Y todo se volvió negro.

Jan Holtser disparó y, según lo previsto, no erró en su precisión. Dos balas impactaron en la cabeza de Frans Balder, quien, haciendo desesperados aspavientos con las manos, se desplomó sobre el suelo como un espantapájaros; no cabía duda de que estaba muerto. Pero a Holtser algo le dio mala espina. Un viento huracanado entró barriendo la casa desde el mar y le pasó por la nuca como una fría y viva criatura, y por unos segundos no supo qué era lo que le estaba ocurriendo.

Todo había salido según lo planeado; y allí estaba el ordenador de Balder, tal y como le habían dicho. Sólo tenía que cogerlo y salir corriendo, nada más. Debía mostrar la misma eficacia de siempre. Sin embargo, se quedó congelado, como si se hubiese convertido en hielo, y se percató de la causa con un inusitado retraso.

En la amplia cama de matrimonio, casi tapado del todo por un edredón, había un niño con el pelo alborotado y revuelto que lo contemplaba con una mirada vidriosa, una mirada que se le clavó muy dentro, y no sólo porque esos ojos parecieran atravesarle el alma; también había otros motivos. Aunque eso ahora no venía a cuento.

Había que cumplir la misión, hasta el final. Nada tenía que poner en riesgo la operación ni nadie debía exponerse a peligros innecesarios; y ahí tenía a un testigo clarísimo. Pero no podía haber testigos, sobre todo ahora que el niño le había visto la cara. Así que apuntó al chico con el arma, intercambiando una mirada con esos ojos extrañamente resplandecientes, y por tercera vez esa noche murmuró:

—Hágase tu voluntad, amén.

Mikael Blomkvist se bajó del taxi. Llevaba unas botas negras, un largo abrigo blanco forrado y con un ancho cuello de piel de borrego que había rescatado del armario y un viejo gorro polar de piel con orejeras heredado de su padre.

Eran las 02:40 horas. Las noticias de la radio habían informado de que un camión había sufrido un grave accidente y de que, al parecer, había bloqueado la autopista de Värmdö. Pero ni Mikael ni el taxista percibieron rastro alguno de ese accidente: fueron solos todo el camino y lo único que vieron fue una serie de suburbios castigados por la tormenta. Mikael estaba mareado de puro cansancio y no deseaba más que meterse bajo las sábanas con Erika y volver a dormirse.

Pero había sido incapaz de decirle que no a Balder. No entendía muy bien por qué. Tal vez fuera por una especie de sentido del deber, una sensación de que ahora, cuando la revista se hallaba en crisis, no podía dejarse llevar por la comodidad. O quizá fuera porque la voz de Balder sonó como la de alguien que se siente solo y aterrado, algo que en Mikael provocó no sólo simpatía sino también curiosidad. Pero no curiosidad por enterarse de algo sensacional; en ese aspecto, contaba fríamente con la posibilidad de sufrir una decepción. Incluso era posible que más bien tuviera que hacer de terapeuta, de cuidador nocturno en plena tormenta. Claro que, por otra parte, nunca se sabía… Y de nuevo pensó en Lisbeth; ella rara vez hacía algo sin tener un buen motivo. Además, Frans Balder era, sin lugar a dudas, una persona fascinante que nunca se había dejado entrevistar. «Puede ser interesante», pensó Mikael mientras escudriñaba la oscuridad.

Una farola de azulada luz iluminaba la casa, una casa que, por cierto, no estaba nada mal: una arquitectura de diseño, con grandes ventanales y un ligero parecido a un vagón de tren. Junto al buzón, había un policía alto, de unos cuarenta años, poco bronceado y con algo forzado y nervioso en la expresión. No muy lejos había otro agente de policía, más bajo, que discutía con un hombre bebido que hacía aspavientos con los brazos. Claramente, en ese recóndito lugar había más actividad de la que Mikael se había imaginado.

—¿Qué pasa? —le preguntó al policía más alto.

No obtuvo respuesta. El móvil del agente sonó, y Mikael entendió enseguida que algo había ocurrido. Al parecer, el sistema de alarmas no funcionaba con normalidad. Pero Mikael no se quedó a escuchar más, porque oyó un ruido procedente de la parte baja del jardín, un crujido preocupante, e instintivamente lo relacionó con la llamada que había recibido el policía. Dio un par de pasos a la derecha para mirar hacia una bajada que descendía hasta un embarcadero y el mar y hacia otra farola que alumbraba con su tenue y azulada luz. En ese momento, una figura apareció corriendo, como surgida de la nada, y Mikael se dio cuenta de que allí acababa de suceder algo. Y de que no era nada bueno.

Jan Holtser puso el dedo sobre el gatillo de su arma. Ya estaba a punto de pegarle un tiro al niño cuando oyó un coche que se acercaba por el camino. Y entonces, a pesar de todo, dudó. En realidad no fue por el vehículo, sino por la palabra «idiota», que volvió a aparecer en su mente. Por supuesto, comprendía que el catedrático hubiera tenido todos los motivos del mundo para mentir en los últimos instantes de su vida, pero ahora que Jan miraba al chico se preguntó si lo habría dicho en serio.

La quietud del niño resultaba llamativa en exceso, y su rostro irradiaba asombro más que terror, como si no entendiera nada de lo que estaba pasando. Su mirada se le antojó a Jan demasiado vacía y vidriosa como para ser capaz de asimilar algo de verdad.

Pertenecía a una criatura muda e ignorante, y eso no era algo que Jan descubriera en esos instantes, porque de pronto le vino a la memoria algo que había leído mientras preparaba la operación. Era verdad, pues, que Balder tenía un hijo gravemente discapacitado, aunque tanto en la prensa como en la documentación del tribunal se decía que no le habían concedido derecho alguno para verlo. No obstante, seguro que era él, de modo que Jan ni podía ni necesitaba matarle. Carecería de sentido y sería una violación de su ética profesional. Cuando se dio cuenta de ello le invadió un enorme y repentino alivio que debería haberle hecho sospechar si hubiera estado más atento a sí mismo.

Bajó la pistola, cogió el ordenador y el teléfono de la mesita de noche y los introdujo en su mochila. Luego salió corriendo en dirección a la vía de escape que ya tenía pensada. Pero no llegó lejos. Oyó una voz a sus espaldas y se dio la vuelta. Arriba, en el camino, había un hombre que no era ni el policía alto ni el bajo, sino alguien nuevo, que iba vestido con un abrigo blanco y un gorro polar de piel, y que irradiaba una autoridad muy diferente. Y quizá fuera por eso por lo que Jan volvió a alzar su pistola. Intuyó peligro.

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