—No te preocupes por eso.
—Eres un niño. Vamos. Tengo que hacer una visita más. Pero antes te voy a dejar instalado.
—¿Qué vas a hacer después?
—Tengo un compromiso.
—¿Con tu amigo, el de la terraza?
—Podría ser.
Las hospederas: garitas de primoroso aspecto que se suceden cada cierto trecho a lo largo de las avenidas. Desde allí es posible reservar alojamiento en cualquier edificio de la urbe. También en ellas se escucha la servil voz de Ernn. Contrasta su tono con la frialdad general de los cronnios.
Simple compensación, me explica A. Ya que los cronnios han perdido la costumbre de ser amables, a sus máquinas les han inculcado buenos modales. Es gracioso oírla cómo habla de las curiosidades de su país. Esto se hace así, o no se hace, simplemente. No posee el criterio científico de L.
Tampoco la atosigo con preguntas. Muchas son mis preocupaciones. Otro mundo. Se explica, en parte, mi estado psíquico de angustiosa desconfianza.
—¿Hasta cuándo podrás estar conmigo?
—Hasta mañana. Quedarás bastante interiorizado sobre las costumbres cronnias luego que te haya mostrado dos o tres cosas que es necesario que conozcas.
—¿Y después?
—Deberás esperar a que L. te encuentre. No creo que demore mucho. Seguramente ya anda en busca tuya.
No entra en el edificio donde me ha reservado departamento. Me da las señales del suyo para que la llame en caso de necesidad. Ella, a su vez, ha tomado las del mío.
—No aceptes ningún ofrecimiento de mujeres, ¿entendido? Tienes que prometérmelo.
—Está bien.
—No salgas esta noche…
La campanada interrumpe sus palabras. Por primera vez noto algo nuevo en ella. No parece un simple son: es el producto de un coro de millones de voces ahogadas que estallan en una palabra larguísima. Y esa palabra, que se hace inteligible tal vez porque en los anillos el fenómeno es más nítido, dice: ¡crooonnnn…!
—¿Es idea mía o la campana dice Cronn? —pregunto, sobresaltado.
—Sí: dice Cronn. De ahí deriva el nombre de nuestro país. Los primitivos pobladores creyeron que las voces de sus antepasados gritaban una vez al día el nombre de su tierra. —Añade, enigmática—: Nuestro mundo siempre nos recuerda dónde estamos.
El flujo de transeúntes no amaina. Nadie parece percatarse del estruendo. No obstante toda la ciudad parece quedar vibrando con él.
—Ya sabes: ningún ofrecimiento de mujeres. Duerme tranquilo. Y no pienses mal de mí. Mañana temprano te llamaré.
—¿El señor desea beber?
—No, gracias.
—¿Desearía comer el señor?
—Bueno, sí.
Me ofrece toda clase de guisos. Elijo varios al azar.
La terraza flota sobre una avenida color verde. Contemplo la hermosa metrópoli. Todas las calles son de colores distintos, para facilitar su identificación. Ha sido construida íntegramente de órganos-plásticos. Tiene capacidad para cinco millones de habitantes. Los tres satélites contienen más de seis mil poblaciones similares.
¿Qué será de L.? Ernn, transportada por el anillo, ya se ha alejado de los territorios que visitara aquella tarde en compañía del terco cronnio. El aro es en cierto sentido la órbita de un satélite que, al rotar alrededor de un eje perpendicular al de los planetas, permite que Ernn y las demás urbes del valle pasen por sobre todos los puntos de aquellos cada determinados períodos. O sea, basta quedarse en Ernn para que, llegado el momento, mediante un magnetón, sea posible dirigirse en un viaje vertical a cualquier lugar de ambos mundos.
—¿El señor desea una compañera para esta noche?
—No; gracias. A propósito, ¿es posible presenciar algún espectáculo artístico o cualquier cosa así?
—Sírvase pasar a la sala de estar, señor.
Había olvidado la televisión. La especial conformación de la subtierra es privilegiada para transmitir microondas. Éstas, al saltar de planeta en planeta, dan la vuelta al mundo, permitiendo que las imágenes lleguen nítidas a los puntos más remotos de ambos planetas y de los anillos. En la Tierra, para conseguir un efecto semejante, se requeriría de un complejo sistema de satélites artificiales.
Se ilumina toda la pared del fondo. Crece la sala de estar: un amplio vano la separa del dormitorio. Es tan nítida la imagen tridimensional que por un momento creo que el muro se ha descorrido para dejar al descubierto un dormitorio colindante. Una mujer entra por la derecha. Me lanza una lánguida mirada, y por un instante estoy seguro que se ha dirigido a mí. Es alta y de pelo rojo. Da la sensación que, de llamarla, me contestaría. Y que podría cruzar el vano y llegar donde ella. Tan real es la escena. La mujer vuelve a mirarme y sonríe. Luego comienza a desnudarse.
—¿Qué es esto?
—La señorita del departamento ocho, señor. Está sola. Parece que usted le agrada. ¿La llamo, señor?
La cronnia ha terminado de desvestirse. A la izquierda, a través de un muro transparente, se ve un baño. La pelirroja va hacia él.
—¡Basta! —grito—. ¡Terminemos con esto…!
La joven me mira sorprendida. La imagen se desvanece rápida.
—Perdone, señor. No creí que se molestaría.
—¡He pedido un espectáculo!
—No sé a qué se refiere el señor, entonces.
Sentimientos confusos me asaltan. ¿Hasta cuándo podré mantenerme así? Apenas probé la comida. Los últimos acontecimientos me han quitado el apetito. Ernn, solícita, me ofreció una docena de platos en cambio. Los rehusé. Ernn pareció evidentemente molesta por mi actitud. ¿Está enfermo el señor? ¿Desea que llame a una clínica? ¿Algo le ha parecido mal? Me ha costado bastante convencerla del hecho que sólo se trata de una vulgar inapetencia. De inmediato ha enumerado un sinfín de aperitivos, todos infalibles. He tenido que decir que no con firmeza.
—¿El señor desea tomar un baño antes de acostarse?
—No, gracias.
No tengo sueño. Respiro una brisa fresca.
—Hay una señorita en la puerta, señor.
De inmediato la puerta de calle se torna transparente. Es una pantalla que refleja a los visitantes.
Una muchacha rubia, alta y delgada. Sus ojos me escudriñan sin verme a través de la hoja. Apoyada en el marco a menos de dos metros de mí ofrece un aspecto tan vívido que casi le digo:
«¡Adelante!». Viste un traje celeste que armoniza con el color de sus ojos. I.: el nombre se destaca en su placa identificadora.
—¿A qué viene? —pregunto confuso.
—Busca alojamiento, señor.
—¡Tú se lo ofreciste!
—No, señor. Ella preguntó en el ascensor si había un departamento con un hombre solo. Y le indicaron éste.
—¿Le indicaron? ¿Quién le dio la información?
—Ernn, la ciudad, señor.
—¿Y quién eres tú, entonces?
—También Ernn, señor.
En el rostro se marca un leve rictus de impaciencia. El visor se apaga. La puerta se abre.
—¿Puedo pasar?
Una voz alta. Tratando de aparentar frialdad hago un gesto indefinible, entre asentimiento e interrogación.
—Estoy muy cansada para buscar alojamiento. —Entra, caminando con soltura. Esparce un perfume suave, enervante—. Usted es el único que está solo en el edificio, según lo que me informó el ascensor.
—¿La señorita desea servirse algo?
—Nada. —Se deja caer en el sofá, y me mira—. ¿O prefiere que me vaya?
Tengo que proceder con dominio de mí mismo. Ya no hay escapatoria.
—No. Puede quedarse.
Sonríe, complacida. Todos sus gestos tienen algo de malicioso e infantil.
—Vengo llegando de Ors. He tenido un día muy agitado.
—Yo también. ¿Comió?
—Sí. —Agrega, observándome con serenidad—. Me agrada usted. Ha sido una suerte encontrarlo. Anoche también llegué tarde a Ors. En el edificio donde aterricé el imbécil del ascensor me dijo que había un hombre solo…
—¿Desea algo de beber la señorita?
Ordena un trago, irritada.
—Estas ciudades parlantes me tienen hasta la coronilla. Qué impertinentes son, ¿no? ¿Siempre habrán sido iguales las ciudades cronnias? Bueno: como le decía, me fui para allá. El huésped era un tipo maduro y con una cara antipática. Estaba durmiendo. No le gustó que lo despertara.
—¿Y?
—Me pidió que durmiera en la sala de estar. Estaba tan agotada que acepté —añade, con un divertido fruncimiento de labios—: Espero que usted no me hará dormir en el sofá.
—No. No es necesario. —«Puedo hacerlo yo», estoy por agregar, nervioso.
Toma el vaso que trae el carro, y sale a la terraza. Sus movimientos son felinos. No parece apoyarse en el suelo. Cada gesto suyo destaca su extrema juventud. Me posee una gran agitación. I. me llama. En la penumbra me es fácil disimular mi nerviosidad. Apoyada en la baranda, la muchacha lanza una lánguida mirada a Ernn.
—Me gusta esta ciudad. ¿Y a usted?
—También.
—Nunca he estado de día aquí. Voy a tratar de cambiar mi horario de trabajo. Estoy llegando siempre tarde a dormir. ¿Me creerá que nunca he encontrado un departamento vacío?
—Es cuestión de preguntarle a las hospederas.
—No es para tanto —exclama, riendo—. Me gustan las sorpresas. Llamar a una casa, donde se sabe que hay un hombre. Y ver cómo es. ¡Me cargan los alcahueteos por televisión!
—¿La señorita desearía tomarse un baño antes de acostarse?
—Sólo una ducha.
—¿Nunca se ha arrepentido?
—¿De qué? —Sus finas cejas negras se enarcan, interrogativas.
—Que el ocupante sea demasiado desagradable.
Se encoge de hombros.
—Nunca he conocido un cronnio tan desagradable. ¿Le ha sucedido eso con alguna cronnia?
—No.
Me acuerdo de A. y de la promesa que le hiciera. De haberse quedado conmigo, I. no estaría aquí, tan suelta de cuerpo.
—Ya es hora de dormir, ¿no le parece? —Se dirige al dormitorio, anunciando con tono soñoliento—: Voy a darme una buena ducha.
—Sírvase pasar al dormitorio, señor.
Me echo en la única cama —ancha y sin ropa: el aire acondicionado la sustituye—, y trato de serenarme. Tras el ventanal, Ernn y su halo.
—Tenga la bondad de mirar a la izquierda, señor.
La pared que separa el baño del dormitorio —un cristal polarizado— se ilumina. Detrás del invisible panel la muchacha se apresta a entrar en la ducha. Sonríe, entre ingenua y picaresca. Su cuerpo se cubre con un manto de espuma. Algo hay en aquel desenfadado modo de proceder que inspira temor.
—¿Qué le parece la rubia, señor?
—Está bien —contesto, irritado.
—Siempre resulta mejor lo imprevisto, ¿verdad, señor?
—¿Quieres callarte?
—Muy bien, señor.
I. continúa bañándose alegre. No parece que una pared nos separase. El agua limpia su cuerpo de espuma.
—Llaman, señor.
Me pongo en pie de un salto. Lanzo una última mirada a I.: se apresta a entrar en la cámara de aire caliente para secarse. El muro que me separa de la sala de estar se convierte en un amplio salón.
No es el de mi departamento. Allí está A., de pie. Me hace un nervioso gesto para que me aproxime.
—Abandona de inmediato el departamento —cuchichea, agitada—. Van en tu busca.
—¿Cómo? ¿Quién?
—No puedo explicarte. Llámame de nuevo cuando estés lejos. Rápido. Estás en peligro.
Su figura se desvanece. Me quedo petrificado.
—¡A.! ¡Espera! —Pero ya es tarde.
No hay nada que hacer. Veloz abandono el dormitorio.
—¿Se va el señor?
—Sí.
—¿Qué le digo a la señorita?
El visor de la salida indica que el pasadizo está vacío.
—Que tuve que irme.
A mis espaldas la puerta se cierra en silencio. Aún aturdido entro en el ascensor.
—¿El señor desea alojamiento?
—¡NO!
—Está bien, señor. ¿Piso?
—Subterráneo.
Segundos después camino por un amplio pasaje, que desemboca en una de las cintas transportadoras. No miro para atrás.
Estoy en una vereda que se extiende hacia ambos extremos, dentro de un túnel colosal, iluminado por una fosforescencia verde. A mi derecha, dos escaleras mecánicas conectan el subterráneo con la ciudad. Pero no es eso lo que me sorprende, sino la manera de desplazarse de la gente. Avanzan con mucha rapidez desde el fondo del túnel deslizándose sobre algo. De pronto disminuye su velocidad, y la corriente se detiene. El público abandona la vía, salta a la vereda y parte hacia la calle o hacia los pasajes que conducen a los edificios. Separado por un andén central, corre otra vía en sentido contrario, de la cual también desciende una multitud que se dirige a las escaleras de la vereda opuesta, al otro lado del túnel.
Impulsado por el gentío, me instalo sobre la superficie luminosa. Estoy rodeado de gente tranquila. Algunos conversan en voz baja. Repentinamente siento que me empujan por los pies y que me voy de espaldas. Pierdo el equilibrio. Desesperado, trato de tenerme en pie con torpes movimientos del tronco y los brazos. Me encuentro sobre una cinta transportadora.
Como acelera progresivamente, debo ofrecer un curioso espectáculo. El público, a mi alrededor, me mira entre sorprendido y risueño, apartándose con prudencia. Por último, caigo a tierra. Sonrisas en los rostros de los demás.
No se escucha ni el más leve rumor de máquinas o de roce. Me pongo de rodillas, avergonzado.
Con alivio noto que otras personas se han sentado en el piso plástico. De nuevo la falta de niños.
El detalle me hace relegar a segundo término a I., A. y mi misterioso perseguidor. Al principio, cuando aún me creía en Polonia, su ausencia podía ser explicable. Si recién empezaba la colonización de los territorios, no era raro que los polacos hubiesen prescindido de ellos. Pero disipada la duda acerca de los «descubrimientos polacos», el problema vuelve. ¿Dónde están los niños?
Al otro lado, en la segunda cinta, la gente atraviesa en sentido contrario a enorme velocidad. La fosforescencia comunica a la multitud un tono que podría ser siniestro de no ser por el brillante pulimento de las paredes del túnel. El transportador se detiene al cabo de avanzar unos trescientos metros. Baja y sube público. Me quedo: pienso que es preferible alejarse al máximo de mi alojamiento. En cada paradero hay un paso bajo nivel, por donde cruzan otros dos caminos rodantes.
Se les puede alcanzar por intermedio de escaleras automáticas. Los distintos tonos de los túneles transversales forman en los cruces curiosos efectos cromáticos. Reparo en la quietud del aire.