Lo que no te mata te hace más fuerte (22 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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El hombre que pasó a toda velocidad vestía de negro, era de complexión atlética y llevaba un gorro con linterna. Por alguna razón que Mikael no alcanzaba a explicarse del todo, le dio la impresión de que ese tipo formaba parte de una operación mayor, una operación coordinada. Mikael esperaba que de un momento a otro aparecieran en aquella oscuridad más individuos como ése, lo que le provocó un profundo malestar. Gritó:

—¡Eh, alto!

Todo un error. Mikael lo supo en el mismo instante en que el hombre se quedó quieto como una estatua, como un soldado en la batalla, y seguro que fue esa asociación la que hizo que Blomkvist reaccionara con tanta rapidez, pues cuando aquel individuo, con una asombrosa facilidad, sacó el arma para disparar, Mikael ya se había tirado al suelo, detrás de una esquina de la casa. El disparo apenas fue perceptible, pero cuando el buzón de Balder estalló no quedó ninguna duda de lo que había pasado. Entonces, el más alto de los agentes interrumpió abruptamente su conversación telefónica, aunque no se movió; se limitó a quedarse allí como paralizado. El único que dijo algo fue el borracho:

—Pero ¿qué circo es éste? ¡Joder! ¿Qué está pasando aquí? —gritó con un potente tono que a Mikael le resultó extrañamente familiar, y fue entonces cuando los policías empezaron a hablar entre sí con susurrantes y nerviosas voces:

—¿Eso ha sido un disparo?

—Creo que sí.

—¿Qué hacemos?

—Tenemos que pedir refuerzos.

—Pero se va a escapar por allí abajo.

—Vamos a echar un vistazo —contestó el alto, y con movimientos lentos y dubitativos, como si desearan que el tirador se escapara, sacaron sus armas y echaron a andar hacia la bahía.

Lejos de aquella invernal oscuridad, un perro ladraba, un perro pequeño e insistente, y desde la bahía subían unas violentas ráfagas de viento. La nieve se arremolinaba y el suelo estaba resbaladizo. El más bajo de los policías estuvo a punto de caerse y empezó a hacer aspavientos con las manos, como un payaso. Con un poco de suerte no tendrían que enfrentarse a ese individuo. Algo le decía a Mikael que el hombre se desharía de los dos policías sin ningún tipo de problema. Esa manera rápida y eficaz con la que se había vuelto sobre sí mismo al tiempo que sacaba su arma y disparaba indicaba que estaba preparado para situaciones como ésa, y Mikael se preguntó si debería hacer algo.

No tenía nada con lo que defenderse, pero aun así se levantó, se sacudió la nieve y volvió a mirar con cuidado en dirección al mar. Por lo que pudo entender, no estaba pasando nada trágico. Los policías caminaban por la orilla en dirección al chalé vecino, pero de aquel tipo vestido de negro no se veía ni rastro. Y entonces Mikael también echó a andar hacia abajo y no tardó mucho en percatarse de que uno de los ventanales de la casa de Balder estaba roto.

Un gran agujero dejaba desprotegida la vivienda. Allí dentro, frente a sus ojos, Mikael vio una puerta abierta y se preguntó si no debería llamar a los policías. No llegó a hacerlo porque oyó algo, un extraño y apagado gemido; así que entró a través de la cristalera rota y llegó a un pasillo que tenía un bonito parqué de roble que resplandecía débilmente en la oscuridad. Se acercó despacio hasta la puerta de donde con toda seguridad procedía el gemido.

—¡Balder! —gritó—. Soy yo, Mikael Blomkvist. ¿Ha pasado algo?

No obtuvo respuesta. Pero el gemido se intensificó. Inspiró hondo y entró. Se sobresaltó y se quedó de piedra, paralizado. No sabría decir qué fue lo que advirtió en primer lugar ni lo que más le impresionó. No estaba seguro de que hubiera sido aquel cuerpo tirado en el suelo, a pesar de la sangre y la exánime expresión de aquella mirada vacía y rígida.

Quizá fuera la imagen que descubrió en la gran cama de matrimonio, aunque en un primer momento le fuese imposible discernir de qué se trataba. Allí había un niño de unos siete u ocho años —un chico con un pijama azul de cuadros, con finos rasgos faciales y un pelo rubio y alborotado— que, metódica y contundentemente, golpeaba su cuerpo contra el cabecero de la cama y la pared. Parecía poner todo su empeño en intentar lastimarse y cuando gemía no sonaba como un niño que sufriese o llorara, sino más bien como alguien que se esforzaba por darse golpes con toda la fuerza que le era posible. Antes incluso de que le diera tiempo a asimilar lo que estaba viendo, Mikael se abalanzó sobre él. Pero eso no ayudó nada. El chico siguió pataleando con violencia a diestro y siniestro.

—Tranquilo —dijo Mikael—. Tranquilo —repitió abrazándolo.

Pero el chico se volvía y se retorcía con una energía asombrosa, explosiva, y consiguió —quizá también porque Mikael no quería agarrarlo demasiado fuerte— soltarse de sus brazos enseguida y, descalzo, salir corriendo por la puerta hasta llegar al pasillo para dirigirse luego hacia el ventanal, pisando los cristales rotos. Mikael salió tras el niño gritando «¡No!», «¡No!», y fue entonces cuando se cruzó con los policías.

Estaban allí fuera, frente a él. Con un gesto de total desconcierto.

Capítulo 11

21 de noviembre

Una vez más,
a posteriori
, pudo constatarse que los policías, como casi siempre, no habían cumplido con sus rutinas y que cuando acordonaron la zona ya era demasiado tarde. Lo más seguro era que el hombre que había matado a Frans Balder hubiera podido ponerse a salvo con toda tranquilidad porque los primeros agentes que acudieron al lugar del crimen, Peter Blom y Dan Flinck —a quienes sus compañeros llamaban, con cierta sorna, Casanovas—, tardaron en dar el aviso, o al menos no lo hicieron con la urgencia y la autoridad que habrían sido necesarias.

Hasta las 03.40 horas los técnicos y los investigadores de la brigada de violencia no llegaron allí. A esa misma hora apareció una mujer joven que se presentó como Gabriella Grane, de quien todos pensaron, al ver su indignación, que era familiar de la víctima. Más tarde sabrían que trabajaba en la Säpo como analista y que había sido enviada por la mismísima jefa de la organización. Pero eso no le sirvió de nada: debido a los ya clásicos prejuicios del cuerpo, o posiblemente para dejarle claro que se la consideraba poco menos que una intrusa, le encomendaron una única tarea: la de cuidar al niño.

—Parece que se te dan bien los críos —dijo el comisario de guardia Erik Zetterlund, el único responsable, por el momento, de la investigación, al ver cómo Gabriella, con sumo cuidado, se inclinaba para examinar los pies heridos del niño. Y aunque Gabriella le espetó que tenía cosas más importantes que hacer, claudicó al mirar al chico a los ojos.

August, así se llamaba, estaba petrificado de terror, y durante un buen rato permaneció sentado en el suelo de una de las habitaciones de la planta de arriba y no hizo más que pasar la mano mecánicamente, una y otra vez, sobre una alfombra persa roja. Peter Blom, que en los demás aspectos no había mostrado una especial capacidad de iniciativa, le puso unas tiritas en los pies y buscó un par de calcetines. Todos constataron que August también tenía moratones por todo el cuerpo y un labio partido. Según el periodista Mikael Blomkvist, cuya presencia causaba un patente nerviosismo en la casa, el chico se había golpeado la cabeza contra la cama y la pared, en la habitación de la planta baja, antes de salir corriendo, descalzo, y clavarse los cristales.

Gabriella Grane, a la que por alguna razón le dio algún que otro reparo presentarse a Mikael Blomkvist, cayó lógica e inmediatamente en la cuenta de que August era un testigo. Pero no consiguió comunicarse con él de ninguna forma. Tampoco logró ofrecerle consuelo alguno: darle abrazos y cariño, como se suele hacer con quien los necesita, no era, al parecer, el método más adecuado. El niño se mostró mucho más calmado cuando Gabriella se limitó a permanecer sentada a su lado, a cierta distancia, ocupándose de sus cosas. August pareció prestarle atención tan sólo una vez: fue cuando Gabriella, en una conversación con Helena Kraft, mencionó el número de la casa, el 79, aunque en ese momento Gabriella no pensó mucho en ello porque poco después consiguió, por fin, localizar a una Hanna Balder muy alterada.

Hanna quería recuperar a su hijo cuanto antes y le dijo a Gabriella, algo realmente asombroso, que cogiera un puzle —en concreto uno del
Vasa
, el buque real— que Frans, sin duda, tendría por ahí. No acusó al marido, en cambio, de haberse llevado ilícitamente al niño y no obtuvo respuesta alguna a la pregunta de por qué su novio se había presentado allí exigiendo que se lo devolviera. Fuera como fuese, no parecía haber sido la preocupación por el bienestar de August lo que le había incitado a presentarse en la casa.

Con todo, la presencia del chico arrojó un poco de luz sobre las viejas incógnitas de Gabriella. Ahora entendía por qué Frans Balder se había mostrado tan evasivo en ciertos aspectos y por qué no había querido un perro guardián. Durante la madrugada, Gabriella también se encargó de llamar a un psicólogo y a un médico para que acudiesen y, en caso de que se viera que el niño no necesitaba cuidados más urgentes, se llevaran a August a casa de su madre, en el barrio de Vasastan. Luego se le ocurrió una idea distinta.

Cayó en la cuenta de que el motivo del asesinato no tenía por qué ser el de acallar a Balder. Puede que los malhechores sólo hubieran pretendido robarle; y no algo tan banal como el dinero, sino su investigación. Gabriella no sabía en qué había estado trabajando Frans Balder durante el último año de su vida. Era posible que nadie salvo él mismo lo supiera, pero no resultaba muy difícil deducir, más o menos, de qué se trataba: con toda probabilidad, un desarrollo de su programa IA, que ya la primera vez que se lo robaron se consideró revolucionario.

Los colegas de Solifon lo habían intentado todo para poder acceder a aquello. En una ocasión, a Frans se le escapó que lo custodiaba como una madre vigila a su bebé, algo que debía de significar, pensó Gabriella, que no se separaba de él ni cuando dormía o que, al menos, lo guardaba cerca de la cama. Así que se levantó, le dijo a Peter Blom que le echara un vistazo a August y bajó al dormitorio, donde los técnicos estaban en plena faena.

—¿Habéis visto un ordenador por aquí? —preguntó.

Los técnicos negaron con la cabeza. Gabriella sacó su teléfono y llamó a Helena Kraft de nuevo.

Pronto se pudo constatar que Lasse Westman había desaparecido. Debió de haber abandonado el lugar aprovechando el desconcierto general, lo que hizo que Erik Zetterlund, el oficial de mando encargado temporalmente de la investigación, pusiera el grito en el cielo y profiriese todo tipo de insultos y palabrotas, sobre todo cuando resultó que Westman tampoco se encontraba en su casa, en Torsgatan.

Erik Zetterlund sopesó la idea, incluso, de dictar una orden de busca y captura, lo que hizo que su joven colega, Axel Andersson, le preguntara si Lasse Westman debía ser considerado peligroso. Tal vez Axel Andersson no lograra diferenciar a Lasse Westman de los papeles que había hecho en el cine y la televisión; aunque, en su defensa, había que decir que la situación se estaba volviendo cada vez más caótica.

No se trataba, a todas luces, de un asesinato normal: ningún ajuste de cuentas entre familiares, ni tampoco una fiesta en la que se hubiera perdido el control por culpa del alcohol o un acto cometido en un arrebato de cólera, sino de un ataque frío, bien planeado, contra un científico sueco de renombre internacional. Tampoco ayudó mucho precisamente que el director general de la policía de Estocolmo, Jan-Henrik Rolf, llamara para comunicarles que el crimen debería abordarse como un grave atentado contra los intereses de la industria sueca. De repente, Erik Zetterlund se hallaba inmerso en un suceso de política interior de máxima consideración, y aunque no poseía la mente más aguda del cuerpo comprendió que las medidas que tomara en esos momentos serían decisivas para la futura investigación.

Erik Zetterlund, que acababa de cumplir cuarenta y un años sólo dos días antes y que todavía arrastraba ciertas secuelas de la fiesta que había organizado, tampoco había asumido nunca, ni de lejos, la responsabilidad de un caso de ese nivel. Que le hubiera tocado en suerte hacerlo, aunque sólo fuese durante unas horas, se debía a la escasez de personal disponible a aquellas alturas de la noche y a que sus superiores hubieran optado por no despertar a los correspondientes profesionales de la Brigada Nacional de Homicidios ni a ninguno de los investigadores de homicidios más experimentados de la policía de Estocolmo.

Y allí estaba él, invadido por una creciente sensación de inseguridad y dando órdenes, a voz en grito, en medio de todo aquel desbarajuste. Procuró ante todo poner en marcha una eficaz operación puerta a puerta por todo el vecindario. Quiso recoger cuanto antes el mayor número posible de testimonios, aun temiendo que no diera demasiados frutos: era de noche y había una tormenta; tal vez los vecinos no hubieran visto mucho. Pero nunca se sabía. Y, además, había interrogado a Mikael Blomkvist, aunque la verdad era que no entendía qué coño hacía ese tío allí.

La presencia de uno de los periodistas más conocidos de Suecia no le facilitaba mucho la tarea y, encima, por un momento Erik Zetterlund pensó que Blomkvist lo estaba examinando críticamente para luego dejarlo en evidencia en algún artículo de los suyos. Pero seguro que esa idea no se debía más que a sus propias paranoias. Mikael Blomkvist también estaba manifiestamente conmocionado y durante todo el interrogatorio se mostró educado y dispuesto a prestar toda la ayuda que pudiera. Aunque, por desgracia, su contribución fue muy escasa. Todo había ido demasiado rápido, señaló el periodista, lo cual, ya de por sí, le pareció digno de atención.

Había algo despiadado y eficaz en la forma de moverse del sospechoso, y no sería una teoría demasiado atrevida, comentó Mikael Blomkvist, que el hombre fuera o hubiera sido militar, era posible que hasta de élite. Su manera de girar sobre sí mismo al tiempo que sacaba la pistola y disparaba le había dado la impresión de ser un movimiento sumamente entrenado. Sin embargo, a pesar de que el tipo llevaba una linterna en el gorro —negro y muy ceñido—, Blomkvist no consiguió fijarse en ningún rasgo facial.

No sólo porque la distancia fuera excesiva sino también porque Mikael se tiró al suelo justo en el instante en que el individuo se daba la vuelta. Sin duda debía dar gracias al cielo por estar vivo. Por eso sólo pudo describir el cuerpo y la ropa, algo que hizo muy bien, como reconoció Zetterlund. Era posible que el hombre, según el periodista, no fuese muy joven; tal vez pasara de los cuarenta. Se trataba de una persona de complexión atlética y constitución robusta, ancho de hombros y estrecho de cintura. Su altura estaba por encima de la media, entre 185 y 195 centímetros. Llevaba unas botas y ropa negra de estilo militar. También tenía una mochila y, quizá, un cuchillo sujeto a la pierna derecha.

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