Pon tú lo de fuera y basta. Lo de dentro ya lo pondrá ella. ¿Prometido?
Prometido.
¿Así nada más? Aquí en tu tierra cuando un marido hace una promesa la firma de otra manera.
Quizá Isabel no sepa las costumbres.
Sí, abuelo.
(Besa a Mauricio en la mejilla.)
Gracias, querido.
(A la abuela.)
¿Así?
—
(Un poco decepcionada.)
Eso, allá vosotros. Si no recuerdo mal apenas lleváis tres años de casados.
Por ahí.
Por ahí no. Tres exactamente el seis de octubre.
Justo; el seis de octubre.
¿Y a los tres años ya se besan así por allá? Por lo visto la tierra manda mucho.
¿Lo estás viendo? Siempre esa dichosa timidez. ¿Qué va a pensar la abuela de nosotros y del Canadá? ¡Un poco de patriotismo!
Tonto. (Vuelven a besarse, ahora apasionadamente; un poco excesivo por parte de Isabel. La Abuela sonríe encantada. Las criadas, que aparecen en lo alto de la escalera, también. Balboa tose inquieto, cortando.)
DICHOS, GENOVEVA y FELISA
¡Muy bien! Pacto sellado. ¿Y ahora no sería cosa de pensar algo práctico? Quizá estén cansados; quizá tengan hambre. ¡Genoveva!
(Bajan las dos.)
Ni hablar de eso. En el barco no se hace más que comer a todas horas.
Yo lo que quisiera es cambiarme un poco.
¿De verdad no vais a tomar nada? Genoveva se había esmerado tanto preparando la cena.
Después de todo, más vale así. Con tantas cosas se me había olvidado la cocina; y el ponche caliente ya estará frío y el caldo frío ya estará caliente.
Por lo menos hay una cosa que no puedes rechazarme. ¿Te acuerdas cuando volvías del colegio gritando?...
—
(Con ilusión exagerada.)
¡No...! ¿Torta de nuez con miel de abejas?
ABUELA.—
(Feliz, a Genoveva.)
¿Lo oye? Cosas pequeñas ¿eh? ¡Cosas pequeñas! Pronto, sáquelas del horno, y antes que se enfríen, una dedada de miel bien fina por encima.
En seguida.
¿Algo más, señora?
Nada, Felisa; buenas noches.
Buenas noches a todos.
(Una inclinación especial a Mauricio.)
Buenas noches, señor.
(Sale con Genoveva.)
ABUELA, ISABEL, MAURICIO, BALBOA
Ven, Isabel, voy a mostrarte tu cuarto. Y a ver si no me das la razón.
¿En qué, abuela?
Una discusión con el viejo. Imagínate que se había empeñado en poner dos camas gemelas; que si los tiempos, que si patatín, que si patatán. Pero nosotras a la antigua ¿verdad, hija? ¡Como Dios manda!
—
(Sobresaltada.)
¿A la antigua?
—
(Rápido en voz baja.)
Hay al lado otra habitación comunicada. Esté tranquila.
¿No me contestas, Isabel?
Sí, abuela; como manda Dios. Vamos.
Despacio, Eugenia; cuidado con las escaleras.
—
(Subiendo.)
Déjame ahora de monsergas. Cuando un corazón aguanta lo que ha aguantado éste, ya no hay quién pueda con él.
Apóyese en mí.
Eso sí. Con un brazo joven al lado, vengan años y escaleras. ¡Y sin bastón!
(Se lo da a Isabel.)
Así. Con la fuerza de mis dos pies. Con la fuerza de mis dos nietos. ¡Así...!
(Sale erguida del brazo de Isabel. Balboa y Mauricio al quedarse solos respiran como quien ha salido de un trance difícil.)
MAURICIO y BALBOA
¿Qué tal?
Asombroso. ¡Qué energía alegre y qué fuego! ¡Es otra... otra!
(Le estrecha las manos.)
Gracias con toda el alma. Nunca podré pagarle lo que está haciendo en esta casa.
Por mi parte, encantado. En el fondo soy un artista, y no hay nada que me entusiasme tanto como vencer una dificultad. Lo único que siento es que a partir de ahora todo va ser demasiado fácil.
¿Cree que lo peor lo hemos pasado ya?
Seguro. Lo peligroso era el primer encuentro. Si en aquel abrazo me falla la emoción y la dejo mirar tranquila, estamos perdidos. Por eso la apreté hasta hacerla llorar; unos ojos turbios de lágrimas y veinte años de distancia, ayudan mucho.
De usted no me extraña; tiene la costumbre y la sangre fría del artista. Pero la muchacha, una principiante, se ha portado maravillosamente.
—
(Concesivo.)
No está mal la chica. Tiene condiciones.
Aquella escena del recuerdo fue impresionante: la catedral pequeña, el rincón de cristales, la rama asomada a la ventana... ¡Si a mí mismo, que le había dibujado los planos, me corrió un escalofrío!
Hasta ahí todo fue bien. Pero después... aquel sollozo cuando se echó en brazos de la abuela...
¿Qué tiene que decir de aquel sollozo? ¿No le pareció natural?
Demasiado natural; eso es lo malo. Con las mujeres nunca se sabe. Les prepara usted la escena mejor calculada, y de pronto, cuando llega el momento, mezclan el corazón con el oficio y lo echan todo a perder. No hay que soltarla de la mano.
Comprendo, sí; es tan nueva, tan espontánea... Puede traicionarse sin querer.
¡Y con esa memoria de la abuela! Cuanto menos las dejemos solas mejor.
¿Y qué piensa hacer ahora?
Lo natural en estos casos: la velada familiar, los recuerdos íntimos, los viajes...
—
(Mirando receloso a la escalera y bajando la voz.)
¿No se le habrá olvidado ningún dato?
Pierda cuidado; donde falle la geografía está la imaginación. Procure usted que la velada no sea muy larga, por si acaso. Y pasada esta primera noche, ya no hay peligro.
—
(Sintiendo llegar.)
Silencio.
(Aparece la Abuela en lo alto de la escalera.)
BALBOA, MAURICIO, la ABUELA
¿Sola?
No le hago ninguna falta; conoce la casa mejor que yo.
¿Qué tal la pequeña enemiga?
—
(Bajando.)
Deliciosa de verdad. Sabes elegir, ¡eh! Dos cosas tiene que me encantan.
¿Dos nada más? Primera.
La primera esa manera tan natural de hablar el castellano. ¿No era inglesa la familia?
Te diré; los padres sí, eran ingleses; pero el abuelo... un abuelo, era español.
—
(Apresurándose a aceptar la justificación.)
Claro, así se explica: es el idioma de la infancia, el de los cuentos...
Qué infancia ni qué cuentos. Para una mujer enamorada el verdadero idioma es siempre el del marido. Eso es lo que a mí me gusta.
Bien dicho. ¿Y la otra cosa?
La otra, ni tú mismo te habrás dado cuenta. Es algo que tienen muy pocas mujeres: tiene la mirada más linda que los ojos. ¿Te habías fijado?
—
(Que ni lo sospechaba.)
Ya decía yo que le notaba algo... pero no sabía qué.
Pues ya sabes qué. Ahora aprende a conocer lo tuyo.
(Al Abuelo.)
¿Le has hablado ya?
¿De qué?
Ya me imaginaba que no ibas a tener valor. Pero es necesario... y ahora que estamos solos, mejor.
¿Algún secreto?
Lo único que no me atreví a recordarte nunca en las cartas. Aquella última noche... cuando te fuiste... ¿comprendes? El Abuelo no supo lo que hacía; estaba fuera de sí.
Por favor, basta de recuerdos tristes.
Afortunadamente supiste abrirte paso. Pero un muchacho solo por el mundo... Si la vida te hubiera arrastrado por otros caminos...
(Con una mirada de reproche al Abuelo.)
¿De quién sería la culpa? Eso es lo que el abuelo no se ha atrevido a confesar en voz alta. Pero en el fondo de su conciencia yo sé que no ha dejado un solo día de pedirte perdón.
Al contrario; hizo lo que debía. Y si a algo debo respeto y gratitud es a esta mano que me hizo hombre en una sola noche.
(Se la estrecha fuerte.)
Gracias, abuelo.
(Se abrazan. La Abuela respira aliviada.)
DICHOS, GENOVEVA e ISABEL
—
(Entrando con una bandeja.)
Un poquito tostadas, pero oliendo a bueno.
—
(A Isabel, que aparece en la escalera con un nuevo vestido.)
¡Pronto, Isa! ¡Han llegado las tortas de nuez con miel de abeja!
La primera para ti.
—
(Baja corriendo.)
¡Con lo que Mauricio me había hablado y las ganas que tenía yo de probarlas!
(Prueba la que le tiende la Abuela.)
¿Te gustan?
Sabrosas de verdad.
—
(Con exagerada fruición.)
¡Hum! Sabrosas es poco. Habría que inventar la palabra, y tendrían que hacerla esas mismas manos. ¿Qué te decía yo?
Tenías razón: es como una comunión de campo.
¿No hay de estas cosas en tu tierra?
Allí hay de todo: grandes fábricas de miel, bosques enteros de nogales y millones de casas con abuelas. Pero así, todo junto, y tan nuestro... ¡así solamente aquí!
¡Adulona!
(Isabel muerde otra.)
Despacio, se te van a atragantar.
Con un vinillo alegre entran mejor.
Hay un Rioja claro y un buen Borgoña viejo.
De eso ya estamos cansados. ¿No hay de aquel que se hacía en casa con mosto de pasas y cáscara de naranja?
¿El dulce?
—
(Feliz.)
¡El mío, Genoveva, el mío...!
(Genoveva lo busca en el aparador y sirve.)
No es un vino de verdad; es un licor para mujeres, pero enredador como un diablo pequeño. Verás, verás.
¿Vas a beber tú?
Esta noche sí, pase lo que pase. Y no te enojes porque va a ser igual.
(A Isabel.)
Te gusta la repostería casera, ¿verdad?...
A mí... la repostería...
—
(Cortando.)
Le encanta. Es lo primero que me dijo al llegar al puerto.
Entonces vamos a tener mucho que hacer juntas.
(Levanta su copa. Todos en pie.)
¡Por la noche más feliz de mi vida! ¡Por tu tierra, Isabel!
Todos, Genoveva. Para la abuela lo que hay debajo de su techo todo es familia.
Gracias, señor. Salud y felicidad.
Salud.
(Beben.)
¿Qué tal?
Travieso; un verdadero diablo pequeño. Tiene que darme la receta ¿o es un secreto de familia?
Para ti ya, no puede haber secretos en esta casa.
—
(A Genoveva.)
Retírese a descansar. Gracias.
¿A qué hora el desayuno?
Nunca tenemos hora. O nos dormimos como troncos hasta media mañana o salimos al río con el sol.
Hasta mañana, y bienvenidos.
Hasta mañana, Genoveva. Buenas noches.
(Sale Genoveva.)
ABUELA, BALBOA, MAURICIO e ISABEL
Eso del río no será verdad. Corta como un cuchillo.
¿Qué sabéis aquí lo que es el frío?
(Animando a Isabel para meterla en situación.)
¡Que te diga Isabel si es bueno bañarse en los torrentes con espuma de nieve!
¡Aquellos torrentes blancos, con los salmones saltando contra la corriente!
Recuerdo; una vez me lo escribiste, cuando el viaje por el San Lorenzo. ¿No fue allí donde grabaste mi nombre en un roble?
Allí fue.
¡Me gustaría tanto oírtelo a ti mismo!
¿La excursión a los grandes lagos? ¡Algo de cuento! Imagínate un trineo tirado por catorce perros con cascabeles; ahí los rebaños de ciervos; allá, los bosques de abetos como una navidad sin fin... y al fondo el mar dulce de los cinco lagos, con las montañas altísimas metiendo la cresta de nieve en el cielo.
¡Cómo! ¿Pero hay montañas en la región de los lagos?
(El Abuelo tose.)
Mauricio es un optimista y a cualquier cosa llama montañas. Una vez vimos un gato montés subido a un árbol y estuvo una semana hablando del tigre y la selva.
Quise decir colinas. En Nueva Escocia, como es tan llano, cualquier colina parece una montaña.