Los asesinatos e Manhattan (62 page)

Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
3.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, ninguna.

Rocker le miró un rato más a la cara, y Custer se puso nervioso. Había previsto que le dieran la enhorabuena, no que le aplicasen el tercer grado. El jefe de policía se acercó aún más y convirtió su voz en un susurro ronco y pausado.

—Sólo le digo una cosa, Custer: más le vale haber acertado.

—Descuide.

Rocker asintió, pero parecía aliviado sólo hasta cierto punto. Conservaba cierta expresión de agobio.

Custer, respetuoso, se apartó para que el alcalde, sus asesores, Collopy y el jefe de policía formaran ante la multitud. Flotaba en el ambiente una especie de electricidad, de ganas de ver qué pasaba. El alcalde levantó una mano y consiguió que se callara todo el mundo. Custer comprendió que ni siquiera pensaba dejar que sus asesores le presentaran, sino que había decidido encargarse personalmente de todo. Con las elecciones en ciernes, no estaba dispuesto a que se le escapara ni una migaja de gloria.

—Señoras y señores de la prensa —empezó a decir—, hemos efectuado una detención relacionada con el caso del asesino en serie conocido popularmente como el Cirujano. El sospechoso objeto de la detención ha sido identificado como Roger C. Brisbane tercero, vicepresidente primero y asesor legal del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Se oyó un coro de respiraciones interrumpidas. Aunque ya se hubiera enterado todo el mundo, oírselo al alcalde le daba marchamo oficial.

—Ahora bien, conviene puntualizar que de momento el señor Brisbane goza, como es natural, de la presunción de inocencia. Eso sí, las pruebas de que se dispone contra él son importantes.

Se produjo un breve silencio.

—Como alcalde, siempre he dado un trato prioritario al caso, en el que se han empleado todos los recursos disponibles. Por eso, y por encima de cualquier otra consideración, deseo dar las gracias a los excelentes profesionales del cuerpo de policía de Nueva York, al jefe de policía Rocker y a los miembros de la división de homicidios, por haber trabajado sin descanso en un caso tan difícil. No quiero dejar de mencionar al capitán Sherwood Custer, quien tengo entendido que, además de encabezar la investigación, es quien la ha solucionado. Yo, y doy por supuesto que gran parte de ustedes también, he quedado sorprendido por el giro inesperado que ha acabado sufriendo este caso tan trágico. Muchos de nosotros conocemos personalmente al señor Brisbane, pero el jefe de policía me ha dado garantías de que su arresto no responde a ningún error, y sus palabras me merecen plena confianza.

Hizo una pausa.

—El doctor Collopy, del museo, desea dirigirles unas palabras.

Al oír esto, Custer se puso tenso. Seguro que el director saldría en defensa de su mano derecha, cuestionaría la labor policial y las técnicas de investigación de Custer, y le dejaría en mal lugar.

Collopy se acercó al micrófono con rigidez y corrección, juntando las manos a la espalda. Su tono de voz era frío, solemne y mesurado.

—Ante todo, sumarme en el agradecimiento a los miembros del cuerpo de policía de Nueva York, al jefe de policía y al alcalde por haberse entregado en cuerpo y alma a un caso tan trágico. Es un día triste para el museo, y para mí personalmente. A la ciudad de Nueva York, y a los familiares de las víctimas, les pido perdón desde el fondo de mi alma por las acciones injustificables de un empleado que gozaba de toda nuestra confianza.

Custer empezó a tranquilizarse. El propio jefe de Brisbane le estaba arrojando prácticamente a las fieras. Mejor. Al mismo tiempo se le encendió un amago de rencor hacia Rocker, cuyos exagerados miramientos hacia Brisbane no compartía, al parecer, ni el propio jefe del culpable.

Collopy retrocedió, cediendo el micrófono al alcalde, que dijo:

—Se abre el turno de preguntas.

La multitud gritó a coro, y la recorrió una oleada de manos en alto. La portavoz del alcalde, Mary Hill, dio un paso al frente para moderar las preguntas. Custer miró el gentío y se le apareció en la memoria la cara de sinvergüenza de Smithback. Se alegró de no verle entre el público.

Mary Hill había dado paso a alguien. Custer le oyó vociferar.

—¿Por qué mataba? ¿Es verdad que quería alargarse la vida?

El alcalde negó con la cabeza.

—De momento no puedo hacer conjeturas sobre el móvil.

—¡Una pregunta para el capitán Custer! —exclamó alguien—. ¿Cómo ha sabido que era Brisbane? ¿Cuál ha sido la prueba decisiva?

Custer se adelantó con la misma expresión impasible de hacía unos instantes.

—Un bombín, un paraguas y un traje negro —dijo elocuente mente—. Hay testigos de que era como se vestía el Cirujano cuando salía por sus víctimas. El disfraz lo he descubierto yo personalmente en el despacho del señor Brisbane.

—¿Ha encontrado el arma del crimen?

—Aún no hemos acabado de registrar el despacho. Además, tenemos equipos de búsqueda en el domicilio del señor Brisbane y en su casa de campo de Long Island. En Long Island —añadió con elocuencia— se usarán perros entrenados para buscar cadáveres.

—¿Qué papel ha tenido el FBI en el caso? —bramó un reportero de la televisión.

—Ninguno —se apresuró a declarar el jefe de policía—. Ningún papel. Toda la investigación ha corrido a cargo de las fuerzas del orden de la ciudad. Es verdad que en la primera fase se interesó extraoficialmente un agente del FBI, pero eran pistas que no llevaban a ninguna parte, y, por lo que sabemos, ha abandonado el caso.

—¡Por favor, otra pregunta para el capitán Custer! ¿Qué se siente al haber resuelto el caso más importante desde el del asesino en serie David Berkowitz, el Hijo de Sam?

Era el relamido de Bryce Harriman, formulando la pregunta más anhelada por Custer. Una vez más acudía en su rescate. Qué gusto que coincidiera todo de esa manera. Custer adoptó un tono de voz lo más inexpresivo posible.

—Me he limitado a cumplir con mi deber de policía. Ni más ni menos.

Retrocedió y se quedó con cara de póquer, disfrutando con la salva interminable de flashes.

14

La imagen que invadió el haz luminoso de la linterna era tan inesperada y tan horripilante que Nora retrocedió por puro instinto, soltó el escalpelo y salió corriendo. Su único deseo consciente era alejarse de una visión tan atroz.

Sin embargo, se quedó en la puerta. El hombre —como tal tenía que considerarlo— no la perseguía. De hecho, hacía lo mismo que hasta entonces, arrastrar los pies como un zombi, como si no la hubiera visto. Nora, con mano temblorosa, volvió a enfocar la linterna hacia él.

Tenía la ropa hecha jirones, y la piel ensangrentada y levantada a arañazos, como si se la hubiera rascado frenéticamente. El cuero cabelludo presentaba trozos colgando, como arrancados del cráneo. Los dedos de la mano derecha —cuyas capas epiteliales se pelaban como virutas de pergamino— sujetaban rígidamente algunos mechones de cabello. Los labios se habían hinchado de manera tan grotesca que parecían plátanos con color de hígado y verdugones blancos. Entre ellos se abría camino una lengua agrietada y negra. Dentro de la garganta se oía una especie de gárgaras, y cada esfuerzo por aspirar o expulsar aire hacía temblar la lengua. Nora vio que en el pecho y el abdomen, donde estaba desgarrada la ropa, había úlceras de aspecto irritadísimo, que supuraban un líquido de color claro. En las axilas había colonias muy densas de pústulas que parecían bayitas rojas. Vio —con una sensación desagradable de fotografía secuencial— que algunas se hinchaban a gran velocidad. Incluso hubo una que explotó con un ruido repugnante, mientras se hinchaban otras y ocupaban su lugar.

Sin embargo, lo que más la horrorizó fueron los ojos. Uno de ellos era el doble de grande de lo normal y estaba inyectado en sangre, un globo enloquecido que parecía a punto de salirse de la órbita. Se movía sin descanso, espasmódicamente, pero sin ver nada. En contraste, el otro era oscuro, arrugado, muy escondido debajo de la ceja, y no se movía.

Nora fue víctima de otro escalofrío de repulsión. Debía de ser alguna víctima del Cirujano, el pobre. Pero ¿qué le había pasado? ¿A qué tortura horrible le habían sometido? Mientras miraba, paralizada por el miedo, el monstruo se detuvo y pareció que la mirara por primera vez, porque levantó la cabeza y concentró en ella (o eso se habría dicho) el ojo hinchado. Nora tensó la musculatura por si había que huir, pero fue un momento pasajero, porque entonces el cuerpo destrozado sufrió un temblor pronunciadísimo de pies a cabeza. Luego, con la cabeza nuevamente gacha, siguió vagando sin rumbo entre temblores.

Nora, que estaba a punto de vomitar, apartó la linterna del obsceno espectáculo. Lo peor no era verlo, sino saber quién era. El reconocimiento había sido repentino, al sentirse observada por el ojo hinchado. No era la primera vez que veía a aquella persona. A pesar de lo grotesco de su deformación, se acordaba de su cara, llena de personalidad, fuerza y confianza, saliendo de una limusina delante del solar en obras de la calle Catherine.

Estaba tan impresionada que casi no podía respirar. Viéndole alejarse, contempló su espalda con horror. ¿Qué le había hecho el Cirujano? ¿Se le podía ayudar de alguna manera?

Nada más ocurrírsele la idea, comprendió que no había ayuda posible y bajó la linterna, apartándola de aquel cuerpo grotesco que arrastraba los pies y se alejaba lentamente, sin rumbo, hacia la sala por donde se accedía al laboratorio. Entonces enfocó la linterna hacia delante y reconoció a Pendergast al borde del cono de luz.

Estaba en la habitación contigua, tumbado en un charco de sangre. Parecía muerto. A su lado había un hacha grande y oxidada, y, más allá, un tajo volcado.

Nora cruzó el arco consiguiendo no gritar y se puso de rodillas al lado del agente, que la sorprendió abriendo los ojos.

—¿Qué ha pasado? —exclamó ella—. ¿Está bien?

Pendergast sonrió débilmente.

—Como nunca, doctora Kelly.

Nora iluminó el charco de sangre y la mancha roja que cubría la pechera del agente.

—¡Está herido!

Pendergast la miró con el azul de sus ojos turbio.

—Sí. Me temo que necesito que me ayude.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde está el Cirujano?

Pareció que la mirada de Pendergast se despejaba un poco.

—¿No le ha visto… mmm… pasar?

—¿Qué? ¿El que estaba lleno de úlceras? ¿Fairhaven? ¿Es el asesino?

Pendergast asintió.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—Se ha envenenado.

—¿Cómo?

—Cogiendo varios objetos de la sala. Procure no imitarle. Todo lo que ve aquí dentro es un sistema experimental de transmisión de veneno. Al manipular varias armas, Fairhaven ha absorbido por la piel un cóctel de venenos considerable; supongo que neurotoxinas y otros sistémicos de efecto rápido.

Pendergast le cogió una mano con una de las suyas, que estaba resbaladiza por la sangre.

—¿Y Smithback?

—Vivo.

—Menos mal.

—Leng había empezado a operar.

—Ya lo sé. ¿Está estable?

—Sí, pero no sé cuánto aguantará. Tenemos que llevarle enseguida a un hospital. Y a usted también.

Pendergast asintió.

—Conozco a un médico que se encargará de todo —dijo.

—¿Cómo vamos a salir?

La pistola de Pendergast estaba a su lado, en el suelo. El agente la cogió con una pequeña mueca de dolor.

—Por favor, ayúdeme a levantarme. Tengo que volver a la sala de operaciones para ver cómo está Smithback y detener esta hemorragia.

Nora le ayudó a ponerse en pie, y Pendergast, tambaleándose un poco, se le apoyó con todo su peso en un brazo.

—Por favor, ilumine un momento a nuestro amigo —dijo.

La cosa que había sido Fairhaven se arrastraba en paralelo a una pared de la sala. Chocó con un gran armario de madera, retrocedió y volvió a avanzar como si no supiera esquivar el obstáculo. Después de un rato mirándolo, Pendergast se giró.

—Ya no es peligroso —murmuró—. Venga, arriba, y lo más deprisa que podamos.

Rehicieron su camino por las salas del subsótano. Pendergast iba haciendo pausas para descansar. Subir por la escalera les costó tiempo y sufrimiento.

Smithback permanecía inconsciente en la mesa del quirófano. Nada más entrar, Nora echó una ojeada a los monitores: las constantes vitales se mantenían débiles pero estables. La bolsa de litro de suero salino estaba casi vacía. La sustituyó por segunda vez. Pendergast se acercó al periodista, retiró la sábana, le examinó y al poco rato se apartó, limitándose a un escueto:

—Sobrevivirá.

El alivio de Nora fue enorme.

—Ahora voy a necesitar ayuda. Ayúdeme a quitarme la chaqueta y la camisa.

Nora desabrochó la chaqueta a la altura del estómago de Pendergast y le ayudó a quitarse la camisa, dejando a la vista un agujero en el abdomen con una costra de sangre acumulada. Del codo destrozado también goteaba sangre.

—Acerque rodando la bandeja de instrumental quirúrgico —dijo Pendergast señalando con la mano sana.

Mientras obedecía, Nora no pudo dejar de fijarse en que el torso del agente era a la vez esbelto y muy musculado.

—Por favor, las pinzas también.

Pendergast limpió la herida de sangre y la irrigó con Betadine.

—¿No quiere nada contra el dolor? He visto que hay…

—No tenemos tiempo. —Pendergast tiró al suelo la gasa ensangrentada y orientó la lámpara de encima hacia la herida de su abdomen—. Tengo que cortar las dos hemorragias antes de perder más fuerzas.

Nora le vio reconocer la herida.

—¿Me haría el favor de bajar un poco la lámpara? Así. Perfecto. Ahora páseme las pinzas, si es tan amable.

Nora tenía estómago, pero ver a Pendergast hurgándose el abdomen la mareó sin paliativos. Después de un rato, el agente soltó las pinzas, cogió un escalpelo y efectuó una incisión pequeña, perpendicular a la herida.

—¡Oiga, no pensará operarse a sí mismo!

Pendergast negó con la cabeza.

—No, sólo unas medidas de urgencia para detener la hemorragia; pero tengo que llegar a la vena cólica, que desgraciadamente se ha retraído por el esfuerzo.

Hizo otro pequeño corte e introdujo en la herida un instrumento grande parecido a unas pinzas. Nora, estremecida, procuró pensar en otra cosa.

—¿Cómo vamos a salir? —preguntó de nuevo.

—Por los túneles del sótano. Investigando la zona, descubrí que hace tiempo, en este tramo de Riverside, vivía un pirata de río. La extensión del subsótano ha acabado de convencerme de que esto era su casa. ¿Se ha fijado en la vista del Hudson que hay desde la mansión? Es espectacular.

Other books

Sebastian by Hazel Hunter
Come to Castlemoor by Wilde, Jennifer;
The Winter Thief by Jenny White
Deadly Patterns by Melissa Bourbon
The Highwayman's Mistress by Francine Howarth
Smother by Lindy Zart