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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (12 page)

BOOK: Los años olvidados
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Mientras esperaban, y luego también mientras comían, no cesaban de contarse historias de cacerías adornadas con mentiras que ninguno se creía pero todos aceptaban entre sonoras carcajadas cada vez que alguno exageraba aún más sus hazañas. Mario, mirándoles gozoso, se dejaba contagiar de esas risas riendo también él con tantas ganas que hasta se podía ver vibrando la campanilla de su garganta. Correteaba entre sus piernas tirando de sus pantalones y reclamando los cartuchos vacíos con olor a pólvora que nunca olvidaban traerle para jugar. Rosa iba y venía de mesa en mesa sonriente con sus ojos siempre llenos de luz. Días felices que pasaban a ser días de terror cuando, como una horda salvaje, grupos de jóvenes fascistas, pistola en mano, irrumpían en la taberna dejando a todos aquellos hombres que bebían alegremente sin aire en el pecho y con frío en el alma. Encarnación no se movía de la cocina guardando un silencio sepulcral y conteniendo también la respiración. Rosa, temerosa de ser ella el punto de mira, o también que vinieran a por Carlos, empalidecía y apretaba los dientes tratando de mostrarse serena y reteniendo con grandes esfuerzos a su estómago que en esos momentos quería subírsele a la boca y salirse entero por ella. Cogía a

Mario en sus brazos y lo subía a la habitación con la aparente tranquilidad que le permitían sus piernas. Su miedo era mayor cuando la obligaban a quedarse en su sitio mientras ellos buscaban y terminaban encontrando al desgraciado que perseguían o que elegían para llevárselo a rastras hasta el coche que les esperaba a la puerta. Un cuerpo encontrado abandonado en el campo muerto de un tiro ya no sorprendía a nadie.

Y casa de la muerte, ante la que Mario quiso correr también la cortina del olvido, destruida por las bombas que acabaron de un plumazo con años de recuerdos grabados en aquellas viejas puertas y en las piedras de aquel patio sobre las que tantos carros, caballos y generaciones habían dejado sus huellas. Bombas asesinas de la vida de su abuela que no tuvo tiempo de llegar al refugio durante aquel bombardeo del que Rosa se salvó de puro milagro. Una hora antes había salido por el túnel secreto del cuarto del sótano con el brigadista Jean Jacques para conducirle hasta el lugar en donde otro compañero se haría cargo de él. Con suerte, pasando de enlace en enlace, unas veces en un camión, otras en carro y la mayor parte del tiempo andando campo a través, conseguiría llegar al pueblo en donde el tío Facundo le estaba esperando para ayudarle a cruzar las montañas y llegar a Francia.

Al oír los aviones, Rosa regresó despavorida haciendo caso omiso de los cascotes que caían de los edificios tocados por los proyectiles, ahora incendiados y desmoronándose con estruendo. Tampoco se oyó a sí misma tosiendo como una enferma al atravesar el humo y el polvo producidos por las explosiones, mezclados con la nube tóxica nacida de la combustión de los productos químicos de la fábrica que también había sido alcanzada.

Delante de la puerta de la que había sido su casa se quedó clavada, sin poder dar un paso más. Completamente destruida, nadie hubiera podido sobrevivir a semejante desastre. El terrible presentimiento manifestado en un sueño repetido, en el que siempre veía a su suegra despeñándose por una sima entre una lluvia de rocas ardientes, se había fatalmente cumplido. Sueño premonitorio, como el de Hécuba, la mujer de Príamo, que se vio pariendo el fuego que abrasó Troya. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. No eran de dolor. Este era tan profundo que impedía hasta el desahogo del sollozo. Eran simplemente producidas por la atmósfera contaminada del lugar. Pero ella, ensimismada, insensible a cualquier reacción de su propio cuerpo, ni siquiera percibía el desagradable olor que flotaba por toda la calle.

El frío del cementerio superaba al frío de esa mañana de niebla durante el entierro de Encarnación. Un sentimiento amargo de absoluta soledad se apoderó de Rosa sin que el brazo de su amiga Fina rodeándole la cintura, tratando de transmitir calor y consuelo, sirviera de ayuda para colmar el vacío en el que la había hundido de golpe tanta tragedia. Impotencia ante la adversidad. Ahogo en la garganta paralizada, incapaz de romper el silencio de las tumbas con el grito desgarrado de la vida, y un escalofrío en las venas al sentir el golpe seco de la caja contra el suelo de la fosa. Inmóviles, como el mármol de las esculturas, Rosa y Fina eran dos frágiles siluetas negras abrazadas destacando en la calima, con la muerte enfrente escondiéndose en la tierra.

Casa del dolor y de la desolación cuando las dos amigas decidieron penetrar en ella hundiendo sus pies en el polvo y apartando escombros para poder rescatar algunos enseres y recuerdos de entre las ruinas del que fuera número treinta y cuatro de la calle de las Almas. Debajo de lo que había sido una puerta consiguieron encontrar la mesilla aplastada en la que Encarnación guardaba el cofre con sus joyas y la colección de monedas de oro de Julián. Hecho de hierro forjado, el cofre estaba intacto. Ni una sola palabra salía de sus labios mientras sus manos removían las piedras. Dos mudas. Silencio en el que se encierra una tristeza infinita, la soledad y el vacío del alma atónita ante los desastres de la guerra, siempre injustos.

La casa de Fina afortunadamente no había sido alcanzada por las bombas. Allí metieron todo lo recuperado.

Sentadas alrededor de una mesa con una palmatoria que sostenía una vela encendida supliendo el corte de luz, continuaban calladas como si hubieran perdido el habla.

—Quédate a vivir aquí —dijo Fina rompiendo el silencio que había mantenido sus labios sellados toda la tarde—. Hay una cama en la habitación del fondo.

—No. Te lo agradezco —replicó Rosa.

—Pero, ¿qué dices? No tienes que agradecerme nada. Eres mi amiga desde hace muchos años. Tú en mi caso habrías hecho otro tanto. —Sí.

—Lo mismo que Carmen si estuviera aquí —continuó diciendo Fina.

—Así es. ¡Cómo la echo de menos! —exclamó Rosa casi para sí misma.

—Yo también —sollozó Fina tomando la mano de su amiga—. Pero acertó al exiliarse. ¡Quién sabe lo que les hubiera ocurrido a ella y a su marido de haberse quedado aquí!

Fina aún siguió insistiendo en su ofrecimiento, pero Rosa se negó rotundamente.

Lo único que deseaba con todas las fuerzas de su corazón era abrazar a su hijo, olerlo, tocarlo y comérselo a besos como una loba recuperando al cachorro después de una sangrienta jauría. Sólo aceptó quedarse a dormir esa noche. Al día siguiente, consciente de los peligros que sin duda iba a correr pero decidida a afrontarlos, se fue camino del pueblo llevando en su mente un nombre más seguro que cualquier salvoconducto pues le daba el coraje para atravesar todas las barreras que pudieran ponerle por delante: Mario.

VIII

Cuando Rosa volvió a despertarse por séptima vez, el día había vencido a la noche y hacía dos horas ya que el sol se filtraba por la ventana. No abrió los ojos. Permaneció absorta dejando que siguieran danzando en su cerebro las imágenes y pensamientos que no habían dejado de asediarla desde el momento de acostarse hasta bien entrada la madrugada, tras haber escuchado a través de un altavoz instalado en la plaza las palabras de Franco retransmitidas por la radio del pueblo: «En el día de hoy cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. Españoles, la guerra ha terminado». No era ninguna novedad. Hacía días que los luchadores de la libertad reconocían tristemente su derrota y únicamente quedaba la confirmación oficial del ejército vencedor. El exilio ya había comenzado y numerosos republicanos estaban huyendo a Francia. Rosa entendía que un ciclo de su vida se cerraba poniendo ante ella la incógnita de un futuro absolutamente impredecible. La falta de noticias de Carlos, una losa instalada en su pecho que le mantenía la respiración permanentemente cortada impidiéndole incluso suspirar, no hacía sino aumentar su desasosiego. En el fondo de su corazón estaba segura de que en cualquier momento le vería aparecer, y se unirían entonces en un abrazo que calmaría el dolor de la ausencia con la alegría de saberse vivos, y sus carnes se estremecerían al reconocerse en el contacto. Si bien la invadía a veces la inquietud al pensar que quizá estuviera encerrado en una cárcel abandonado a su suerte, jamás le vino la idea de que pudiera estar muerto.

Con el cuerpo entumecido, los músculos agarrotados por la falta de descanso en esa noche de insomnio, la fortaleza con la que siempre se había arropado para poder encarar un destino que jamás hubiera sospechado, más la tensión contenida tanto tiempo, se quebraron y sus ojos se arrasaron en lágrimas silenciosas para alivio de un corazón necesitado de dar rienda suelta a emociones voluntariamente reprimidas, pues en ello le iba la vida. Todos los sucesos acaecidos en los últimos años, todos aquellos momentos de peligro, de angustia y sobre todo de dolor, se le agolpaban a la vez de la misma forma en que seguramente aparecen los recuerdos de una vida a la hora de la muerte. Se sentía agotada. En los últimos meses todo se había precipitado. Sin embargo, debía sacar fuerzas de flaqueza, superar el vértigo que le daba seguir adelante, resurgiendo como un ave Fénix y no darse por vencida. Tomó una decisión: tenía que irse del pueblo. Era el momento de aceptar la hospitalidad que le había ofrecido su amiga Fina.

Los gritos de Mario sollozando y las voces de Benito y de Damiana llamando a su nieto la sacaron de sus reflexiones con sobresalto. Saltó de la cama y a medio vestir, llegó al huerto donde estaban todos alborotados. Mario yacía en el suelo llorando desconsolado con sus abuelos de rodillas junto él. Desde primeras horas de la mañana había estado persiguiendo a un gato, arrastrándose manos y pies por los suelos imitando al felino, encaramándose a la ventana, saltando sobre el barro del huerto acabado de regar y trepando luego tras él por el tronco de la higuera hasta una rama que, al romperse, le había precipitado al suelo. Un brazo parecía dislocado.

—Vamos a casa de la señora Raimunda. Ella le curará —dijo Rosa con convicción.

Salieron a la calle empedrada y subieron la cuesta.

Había gran revuelo en ese pequeño pueblo perdido de la montaña habitado esos tres años sólo por mujeres, viejos y niños. Durante toda la contienda, gente de ambos bandos había sabido convivir ignorando voluntariamente las ideas que cada familia tenía. Sin embargo, esa mañana todos se miraban con recelo. Nadie había ido a trabajar al campo, las campanas de la iglesia no cesaban de repicar y la plaza se llenó como en día de fiesta, unos victoriosos, otros inquietos: los vencidos. El altavoz instalado la víspera en el balcón del alcalde ahogaba los murmullos dejando oír himnos militares retransmitidos por la radio para celebrar el final de la guerra y la euforia de las tropas nacionales. Se percibía un cambio importante en la vida del pueblo. Las delaciones no iban a tardar en producirse y algunos ya, temerosos de las represalias, se habían tirado al monte casi con lo puesto.

Rosa, llevando a su hijo en brazos, mostraba una actitud serena y desafiante que ocultaba el miedo a que alguien, hasta entonces callado, hubiera descubierto que era la mujer de un republicano o incluso sospechara la acción clandestina en la que ella había estado involucrada esos años y que ahora, sabiéndose vencedor, estuviera dispuesto a denunciarla. La decisión que había tomado de marcharse se hizo más apremiante. No podía quedarse en el pueblo ni un día más. Ni siquiera una hora. En cuanto volvieran a casa prepararía una bolsa y se irían.

La señora Raimunda era una mujer envuelta en sayas que vivía en el interior de una cueva con normas de eremita y de la que se decía que tenía más años que Matusalén. La verdad es que su cuerpo lleno de pliegues, tan arrugado como un puñado de nueces, era un mapa en el que podían encontrarse infinidad de surcos, montañas y valles formados en los relieves de su piel. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo llegó al pueblo ni tampoco se le conocía pariente alguno, y los más ancianos decían que hasta sus propios padres la recordaban viviendo siempre en esa gruta abierta en un altozano. Era curandera, visionaria y tenía la leyenda de ser también milagrera. Damiana le tenía mucho respeto, pues un domingo que le había llevado algo de comer, ella le pidió una botella vacía diciéndole que volviera a recogerla después de la misa. Cuando volvió, la señora Raimunda había introducido en la botella, como se hace con los barcos miniatura metidos dentro de un frasco, un altar florido con la estampa recortada de un Cristo clavado en una cruz hecha con dos listones y un número escrito en un palo atravesado a la altura del INRI. Damiana siempre juró haber visto sudar sangre al Cristo en día de Viernes Santo pero, sin embargo, nunca le tocó la lotería ni a ella, ni a Benito, ni a nadie de la familia, al menos hasta la fecha, en ese número de la botella tal como la señora Raimunda le había predicho que ocurriría.

En un momento, mientras los demás le sujetaban, dio un estirón al brazo de Mario y lo colocó en su sitio. El muchacho lanzó un grito pero se calmó enseguida al comprobar que ya no tenía dolor. Sin embargo, reclamó que le ataran un pañuelo al cuello para llevar el brazo en cabestrillo como el soldado herido visto en una fotografía que le recordó a su padre.

Antes de despedirse, la señora Raimunda cogió la mano de Rosa y la miró fijamente atravesándola con los ojos.

—Mi pequeña, veo hoy dentro de ti nubes negras de miedo y de angustia que no dejan pasar la luz de la esperanza. Pero también oigo la voz de tu corazón combativo que contradice tu pensamiento. Escucha lo que dice y sentirás renacer tu fuerza. Aunque los tiempos oscuros todavía no han terminado, y el terror tardará en extinguir su llama aniquiladora, nada temas pues tú estarás a salvo. Una buena estrella vela por ti —vaticinó.

Se fueron. En la calle, varias vecinas en un corrillo pretendiendo cada una proclamarse portadora del acontecimiento pregonado la víspera, al verles pasar con el niño, quisieron saber.

—No es nada grave. Se ha caído jugando —dijo Rosa sin detenerse.

Jugar. Mario estaba en la edad de jugar y ése era su mundo, en el que volcaba imaginación y energía. La realidad que se desarrollaba fuera de ese entorno no le concernía, sólo la veía como un paisaje de figuras, de personas mayores ajenas a él con excepción de todos aquellos que le querían, sobre todo su madre, sus abuelos, el tío Facundo y Carmelo, el pastor. Su predilección seguía ese orden, aunque muchas veces variaba si alguno de ellos le reñía o no le consentía algún capricho. Mario entonces, enfadado, castigaba a su manera a quien procedía así relegándole al último puesto en su afecto. Otras veces todos eran a la vez sus favoritos. A su padre, casi borrado de su memoria pero no olvidado, cuya larga ausencia nunca había perdonado, no lo incluía en la lista. A punto estaba de hacerlo cuando le buscaba alguna mañana después de haber visto en sueños su imagen lanzándole por los aires o estrechándole entre sus brazos, pero tras recorrer toda la casa y no encontrarle, desistía enseguida.

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