—¡Espere! —Me pongo a su lado—. ¿La puedo acompañar?
—¡Ah, no lo sé! Eso es cosa suya…
Algo funciona mal, sin duda. Sigue ella su camino, sin preocuparse mucho de mí. Trato de ajustarme a su paso ágil. Temo estar haciendo el ridículo. Miro a los demás transeúntes: no se han dado por aludidos de nuestra conversación. Entonces recuerdo mi condición de fugitivo. Echo otra mirada en derredor: no se advierte nada sospechoso. Mi cerebro trabaja febril: pienso que, acompañado por una mujer, mi huida se facilitará. Claro que mi riesgo es mayor, porque puedo delatarme al hablar.
Caminamos callados. Es más alta que yo: una mezcla de sensualidad y pureza. La melancolía se refleja en su rostro. No ha vuelto a mirarme. Aquella actitud no parece motivada por alguna hostilidad hacia mí. Tampoco es indiferencia. Debo decir algo.
—¿En qué piensa?
—En muchas cosas. ¿Y usted?
—También. —Y ahí me quedo.
Todo lo que sale de mis labios se me antoja falto de gracia.
—¿Sabe? —empiezo, vacilante—. Es posible que mi modo de ser le parezca extraño… Recién me estoy recuperando de un grave accidente…
Me mira.
—¿Usted es vigía?
La pregunta me deja confuso. Otra vez recuerdo la placa.
—Sí. Pero… —Necesito salir del paso—. Voy a estar un tiempo largo alejado de mi trabajo.
Una plazoleta con varios magnetones. ¿Pensará embarcarse? Se detiene frente a uno y al toque de su mano, el aparato se eleva. La plataforma desciende.
—Ah… —dice, ascendiendo los tres escalones. Al ver que me he quedado en tierra, añade—: Voy a Ernn. ¿Viene?
En un segundo me decido. De nuevo se me hace presente la necesidad de alejarme del pueblo.
¿Qué será Ernn? De un salto, estoy a su lado. Me observa con una sonrisa indefinible.
—Usted es un tipo muy especial. Tiene que haber sido muy grave su accidente.
—¡Gravísimo!
La plataforma se integra con el magnetón. Tras la cúpula transparente el pueblo me parece hermoso. Tres o cuatro personas trepan a otro magnetón, disponiéndose a zarpar.
Sin replicar, se dirige a un sillón y toma el micrófono. Afuera, oscurece rápido. En el cielo, la negra masa del anillo presagia el advenimiento de las tinieblas. Dice la clave de partida.
El golpe de inercia me toma desprevenido. Manoteo en un inútil intento por aferrarme de algo. Se hunden los techos de las casas, y junto con aquella breve visión, caigo de costado. Acude ella en mi auxilio. Me pongo en pie, y me aferró a su brazo.
—¡Aún estoy muy débil!
Se desprende sin premura. Solamente entonces reparo en su manera de mirar. En alguien he visto antes aquella mirada triste y fría. En L. Claro que en ella se trasluce otro sentimiento, pero en ningún caso la hace perder su falta de interés por todo.
En su pecho hay una placa: A., seguido de una cifra, la que indica su profesión. Como desconozco los signos, no puedo averiguarla.
Se deja observar.
—¿Le parezco bien?
Enrojezco.
—¡Pues…, muy bien…! —digo, en un débil intento por salir del paso.
Ríe. Luego se aproxima a la pared translúcida. La sigo avergonzado. Algo que emana de ella me inhibe. Algo nos separa. Tal vez sea esa mezcla de sensaciones que en mí despierta. Inquieto me sitúo junto a ella. El paisaje se esfuma en el atardecer. Abajo, el pueblo parece una rueda de rayos multicolores recostado entre verdes praderas y colinas. Se divisan grandes extensiones cultivadas que se distinguen por su uniforme coloración. Debemos hallarnos sobre una región agrícola. Veo, también, rebaños de animales inidentificables por la distancia y la falta de luz. Hacia el sur los campos labrados se pierden en el horizonte. Al norte y este, las cordilleras limitan la llanura.
Nuestro vuelo es vertical. No queda duda que nos dirigimos al anillo, cuya negra mole nos sirve de techo. A juzgar por su tamaño, deduzco que se trata del primer aro, el más próximo al planeta interior.
Continuamos ascendiendo veloces, y mientras el parpadeo crepuscular juega con los detalles continentales, el magnetón devora los doscientos cincuenta kilómetros que nos separan del satélite.
A. se vuelve hacia mí, envuelta en un resplandor fosforescente. Ensimismado en la contemplación del panorama, no había reparado en la luminosidad que invadía la esfera. Aquélla comunica a la mujer y a las cosas un aspecto fantasmal. Descubro que la luz proviene del piso, construido, seguramente, con la misma sustancia del cielo raso de las casas.
—Tengo que hacer dos visitas en Ernn. Después dispondré de algún tiempo.
Su voz me retrotrae a la realidad. Toma asiento en el brazo de un sillón.
—El accidente me ha convertido en una calamidad.
—Conozco la labor de los vigías, aunque sólo una vez estuve en la Cáscara; pero sé que es una de las regiones más peligrosas. Claro que, con todo, usted no deja de parecerme un hombre especial.
¿Cáscara? ¿Qué podría significar eso? Estoy a punto de hacer la pregunta. Pero tengo que tragarme la curiosidad. Me aproximo a A. Me mira desde abajo, lo que me permite apreciar en una sola perspectiva el óvalo de su rostro. La fosforescencia hace fulgurar su piel. Tomo su mano izquierda, que mantiene apoyada en la rodilla. No me rechaza.
—¿Se demorará mucho en sus visitas?
—No. Es cosa rápida.
Se separa de mí, y toma el micrófono. Al perder su contacto, vuelve a parecerme inmaterial. Dice dos o tres palabras. Se vuelve. Mis dedos se hunden en sus hombros. La atraigo. Bruscamente se separa.
—Eres un tipo raro —dice en voz baja—. Agradable. Pero raro.
—¿Raro?
—¡No lo sé! Eres distinto a los otros. Me interesan los hombres distintos. Pero tú…
—¡No entiendo…!
—No te preocupes. No tiene mayor importancia. Sé que los que vigilan la Cáscara están expuestos a terribles accidentes. Y a veces sufren cambios muy grandes.
La figura de Raquel, bailando desnuda en el departamento. La intoxicación alcohólica. La clínica.
Veo rojo. La tomo por los hombros y la atraigo hacia mí. La estrecho con fuerzas. No se resiste. La beso. Sus labios están fríos. De súbito reacciona. Siento todo su cuerpo. Envuelve mi cuello con violencia. Sus dientes se oprimen contra los míos hasta producirme dolor. Se revuelve ella como un animal joven. Su actitud lejana ha desaparecido: es una mujer que está en mis brazos. Cada vez se entrega más. Se desprende violentamente. Se levanta, desfigurado el rostro. Tiembla, acometida por una brusca ira. Le brillan los ojos. La respiración le dilata las aletas nasales. Con rápidos movimientos se arregla el vestido y los cabellos. Va a decir algo. A insultarme quizá. Pero la furia desaparece de su cara: sólo una expresión cansada. Y de nuevo el frío.
—¿Por qué…? —Al acercarme, la mujer retrocede un paso. No demuestra temor ni inquietud.
Tropieza en un sillón: allí se queda, afirmada en su respaldo.
—Esa es una pregunta que no se puede contestar. Lo sabes muy bien.
—¡No sé nada!
—Ustedes, los vigías, piensan de un modo distinto.
Brillan sus ojos. Algo funciona mal. Creo que no he hecho ni dicho nada fuera de lo común. Su interés hacia mí se ha desvanecido.
—Ernn —dice ella, mirando a la distancia.
Me vuelvo ofuscado. Lejos: un conjunto de rascacielos que avanza a nuestro encuentro. Una gigantesca ciudad que desprende un halo policromo; una ciudad sin arrabales, en cuyas afueras comienza la sombría silueta de un bosque, que, al parecer, la circunda por completo. En pocos segundos cruzamos sobre una avenida, que se curva alrededor de la población, separándola de los macizos arbóreos. Y después, rascacielos y rascacielos, todos de altura uniforme, bien espaciados entre sí, que se yerguen en medio de verdes prados, jardines y parques de corpulentos árboles. Las calles desprenden aquella fosforescencia, cada una con su tonalidad propia: quietos ríos luminosos.
Advierto grandes plazas, con fuentes que lanzan surtidores de agua. Y sobre aquel conjunto, se eleva el halo fantástico, que se degrada en suaves gamas hasta esfumarse en la altura.
—¿Te sientes mal?
No debo hacer preguntas. El peligro se presenta por segunda vez en el curso de la tarde.
—No.
Desciende el magnetón sobre una azotea, donde se divisan otras esferas estacionadas. Pálido, a punto de ser poseído por el vértigo, me instalo en el centro de la plataforma. A., tranquila, se mantiene a prudente distancia. Baja la rueda. Estamos sobre la terraza, en medio de un grupo de personas que abandonan las esferas o que acuden a ellas. Tras la baranda, la urbe se extiende inmensa. No es bulliciosa: sólo un zumbido suave, que se diluye a lo lejos, delata la presencia de una multitud de transeúntes.
—Debemos separarnos —dice A.—. Tal vez volvamos a vernos.
¿Dará cuenta a las autoridades? Es posible que, en cuanto nos separemos, parta a delatarme. No obstante, su rostro nada indica. Se dirige hacia una construcción que se destaca en el centro de la terraza. La sigo, sin tratar de alcanzarla. Pronto nos encontramos frente a una serie de puertas, entre varias personas que se dedican indiferentes miradas. Ella finge no advertir mi presencia. Un hombre se le acerca, mirándola con tranquilo interés. En la penumbra, le dedica una sonrisa. Me siento enfermo.
—A. —la llamo. Ella se vuelve. El hombre se detiene—. Necesito hacerle una pregunta.
Viene hacia mí. La llevo lejos de la construcción, que es un terminal de ascensores.
—¿Qué quieres?
—¿Ha oído hablar de Polonia?
—«¿Polonia?» ¿Un santo y seña?
—No; no se trata de eso. ¿Tampoco conoce el régimen comunista? ¿La cortina de hierro?
—Es la primera vez que los oigo nombrar. —Me mira sorprendida. Mueve luego la cabeza, apenada—: Ojalá te recuperes algún día. Eres un hombre de veras agradable. ¿Qué es eso de Polonia?
—No tiene importancia —digo, asustado.
Se aleja. Allí está el otro, esperándola. Veo cómo le rodea el hombro con su brazo. Entran así en el ascensor, sin volverse una sola vez. Se cierran las puertas, y A. desaparece de mi vista con su nuevo amigo.
¿Dónde estoy? Sobre un edificio de una fantástica ciudad, iluminada por el reflejo lunar que de ella emana: en la subtierra. Una incógnita se despeja: nada tiene que ver el nuevo mundo con Polonia. Las respuestas de A. han sido decisivas. Comprendo ahora el porqué de mi incredulidad respecto a los «descubrimientos polacos». Estoy, seguramente, en las entrañas del planeta; pero tales territorios son desconocidos para los de arriba. Ésa es la parte que L. no alcanzó a contarme. Quizá se disponía a hacerlo aquella tarde.
¿Qué puedo hacer ahora? ¿Continuar mi huida? ¿Mezclarme entre aquellas gentes hasta que me descubran? Por otra parte, no debo quedarme en la terraza. Todos se han ido. Hay allí seis o siete magnetones dispuestos a trasladarme a cualquier parte. No los sé conducir.
Me dirijo al ascensor. Me detengo confuso, tratando de encontrar un medio para llamar los vehículos. Temo quedarme abandonado en la azotea. Debo salir de allí. Una puerta se abre frente a mí: un ascensor desocupado me espera. Se cierran las puertas a mis espaldas. No se ven tableros ni palancas de ninguna clase.
—Bienvenido a Ernn, señor. ¿Desea alojamiento?
Es una voz metálica, de amables inflexiones. Miro en derredor, sobresaltado.
—¿Quién…, quién habla?
—El ascensor, en nombre de la ciudad de Ernn, señor. ¿Desea alojamiento?
—Este…, sí…
—Hay departamentos desocupados en todos los pisos, señor. ¿Cuál prefiere?
—Cualquiera.
Una fría transpiración. Es un hecho que necesito alojamiento. Pero, ¿estaré en peligro? Termina el viaje y se abre la puerta.
—Séptimo piso, señor. Departamento seis.
—Gracias.
No hay respuesta. Un pasadizo amplio y bien iluminado. Aún confuso observo los números estampados en las puertas. El seis. La hoja se abre servil sobre un cuarto pequeño y cerrado. El suelo cede de manera casi imperceptible. Tengo la fugaz impresión de ser observado desde todos los rincones de la habitación. Al frente se abre otra puerta.
—Adelante, señor. —La voz afable y metálica.
A mis espaldas la puerta se cierra. Poseído por un repentino pavor me doy vuelta para salir. La hoja vuelve a abrirse.
—¿El señor se marcha?
—¿Quién habla?
—El departamento, señor, en nombre de Ernn, la ciudad.
Su eficiente tono me devuelve la tranquilidad. Si bien las casas del pueblo eran automáticas, no hablaban. Estoy en un bien iluminado vestíbulo, separado por un vano de una extensa sala de estar.
Todo se ve limpio, reluciente. El departamento ha sido decorado con elegancia.
—¿El señor desea beber?
—Todavía no.
El muro de enfrente es de paneles cristalinos. A través de ellos la urbe despide su fantástico halo.
Me aproximo. Un paño de cristal se desliza con silenciosa rapidez. La terraza.
—¿Cómo se llama esta ciudad?
—Ernn, ciudad de Cronn. CLVIII ciudad del primer anillo.
La voz me sigue desde invisibles parlantes instalados, de seguro, en todas las habitaciones.
Emerge ahora de algún rincón de la terraza.
Mi escena con A. me impidió fijarme en el rumbo que tomábamos. El anillo estaba en el cielo, y en tan poco tiempo era imposible que hubiésemos regresado a la corteza. Pero los aros se encuentran en el vacío. ¿Cómo se explicaba entonces la existencia de aquella población? Recuerdo también los macizos arbóreos adyacentes a la ciudad. Es un vasto territorio. ¿Queda en el satélite?
Los hermosos rascacielos, con sus audaces volados y atrevidos diseños, han sido proyectados en un estilo propio. Todos son de un tamaño uniforme, de no más de veinte pisos. Semeja la urbe un bosque bien raleado, que se extiende ilimitada envuelta en el resplandor que emana de las calles.
Abundan los árboles. Como la luz diurna proviene de la atmósfera, no producen sombras. Por ello se les ha utilizado con profusión con las consiguientes ventajas para la pureza del aire. Sopla una brisa vivificante, con olor a flores y a vegetación, que respiro a grandes bocanadas.
A. y su nuevo amigo deben estar hablando un lenguaje común. Con toda probabilidad ya ha olvidado a su compañero de viaje. Recuerdo, asimismo, que la mujer necesitaba hacer dos visitas antes de quedar desocupada. Su amigo tal vez la está esperando con la frialdad y falta de entusiasmo que caracterizan a los pobladores de este mundo.