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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (11 page)

BOOK: Los años olvidados
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Escenas similares, chispas de una misma brasa que dos años más tarde el alzamiento militar terminaría convirtiéndolo en hoguera devastadora, se repetían cada vez con más frecuencia en distintos rincones del país. Aunque todavía nadie podía predecir la tragedia.

Rosa, desde una esquina de la calle, apiñada entre otras personas que se habían agrupado a ese lado de la avenida, más otras que del interior del barrio del Mercado continuaban acercándose, observaba la carga que ya habían iniciado los guardias de asalto. Los gritos de las mujeres asustadas quedaban ahogados por las voces roncas de los manifestantes que clamaban a la insurrección contra el reformismo republicano regido por el nuevo Parlamento de derechas, y sobre todo, por los disparos acompañados de insultos de los guardias.

Sus ojos, convertidos en testigos aterrados ante la violencia con la que se estaban enfrentando los dos bandos, recordaban el comienzo de las huelgas y, aunque ella misma había acudido con Carlos muchas veces a presenciar el recorrido de los obreros y campesinos manifestados, solidarizándose con ellos, nunca se habían visto envueltos en un encuentro tan violento.

Abriéndose paso entre la gente que la aprisionaba, Rosa se alejó del escenario de la contienda, buscando un camino que pudiera conducirla a su casa evitando la avenida. Al detenerse un momento para decidir cuál sería la mejor ruta a seguir sin dar demasiados rodeos, su mirada se fijó en el cartel de cartón clavado en la puerta del número treinta y cuatro de la calle de las Almas. Nada más verlo tuvo la seguridad de que había encontrado la casa que buscaban o la que el destino les tenía preparada.

Los amigos de Carlos, Rafael y Agustín, consiguieron una camioneta para meter los cuatro muebles y los cientos de libros de la biblioteca de Julián y hacer el traslado al nuevo domicilio. Fina y Carmen, las amigas de Rosa, se agarraron a las escobas y todas juntas, mientras Encarnación se ocupaba de organizar la cocina, volvieron a sacar el brillo apagado por el polvo y el abandono en el que se encontraba esa casa desde hacía varios años. La taberna, sobre la que se asentaba la vivienda, parecía una escombrera, un lugar donde almacenar basura. Se abría al fondo del patio empedrado y podía verse desde la calle, pues las grandes puertas de madera de la fachada del edificio llevaban muchos años sin cerrarse y siempre estaban abiertas de par en par invitando a entrar a quien quisiera. La limpieza del mostrador, estanterías, mesas, sillas, vasos, jarras y porrones, y de las paredes y techos que Carlos se encargó de pintar, más la de todos los cristales de las ventanas que había que dejar transparentes, les llevó una semana de esfuerzo y agotamiento pero el local quedó tan limpio que no se cansaban de mirarlo satisfechos.

Reunidos en concilio familiar habían tomado la decisión de trasladarse a esta nueva vivienda después de un minucioso estudio de las posibilidades que presentaba. Su alquiler era muy bajo por estar en una zona en la que poca gente estaba dispuesta a residir debido a la contaminación de la fábrica cercana y tampoco había mucha que, además, quisiera hacerse cargo del local, incluido en las cláusulas del contrato como condición sine qua non para optar a ese alquiler.

—Esa fábrica está muy vieja y su producción es pobre. En un par de años habrá desaparecido y con ella los humos de su chimenea y los malos olores. Un hermano de la Logia que trabaja en un laboratorio me ha informado confidencialmente —comentaba Carlos.

—Si eso es verdad, y no dudo que lo sea pues conozco muy bien a quien te lo ha dicho, es un alivio saberlo —decía Encarnación—. La taberna no es problema. Ya sabéis que la cocina no sólo me entretiene sino que me gusta. Podría preparar unas patatas con carne cada día y guisar alguna liebre o escabechar unas codornices a los cazadores que las traigan para sus meriendas. Rosa podría atender la barra y las mesas. Lo que saquemos, poco o mucho, nos pagará cuando menos el alquiler. Y en caso de necesidad siempre nos queda el recurso de vender la colección de monedas antiguas que Julián heredó de su abuelo y que yo guardo en un cofre. Son de oro y nunca perderán su valor en el mercado —terminó diciendo.

—Quien no se arriesga no cruza la mar. No hace falta vender nada. Yo estoy dispuesta a trabajar las horas que sean necesarias si así podemos salir adelante. Ahora con Mario hay más razones para pensar en el futuro —decía Rosa con su vena emprendedora siempre dispuesta a hacer frente a la vida.

Al fondo de la cocina unas escaleras descendían hasta el sótano. Era la única pieza de la casa de la que todavía no se habían ocupado. Al bajar, lo que aparecía ante la vista era un desbarajuste de sillas desvencijadas, una mesa con las patas quebradas, cubos, herramientas dispares cada una por su sitio, un armario sin puertas lleno de cajas repletas de inutilidades del que colgaban trozos de telas descoloridas, cables, cuerdas y telarañas; también un sombrero tirado por el suelo del que no podía adivinarse su color primitivo por la porquería que se veía en su interior, seguro que había servido de nido a algún roedor; y en un rincón una pila de carbón con una pala clavada tan ennegrecida como la hulla. Fue la alianza de Rosa que al escurrirse de su dedo e ir rodando hasta perderse por una ranura del viejo entarimado del sótano, la que condujo al descubrimiento de una trampilla oculta bajo las tablas. Rosa no quiso resignarse a perderla y ayudada por Encarnación y de una palanca encontrada entre los trastos, hicieron fuerza y levantaron los tableros. El anillo estaba allí pero también una argolla clavada a otra tabla. Al tirar de ella, apareció una escalera que se perdía en la oscuridad.

Cuando bajó con una vela que le alumbrara descubrió un cuarto hecho a fuerza de picar en el suelo como quien cava una tumba aunque mucho más grande pues venía a ser un rectángulo con dos lados de unos seis metros y los otros dos de cuatro. No se había puesto ningún cuidado en su construcción, sus paredes irregulares por las que rezumaba la humedad de corrientes subterráneas, no conocían ni el cemento ni la llana y estaban salpicadas de salientes de barro y piedra peligrosos si alguien se golpeaba en ellos. Debió ser construido en el pasado para que sirviera de lugar oculto en el que guardar algún tesoro, encerrar a algún condenado o como pasadizo de un amante secreto, algo contorsionista y ciegamente enamorado, ya que para atravesar el estrecho y bajo túnel que partía de uno de sus lados no quedaba más remedio que ponerse a cuatro patas. Su salida, disimulada con piedras y arbustos, conducía hasta una orilla del río por la que nadie pasaba pues la fábrica se alzaba al otro lado. Aunque váyase a saber con qué intención fue hecho y a saber cuándo, de lo que no cabía duda alguna es de que había sido en época bien remota.

Rosa decidió que, salvo su familia, nadie más tendría acceso ni conocimiento de ese lugar y jamás sería utilizado.

Colocarían las tablas en su sitio y se olvidarían de él. Sin embargo, el tiempo vendría a demostrar lo contrario y ese espacio escondido entre los cimientos, que Carlos había adecentado un poco clavando tablones en las paredes y suelo dándole apariencia de una sauna finlandesa venida a menos, iba a convertirse en algo tan importante como la vida y la muerte.

Mario solamente tenía vagos recuerdos de esa casa en donde habían transcurrido los primeros años de su infancia, aunque cada vez que oía el nombre de esa calle su boca se le seguía llenando de un gusto amargo a producto químico. Por nada en el mundo su madre hubiera querido separarse de él pero ya había pasado un año desde el estallido de la Guerra Civil y cada vez eran mayores los sobresaltos y peligros a los que estaban expuestos. Además, la actividad clandestina en la que ella empezaba a involucrarse y con la que se sentía comprometida, incrementaba su angustia y sus miedos por la seguridad de los suyos y aunque también temía por la suya propia, ésta la había relegado a un segundo plano. Decidió, pues, que sus padres Benito y Damiana se llevaran a Mario al pueblo hasta que finalizase la contienda y la casa volviera a ser un hogar tranquilo.

Acogerlos, atenderlos, preocuparse por ellos y jugar con el niño como padre y madre a la vez, fue para el tío Facundo cerrar una puerta a su soledad y abrir las ventanas de su corazón necesitado, mucho más comunicativo que su lengua, que ahora revivía al poder manifestar unos sentimientos escondidos en el pudor. Poco tiempo después entraría a formar parte de la cadena de hombres y mujeres defensores de la libertad, ayudando a pasar la frontera a través de los montes a muchos activistas de las brigadas internacionales venidos de sus países a luchar contra el fascismo, que escapaban después de cumplir su misión o al haber sido descubiertos.

Fueron años en los que tras las innumerables huelgas, choques estudiantiles, sabotajes, asesinatos, incendios provocados y demás agitaciones sociales con enfrenta- mientos callejeros que siempre terminaban con algún muerto tirado por el suelo, se había pasado al aullido de las sirenas, el sonido del miedo, que hacía correr despavoridos, con la muerte reflejada en sus caras y un mismo grito de histeria colectiva, a los hombres, mujeres y niños que en ese momento circulaban por las calles, dispersándose en todas las direcciones como la explosión de un fuego de artificio. Escuchado por toda la ciudad, ese sonido era el aviso que anunciaba la llegada de escuadrillas de aviones con el fuselaje abierto y sus bombas asomando. El zumbido de los motores, cada vez más intenso a medida que se iban aproximando, se confundía con el aullido de las sirenas hasta convertirlo en un lejano quejido, al poco tiempo inaudible. Y las voces que rompían las gargantas de los desesperados que huían a los refugios, quedaban también ahogadas por ese ruido ensordecedor que bramaba desde el cielo. De repente toda la ciudad se callaba. Toda ella era silencio como el que se escucha en el campo antes de que un relámpago mudo ilumine las nubes en tiempo de tormenta seca de verano. E inmediatamente, el bombardeo.

Mario se negaba a recordar cómo le arrancaban de sus juegos en cuanto comenzaba a oírse la sirena y se lo llevaban en volandas, entre el estrépito de la gente que abandonaba a la carrera la taberna, al cuarto que había debajo del sótano, convertido en un refugio seguro. Allí, en un rincón, dentro de una manta con su madre acurrucándole entre sus brazos y su abuela acariciándole la cabeza, sólo quedaba al descubierto el brillo de sus ojos asustados. Ojos también indagadores que buscaban y llamaban a un padre ausente al que esperaba cada día para que lo lanzara por los aires y luego lo recogiera amorosamente provocándole risas y chillidos de alegría, susto y placer cuando iba volando en el vacío. Padre inexistente esos años desde aquel día en que partió a la guerra dejándole doloridos pecho y espalda por la fuerza con que le estrechó entre sus brazos al despedirse de él. Un dolor que se quedó a vivir allí para siempre sumergido en el fondo de su alma inmisericorde para perdonar un abandono que no entendía y que dejaba amputada a su familia, sin hombre en la casa. Carencia resentida por Mario de la misma forma con que la sangre señala una falta de vitaminas, y que iba a permanecer enquistada toda la vida arrastrándole a una búsqueda incesante de quien pudiera suplirla. Pero de momento, su instinto le llevó a considerar que la mejor manera de colmarla era asirse al único elemento masculino que tenía a su alcance: su propio sexo. Cuando tres años después volvió Carlos esa afición no había hecho sino aumentar.

Quería borrar para siempre de ese rincón de su memoria de niño la que había sido la casa de la guerra, del peligro y de la clandestinidad vivida en aquel zulo con colchoneta cubierta de mantas, una mesa, una vela y un cántaro de agua que, además de refugio, había servido para dar cobijo y ocultar a muchos como el brigadista Jean Jacques que un día apareció en la taberna con su camisa blanca enrojecida por las heridas y una palidez de cadáver en la cara, preguntando por «La Lanzadera», nombre en clave de su contacto en caso de necesidad. Rosa, convertida en enfermera improvisada, bajaba todos los días a curarle y ponerle gasas nuevas e incluso a darle un día algo de su propia sangre cuando en su gravedad un médico amigo dispuso la transfusión. Un lazo se estableció entre los dos vivido en el silencio, sólo revelado a veces por sus ojos y algún roce involuntario de sus cuerpos que hacía temblar sus carnes. Mario recordaba a Jean Jacques porque en el pueblo, antes de que partiera a Francia en una mula acompañado del tío

Facundo, había jugado con él y le había enseñado una canción que todavía permanecía en su memoria:

«Il était un petit navire

Il était un petit navire

Qui n' avait ja… ja… jamais navigué

Qui n'avait ja… ja… jamais navigué

Ohé! Ohé!»

Casa que fue también de la alegría cuando, antes de que estallase la guerra, la taberna se llenaba de bullicio con voces fuertes de hombres, en su mayoría obreros, que habían encontrado allí el lugar donde dar un descanso a sus cuerpos y un alivio a sus mentes, fuera de las tensiones del trabajo y del ambiente cada vez más caldeado y peligroso de las calles en las que los repetidos disturbios presagiaban ya lo que no iba a tardar en ser una terrible realidad. Dejaban caer sus cuerpos sobre las sillas recostándose bien en ellas, con las piernas abiertas y los brazos estirados sobre las mesas conduciendo sus manos a las botellas para llenar los vasos una y otra vez. Bebían hasta que la sangre comenzaba a hervir con el vino, que anestesiaba sus cerebros consiguiendo hacerles olvidar problemas, penas y miedos. Borrachos, recobraban una identidad perdida en sus trabajos y muchas veces en sus propias vidas. Las gargantas se abrían entonces, ensanchándose y marcando con precisión cada vena de sus cuellos para dejar paso a un chorro de voces desafinadas pero seguras y sin complejos.

Los domingos, obedientes a lo preconizado por Encarnación, aparecían los cazadores escopeta al hombro con los morrales llenos de las piezas abatidas durante todo un día caminando desde los primeros rayos del sol a través de campos abruptos, ojo siempre avizor. Los primeros en llegar eran los perros que, conociendo el lugar, se adelantaban, llenando el patio empedrado de alegres ladridos de jauría, porque sabían que allí les iban a dar comida y podían retozar. Los cazadores entraban directamente en la cocina pisando sin miramientos, pero tampoco con intención, las baldosas relucientes con sus botas polvorientas e inmediatamente acallaban las protestas de Encarnación, enfurecida ante la tosquedad y falta de modales con que invadían sus dominios, abrazándola con el cariño que se muestra a una matrona y engatusándola para que les preparase la merienda guisando, como nadie sabe hacer mejor, decían, una liebre, unos pajaritos o un pato.

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